jueves. 25.04.2024

Hablemos claro

NUEVATRIBUNA.ES - 29.9.2010...Europa, y España de momento pertenece a Europa, ha entrado en decadencia delante de nuestros ojos, de los ojos de los políticos que nos representan, de los sindicalistas, de los filósofos, de los economistas, de los toreros, banderilleros, futbolistas de élite, sastres valientes, ingenieros, poetas y damas de la adoración nocturna, sin que nadie se haya atrevido a dar una respuesta contundente, justa y racional, una
NUEVATRIBUNA.ES - 29.9.2010

...Europa, y España de momento pertenece a Europa, ha entrado en decadencia delante de nuestros ojos, de los ojos de los políticos que nos representan, de los sindicalistas, de los filósofos, de los economistas, de los toreros, banderilleros, futbolistas de élite, sastres valientes, ingenieros, poetas y damas de la adoración nocturna, sin que nadie se haya atrevido a dar una respuesta contundente, justa y racional, una respuesta que sirviese para colectivizar sentimientos, emociones y esperanzas ante un porvenir que no parece el más prometedor. Sólo los sindicatos, si los sindicatos domésticos que tenemos, han sido capaces, aún a riesgo de romperse la crisma en el muro de la inanidad ciudadana, la malquerencia y la estupidez reaccionaria, de levantar la voz y decir hasta aquí hemos llegado. De momento la respuesta ha sido tibia, es de esperar que vaya a más porque la extorsión de los poderes económicos va a seguir aumentando, pero en cualquier caso hemos de comprender que si fracasan los sindicatos habremos perdido por muchos tiempo una de las armas más eficaces de que han dispuesto quienes no tienen más mercancía que ofrecer que sus brazos y su mente.

Hace unas décadas se hablaba mucho del peligro amarillo con motivo del sorprendente desarrollo económico de Japón. Medio en broma medio en serio se aludía a la forma de hacer huelga de los trabajadores de aquel país, de su amor al trabajo, de los nichos dónde dormían para no perder tiempo en volver a casa, de su docilidad. Sabíamos poco de aquella cultura, sólo estereotipos, tópicos y que fabricaban radios y relojes. A principios de los ochenta, con Reagan en el poder, se produjo el gran salto, Japón, las empresas japonesas, compraron algunas de las corporaciones más emblemáticas de Estados Unidos instalándose en el corazón del imperio. Japón había perdido la guerra y no era una amenaza seria para quienes estaban a punto de regir los destinos del planeta. Empero, la experiencia japonesa sirvió a los plutócratas de todo el mundo para comprobar fehacientemente una ecuación muy sencilla, que las ganancias son mucho mayores allí donde los salarios son más bajos, allí donde no hay costes sociales ni ecológicos, allí donde la vida vale poco y existe una férrea disciplina social, bien por razones políticas, bien por razones culturales o por las dos causas a la vez. En el firmamento del capitalismo apareció por fin el escenario propicio para librarse de las imposiciones de los trabajadores occidentales, más de dos mil quinientos millones de personas dispuestas a trabajar jornadas interminables por un plato de arroz, sin sindicatos, sin seguridad social, sin límite de jornada laboral, sin festivos, sin vacaciones y, sobre todo, sin capacidad ni ánimo para expresar protestas continuadas. Los oligarcas lo vieron claro, ¿por qué voy yo a fabricar zapatos o tejidos en España si puedo hacerlo en Corea por la décima parte? De repente, como si el Arcángel San Gabriel se hubiese aparecido a los grandes emprendedores –es como ahora les llaman- para anunciarles la mejor de las nuevas, empresarios y financieros de todo el planeta decidieron que debían trasladar sus negocios hacia esos lugares en que todo estaba permitido, hacia los paraísos de la explotación del hombre por el hombre.

Apenas hubo entonces voces -estamos en los años ochenta del pasado siglo- que se alzaran para advertir de lo que indudablemente ocurriría en pocos años. De entre los políticos del Universo, sólo Jacques Delors habló de poner una tasa social a los productos orientales. No se trataba de impedir el desarrollo económico de nadie, se trataba de que ese crecimiento conllevase mejoras sociales y económicas para los trabajadores de los países emergentes, de ir extendiendo el modelo mejor y no el peor. Ningún producto que no fuese elaborado atendiendo a las mínimas normas de protección social, para lo que se crearía una especie de sello identificador, podría entrar en Europa. La idea de Delors, que estaba convencido de que Europa no jugaría un papel crucial en el mundo por venir si no superaba los localismos nacionalistas y se decidía a fortalecer sus instituciones comunes, fue rechazada precisamente por el egoísmo de los Estados europeos, abriendo el paso a la libre circulación de capitales, de mercancías, a la desregulación social y al mayor periodo de privatizaciones de servicios públicos esenciales de la historia.

Las cosas no han ido a mejor. Las predicciones del político francés se han cumplido y los Estados europeos siguen mirando al sol sin ser capaces de unificar posturas ante una coyuntura que hipoteca de forma grave su futuro. A la falta de líderes capaces de ver más allá de su sombra se suma la abulia de una ciudadanía que parece que nada se juega en esta crucial batalla. Pues bien, es menester hablar claro y comenzar a llamar a las cosas por su nombre. Estamos ante un cambio económico mundial de primera magnitud. Por primera vez desde el siglo XI Europa deja de ser la protagonista de la historia para ceder el relevo, sin conflicto alguno, a China y los países de su entorno. Ninguna reforma laboral, ningún abaratamiento de las condiciones de trabajo, del despido podrá ponernos en condiciones de competir con un ejército de trabajadores cuya media salarial, en el mejor de los casos, no supera los doscientos euros al mes. Europa, dirigida por funcionarios vacuos y cínicos, por empresarios codiciosos y desaprensivos, ha puesto el Estado del bienestar en almoneda, iniciando de manera casi inexorable el descenso hacia un lugar que abandonó hace décadas. Pero nadie se engañe, el desmantelamiento del Estado del bienestar no nos hará más competitivos, nos hará más pobres, más pobres desde luego conforme estemos más en la periferia de la Unión, pero más pobres todos al fin y al cabo, más precarios, más sumisos, más catetos, más egoístas y más xenófobos, olvidando que estas “cualidades” fueron las causantes de dos guerras mundiales en el siglo pasado.

Los ciudadanos de Europa, pese a su individualismo suicida, tienen derecho a saber que es posible que se salga momentáneamente de esta crisis, pero también que esta crisis nada tiene que ver con las demás, que hemos dejado de fabricar, que hemos dejado de cultivar nuestras tierras, que estamos volando el Estado democrático para que los ricos lo sean cada vez más, que la revolución tecnológica –la mayor conocida por el hombre- permite que lo que antes hacían veinte personas lo haga solamente una, que la robótica y las nuevas tecnologías suprimen cada día miles de puestos de trabajo en gasolineras, supermercados, fábricas, periódicos y oficinas, que hasta ahora todos los avances tecnológicos han servido para disminuir la jornada laboral, que esta batalla es la penúltima de la guerra y hay que ganarla porque en otro caso estamos abocados a vivir tal como lo hacían nuestros antepasados de hace 150 años o los desgraciados que trabajan 14 horas al día todos los días del año por cuatro perras gordas en el otro lado del mundo. No, los trabajadores de Europa no pueden consentir bajo ningún pretexto que se aniquilen las leyes y los derechos sociales, que se imponga el modo de producción esclavista procedente de Oriente Lejano, modelo que sólo podemos comprender si tenemos en cuenta las enormes cantidades de dinero invertidas allí por financieros e industriales de Europa y Estados Unidos. Todo lo contrario, es necesario imponer y mejorar los modelos europeos que más bienestar económico, político y cultural han deparado. No sirve decir que hay un doble mercado laboral: La precariedad en el empleo no se arregla precarizando todo el trabajo, sino eliminándola; la competitividad no se alcanza desregulándolo todo, sino regulando las relaciones laborales, los intercambios y la circulación de capitales. El otro modelo no tiene el menor futuro salvo para los que viajan en primera y con guardias de seguridad para protegerse del número creciente de excluidos. Así lo refrenda el Fondo Monetario Internacional, máximo órgano mundial de los mercaderes sin escrúpulos: Puede ser que por primera vez las economías vuelvan a crecer sin crear empleo alguno.

Pedro L. Angosto

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