jueves. 28.03.2024

¿Qué hacemos con «lo» de Cataluña?

Me pasa casi lo mismo que a Norberto Bobbio. Preguntado el maestro turinés sobre el patriotismo italiano respondió que sólo se emocionaba cuando veía...

Me pasa casi lo mismo que a Norberto Bobbio. Preguntado el maestro turinés sobre el patriotismo italiano respondió que sólo se emocionaba cuando veía en un pueblecito una estatua de Dante (1). A un servidor le ocurre lo mismo cuando ve en Fuentevaqueros la efigie de García Lorca. Pero igual sensación he tenido en Italia viendo la figura de Verdi o en París la de Voltaire (a pesar de algunas de sus cosas) o en Barcelona ante la estatua de Francesc Layret, abogado defensor de los trabajadores, asesinado en 1920 por los pistoleros de la patronal catalana.

Mi relación con la patria es, pues, un tanto particular, pues no se basa en la historia, los símbolos ni otros convencionalismos. Es una consecuencia, me imagino, de la educación internacionalista que recibí. Hablando en plata: no soy nacionalista, ni racionalmente tengo patria alguna. Alto ahí, cosa bien distinta es que, administrativamente, la necesite para la cartilla sanitaria y otros menesteres del pan nuestro de cada día.

En consecuencia, mis relaciones con España o, por poner el caso, con Cataluña es –si se me permite la altisonancia— de tipo intelectual. Y, por lo tanto, alejada de los sentimientos al uso. De ahí que el complicado litigio que una parte importantísima de Cataluña tiene con “España” (y viceversa) lo vea con unos ojos muy distantes de la pasión de unos y otros. Quede claro: no es cosa de equidistancia sino de maneras de ver la situación. Lo peor de todo ello es que corres el riesgo de que te crucen la cara tanto los romanos como los cartagineses.

Por eso, afirmo fríamente que el enconamiento, que posiblemente no tenga marcha atrás, no puede (no tendría que) avanzar más o, si se quiere, mucho más: hay que llegar a un acuerdo que, aunque no dé satisfacción a todos –o a casi todos--  signifique el apaciguamiento. La hipótesis de salida de esta situación pasa por mecanismos inéditos. O, incluso, heterodoxos.

No ignoro quiénes son, a mi parecer, los responsables (de ayer y de hoy) de esta confrontación, pero entiendo que la política tiene que resolver hoy el problema poniendo el suficiente énfasis en la solución “heterodoxa” del problema.  Las responsabilidades de unos y otros en toda esta historia las dejo para otra ocasión.  Porque no es buen método proponer soluciones y, paralelamente, cantarle las cuarenta a los dos luceros del alba.

Así las cosas, es preciso saber con aproximada exactitud cuál es la relación de fuerzas, entendida ésta (no tanto la voluntad de las fuerzas políticas) sino qué opina el común de los mortales de Cataluña. Las imponentes manifestaciones de masas de los dos últimos 11 de Setiembre son una muestra, pero todavía no son la muestra al completo de dicha relación de fuerzas. Lo que nada tiene que ver con la fútil declaración de las “mayorías silenciosas”, que sólo es un banal recurso retórico cuando no se sabe decir (o se es incapaz de decir) algo con fundamento.

La «salida heterodoxa» pasa, hoy por hoy, por una reforma de la Carta Magna. La razón es ésta: Mariano Rajoy y Artur Mas no pueden dar solución al problema si se mantiene el actual marco normativo. De manera que es obvio, en mi opinión, remover el obstáculo institucional (real o aparente) que tapona la salida del conflicto. Esta reforma constitucional debería conducir a un Estado federal.

Decir que todo tiene que solucionarse según la ley actual equivale a negar que «leyes derogan leyes» en democracia. Esto es, que las novaciones legislativas se hacen necesarias cuando lo que hay ya no sirve para resolver las situaciones de cualquier índole. Hablando en plata: la ley es un artificio contingente que tiene un recorrido útil hasta que entra en contradicción con lo que emerge de la sociedad.

Por lo demás, puede gustar o no que: 1) sea necesaria una consulta para aclarar la relación de fuerzas; y 2) que la mencionada consulta –o comoquiera que se le llame--  se haga a la sociedad catalana. Pero, tanto si gusta como si no, es lo único racional posible. Ir por otro camino es favorecer una salida unilateral que complicaría mucho más las cosas: entraríamos en un zafarrancho permanente de considerables consecuencias.  

Por otra parte, la consulta requiere dos requisitos políticos de primera magnitud: uno, una pregunta clara y sin equívocos a la sociedad catalana; dos, que ambas partes se comprometan a aceptar el resultado de la misma, fuera cual fuera la respuesta ciudadana; lo que comporta que si gana la independencia, el Estado español debería comprometerse a que la “nueva Cataluña” tenga las puertas abiertas en las instancias supranacionales, incluida la Unión Europea.     

Ahora bien, en ambos casos, las fuerzas políticas catalanas no pueden escurrir el bulto, esto es, dejar de posicionarse sobre qué salida proponen: si continuar en España o la separación definitiva.

«Una pregunta clara y sin equívocos a la sociedad catalana», ya que la indefinición (o trucar la pregunta) sería echar más leña al fuego así “en Madrid como en Barcelona”.

Viendo las cosas racionalmente –especialmente la consideración de que la consulta debería afectar sólo «a la sociedad catalana»--  es irrelevante que guste o que no guste, que pueda crear insatisfacciones en ambos lados del Ebro famoso. Otra cosa es que sentimentalmente pueda sentirse como un drama, pero ya hemos dicho que lo mío no son los sentimientos sino la solución de los problemas. Pero hay algo más de no menor importancia.  Las fuerzas políticas y movimientos que son partidarios de la independencia deberían dejar meridianamente claro qué tipo de nuevo Estado se quiere, por ejemplo, qué relación debería existir entre público y privado y otras cosas de gran interés. No vale decir, la independencia a palo seco. Más todavía, sea cual fuere el resultado de la consulta, parece claro que este método (consultar a la ciudadanía) debe ser una práctica reglada para acontecimientos de gran interés en materias económicas y sociales.      

Llamo la atención sobre el argumento que dejó dicho Felipe González recientemente (y que sostienen algunos queridos amigos míos no catalanes): en el caso de una consulta en Cataluña yo quiero votar, porque yo luché en aquellos tiempos por las libertades de aquel país. Eso no vale en política, quiero decir que “racionalmente” no vale en política. No hay, en estos casos, deudas históricamente dadas en política; no hay facturas pendientes.  

No quiero dejar de añadir lo siguiente: defenderé en la consulta, si se produce, que Cataluña forme parte de una España federal. Es lo que, al margen de sentimentalismos, me parece más racional.

Punto final. Esperemos que lo dicho por el famoso secretario florentino no se dé en esta ocasión: [que] «los hombres, por lo común, no entienden cómo va el mundo, y a menudo cometen errores gravísimos, que son mayores cuanto más importante es lo que se traen entre manos» (2). Que, por inclusión, es cosa que me puede afectar a mí mismo. 


(1) Norberto Bobbio / Maurizio Viroli, Dialogo intorno alla Repubblica (Editori Laterza, 2001)
(2) Nicolás Maquiavelo: Discursos sobre la primera década de Tito Livio. (Libro Tercero, capítulo 6, Alianza Editorial, 2012) 

¿Qué hacemos con «lo» de Cataluña?