martes. 16.04.2024

Intimidad del menor

Es curioso constatar que los lugares donde el menor debería sentirse más protegido de las habladurías, de las murmuraciones, de los juicios de intenciones y, para decirlo más resueltamente, de la indiscreción de las personas adultas, son, precisamente, los lugares menos respetuosos con su intimidad. Estos ámbitos son la familia y los centros educativos.

Es curioso constatar que los lugares donde el menor debería sentirse más protegido de las habladurías, de las murmuraciones, de los juicios de intenciones y, para decirlo más resueltamente, de la indiscreción de las personas adultas, son, precisamente, los lugares menos respetuosos con su intimidad.

Estos ámbitos son la familia y los centros educativos.

En principio, se trata de dos ecosistemas en los que la minoría de edad debería sentirse totalmente protegida de cualquier tipo de invasión agresiva a su condición de menor. Sin embargo, y por paradójico que pudiera parecer, ni en casa ni en la escuela se sienten protegidos, ni, por supuesto, libres de todo tipo de agresiones.

Lo más común es hablar de las agresiones físicas y psicológicas de las que es objeto cierta infancia y adolescencia. No lo es tanto reflexionar acerca de cómo la intimidad del menor –que es lo mismo que decir su historia personal- es continuamente invadida sin ningún tipo de delicadeza por parte de quienes, por definición, deberíamos ser sus más entusiastas salvaguardas.

Puede asegurarse que la intimidad de la infancia y adolescencia no es contemplada como un valor. No sólo no se respeta, sino que, más bien, se la desprecia, y ello de forma más o menos inconsciente. Intimidad y menor parecen ser dos términos incompatibles.

Este desprecio secular tiene su lógica despiadada, por cuanto que los niños no gozan socialmente de ninguna autonomía digna de tal nombre. Casi todo lo que tiene que ver con la axiología de la niñez es pura logomaquia. Por tanto, no sólo se hace con los niños lo que, maldita la gracia, a veces se hace con ellos, sino, y aquí estaría el detalle ominoso del que quiero hablar, se dice de ellos lo que tampoco debería decirse. Porque, por supuesto, nos creemos en el derecho de decir de los niños lo que queramos, donde queramos y a quienes queramos.

Es posible que yo me encuentre en un inmenso error, pero mi percepción es que la intimidad del niño no suele gozar de ningún tipo de consideración, ni de respeto por parte de las instituciones educativas, o sea, del profesorado, ni de la familia.

Desde el momento en que el niño ingresa en el sancta sanctorum de la sabiduría pedagógica, lo primero que sufre es un democrático asalto a su intimidad y su privacidad. Para su bien se los despoja de ellas. Pues se piensa que el niño no tiene ningún derecho a ellas. ¿Para qué? ¡La intimidad es cosa de adultos! ¡Tenemos tanto que ocultar!

Considérese, además, la carga simbólica que conlleva el acto de facilitar a la autoridad administrativa correspondiente todos los datos posibles de uno y de la familia. Como sucede en cualquier instancia represiva del Estado, dichos datos permanecerán registrados para siempre en el centro para ser utilizados cuando se considere oportuno y necesario.

Sin embargo, el niño no recibirá ningún tipo de información de sus profesores. Ninguno. Y esto será así a lo largo de toda la escolarización obligatoria. Mientras que el profesorado irá adquiriendo datos y más datos, no sólo sobre la personalidad de sus alumnos, también de su entorno familiar, el niño, por el contrario, no recibirá a cambio ninguna información de la vida y milagros de sus esforzados enseñantes. Mientras que el profesorado seguirá considerando que es importantísimo conocer el hábitat familiar, mental y social de sus alumnos –así se podrá justificar en muchos casos la desidia y abandono escolar de algunos-, en ningún momento él caerá en la tentación conductista de describir su vida como correlato influyente en su manera de enseñar su asignatura.

Tanto los profesores como los padres disponemos de una información privilegiada y delicada de nuestros hijos y alumnos, respectivamente.

¿Tenemos derecho los padres y las madres a hablar de nuestros hijos -de lo que les pasa y a veces nos cuentan, sean sus problemas, sus miedos, sus éxitos o sus fracasos-, con la primera persona que nos encontremos, o, si se quiere menos imprecisión semántica, con quienes consideramos nuestros amigos, o, incluso, con el profesorado tutor? ¿Tiene derecho el profesorado a hablar de su alumnado en los términos nada complacientes con los que muchas veces lo hace?

Por supuesto que no me estoy refiriendo a las informaciones pertinentes que damos de ellos en lo tocante a su aprendizaje, que eso es lo exacto y adecuado, sino a toda esa purrusalda psicologista estomagante que, a veces, pretende tan sólo justificar que el comportamiento de tal o cual alumno es lógico, porque su padre, su madre y sus hermanos, son, han sido y serán esto y lo otro…

Sería bueno que nos preguntásemos cómo nos sentaría a nosotros, padres y madres, si nuestros hijos fueran por ahí contando a sus amigos lo que ven de nosotros en casa.

Estoy convencido de que a ninguno de nuestros hijos les gusta que hablemos de ellos describiendo sus más o menos intimidades. Y, sin embargo, hasta en las cafeterías se oyen cosas en boca de ciertos padres que producen mucha perplejidad.

Pienso que no tenemos ningún derecho –sea histórico, foral, constitucional, teológico o metafísico-, para hablar sin ton ni son de las personas que por imperativo legal han tenido la suerte o la desgracia de caer bajo nuestra férula educativa y familiar.

No lo tenemos. Ni los profesores, ni los padres. Nadie. El Gobierno, menos.

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