miércoles. 24.04.2024

Grecia, acorralada

Grecia va a ser rescatada de nuevo y va a sufrir un segundo plan de ayuda para cubrir sus necesidades de financiación a corto y medio plazo. Pocas dudas caben al respecto. Los costes de que tal rescate no se produzca son de tal calibre que es impensable que no se lleve a cabo. La economía de Grecia y del resto de países periféricos de la eurozona, la solvencia del sistema bancario europeo y la propia pervivencia del euro están en juego.

Grecia va a ser rescatada de nuevo y va a sufrir un segundo plan de ayuda para cubrir sus necesidades de financiación a corto y medio plazo. Pocas dudas caben al respecto. Los costes de que tal rescate no se produzca son de tal calibre que es impensable que no se lleve a cabo. La economía de Grecia y del resto de países periféricos de la eurozona, la solvencia del sistema bancario europeo y la propia pervivencia del euro están en juego.

Desde hace un mes, líderes europeos e instituciones comunitarias protagonizan encendidos debates y llamativos desencuentros sobre el caso griego. Frágiles e insuficientes consensos en torno a la forma de abordar la ayuda financiera a Grecia han precedido a cumbres que terminaban en incomprensibles fracasos y alimentaban la histeria de los mercados. Las alarmas y los riesgos se han disparado de nuevo y han favorecido que los grandes inversores que dominan los mercados de deuda pública sigan apreciando que el escenario de impago es el más probable y, como consecuencia, intensifiquen la especulación en las aguas revueltas de la incertidumbre y el miedo. Mientras tanto, Grecia se aproxima al borde del precipicio de la quiebra económica, la desestabilización política y la desvertebración social. Y la tormenta financiera que anuncian las primas de riesgo amenaza a cada vez más países del sur de Europa.

Grecia ha cumplido con buena parte de sus compromisos de ajuste y reforma estructural asociados al primer plan de rescate financiero de mayo de 2010. Es verdad que aún no se han finalizado las medidas más antipopulares (reformas del sistema público de pensiones y del mercado de trabajo, ajuste del personal de la administración pública,…), pero Grecia ha cumplido con la mayoría de las exigencias y ha progresado a un ritmo muy cercano al previsto en la consecución de buena parte de los seis criterios cuantitativos (saldo primario, techo de gastos primarios y de deuda pública…) que se le habían demandado.

Los enormes sacrificios realizados por Grecia no han servido de nada. Grecia deberá sufrir un nuevo programa de rescate vinculado a un más duro plan de austeridad, con más recortes salariales, nuevas privatizaciones de empresas públicas, incremento del desempleo y desaparición o deterioro de servicios públicos esenciales. El nuevo ajuste, además de empobrecer y aumentar el malestar de la mayoría de la población, amenaza con abortar todas las opciones de recuperación económica durante esta década.

Pese al barullo de argumentos, dislates e informaciones interesadas, dos hechos destacan. Primero, el plan de rescate de hace un año ha fracasado de forma rotunda y evidente. Y segundo, Grecia tiene (probablemente, ya lo tenía hace un año) un claro problema de insolvencia.

La táctica que ha presidido la gestión por parte de las instituciones europeas del grave problema de endeudamiento griego, al igual que el de los otros países periféricos de la eurozona, ha sido la de ganar tiempo para que los acreedores privados pudieran sortear riesgos y minimizar costes sin afrontar ni tratar de solucionar las causas de esa insolvencia ni sus graves consecuencias para la economía y el pueblo griegos.

Las autoridades comunitarias han fingido y, en gran parte, siguen fingiendo que Grecia tiene un problema de liquidez. Los líderes europeos y el Gobierno de Grecia mienten a la ciudadanía griega y comunitaria al mantener que una nueva tanda de préstamos a cambio de que Grecia acepte más sacrificios, más austeridad y una nueva ola de privatizaciones y reformas estructurales puede conseguir estabilizar su deuda soberana.

Los nuevos préstamos del FMI y de la UE a Grecia, al igual que los anteriores, van a servir únicamente para prolongar el problema de insolvencia y aumentar su envergadura. Se exige a la ciudadanía griega que acepte años de austeridad y recortes de salarios, derechos y bienestar para salvar a los sistemas bancarios de Alemania y Francia y para que los grandes bancos privados europeos sigan sin reconocer los riesgos y sin encajar las pérdidas derivados de su aventurera política de concesión de préstamos. El Gobierno y la mayoría del Parlamento griegos han aceptado esas exigencias y parecen confiar, de forma tan ciega como desesperada, en que el mercado va a ser capaz después de tan brutal ajuste de alentar un crecimiento suficiente para conseguir salir del atasco en que se encuentra su economía. Por el contrario, buena parte de la ciudadanía griega ha llegado a la conclusión de que los nuevos sacrificios que se le exigen van a ser, al igual que los realizados hasta ahora, completamente inútiles y que en lugar de conducir a la recuperación de la actividad económica reproducen las condiciones para exigir nuevos recortes.

Afortunadamente, la paciencia del pueblo griego y del resto de los países que sufren en mayor medida los duros, injustos, desequilibrados e inútiles planes de austeridad impuestos por inversores privados e instituciones comunitarias se ha agotado o parece a punto de agotarse. Y la resignación deja paso a la indignación, la resistencia y la exigencia de medidas y reformas alternativas. Las presiones de las instituciones europeas y los prestamistas han conseguido que el Gobierno y el Parlamento de Grecia acaten los nuevos planes de austeridad, pero no convencen a una ciudadanía que sigue sin asumir unos nuevos ajustes que producirán enormes costes económicos y sociales y que, a su entender, no sirven para lograr los objetivos que dicen pretender.

Los fingimientos y mentiras en los que descansan los planes de rescate a los países periféricos son ya insostenibles. Las fórmulas de rescate financiero aplicadas hasta ahora no sirven. La ineficacia de los planes de austeridad y la indignación popular por sus resultados marcan la coyuntura en la que los líderes europeos se han enzarzado en el debate a propósito del nuevo plan de asistencia financiera que ha concluido en un acuerdo de cambios mínimos que en nada sustancial modifican el enfoque de recortes de derechos, reducción de costes laborales y tijeretazo al gasto público de carácter social.

La apuesta de las instituciones europeas se ha orientada en esta ocasión a lograr que los acreedores que detentan los títulos de deuda soberana de Grecia (bancos franceses y alemanes, principalmente) asuman de forma voluntaria una parte ínfima de los costes ocasionados y acepten voluntariamente un aplazamiento de sus derechos de cobro mediante el canje de una parte sustancial de los bonos que actualmente detentan por nuevos títulos con un plazo más largo para su vencimiento.

La operación es redonda para los bancos europeos enredados con la deuda soberana griega. Permite que mantengan en sus activos, sin detrimento alguno de su valor, las inversiones en deuda pública griega y que sus cuentas de resultados mejoren como consecuencia de un incremento de los tipos de interés que deberá pagar Grecia por una parte sustancial de los nuevos títulos. Todavía pueden alargar un poco más el negocio que les brinda el grave aprieto financiero que sufre Grecia. Y han decidido que no ha llegado aún el momento, dada la precaria situación de los balances patrimoniales de buena parte del sistema bancario europeo, de aceptar una quita o pérdida de parte de su inversión en bonos griegos que podría extenderse como un reguero de pólvora a los activos que detentan del resto de países periféricos.

No estamos todavía ante una reestructuración ordenada y transparente de la deuda soberana griega ni, por consiguiente, ante una negociación entre acreedores privados y autoridades griegas. No puede darse todavía esa reestructuración ordenada porque conllevaría la aceptación de que Grecia es insolvente, incrementaría las sospechas de que los otros países periféricos sufren también parecidos desequilibrios financieros y reforzaría la idea de que el problema para los inversores privados puede ser de enorme envergadura y terminar amenazando algo más que las cuentas de resultados de los bancos implicados.

Negar la situación de insolvencia, congelar el grave e insostenible problema de desequilibrio financiero sin abordar su solución, trasladar en el tiempo el escenario de reestructuración y, más aún, evitar a toda costa una suspensión de pagos desordenada que puede desencadenar una espiral incontrolable de impagos y quiebras son las tareas que se han impuesto los líderes europeos y nada parece importarles que sea a costa de prolongar de forma innecesaria e inútil el sufrimiento del pueblo griego. Sin embargo, la táctica imperante de ganar tiempo se ha mostrado extremadamente frágil y cada vez tiene menos partidarios. Intentar resolver un problema de insolvencia como si fuera un problema de liquidez puede terminar provocando esa reestructuración desordenada que tratan de evitar y, entretanto, multiplicar los riesgos de explosión del euro y del propio proyecto de construcción de la unidad europea.

La solución al problema de la deuda soberana griega y del resto de los países periféricos implica, necesariamente, la mutualización de los riesgos (y de los beneficios) que conllevan pertenecer a un mercado único y compartir el euro. Tal solución presupone la construcción de una unión fiscal asociada al aumento de la capacidad presupuestaria de la UE y la puesta en pie de instituciones comunitarias capaces de impulsar la modernización productiva de los socios menos avanzados y fortalecer la cohesión social y territorial en el conjunto de la UE. Pero de ese tipo de soluciones, los mercados, los poderes financieros y las fuerzas políticas conservadoras que copan los órganos de poder de las instituciones europeas y de los países miembros no quieren ni oír hablar.

La gobernanza europea no puede basarse en la multiplicación y el endurecimiento de las sanciones contra los socios más débiles ni en la intromisión antidemocrática de las instituciones europeas en decisiones que no les corresponden porque dependen, mientras no se acuerde otra cosa, de las competencias de los Estados miembros y de la decisión democrática de sus ciudadanos.

El principal factor de riesgo de la economía española seguirá situado en los próximos meses en Grecia. La pelea del pueblo griego es también la nuestra. Su indignación y hartazgo son iguales que los nuestros. Su futuro está estrechamente ligado al nuestro y lo prefigura. Bien haríamos en reforzar la solidaridad con la ciudadanía y las clases trabajadoras griegas que representan y defienden los intereses de las mayorías sociales que en el conjunto de la UE sufren las políticas de austeridad y la hegemonía conservadora. Grecia está acorralada, pero no vencida. El proyecto de unidad europea, basado en la solidaridad, el bienestar común, la democracia y la cohesión social y territorial, también está acorralado. Es hora de que la ciudadanía europea se decida a rescatar el proyecto progresista de construcción de la unidad europea y los valores progresistas sobre los que descansa.

Ya está bien de intentar ganarse la confianza de los mercados supeditándose a sus dictados e intereses. La disyuntiva es clara: o metemos en cintura a los capitales financieros y a los grandes grupos bancarios o los mercados y las fuerzas conservadoras que mal gobiernan las instituciones comunitarias seguirán adelante con sus políticas antisociales y antieuropeas.

Grecia, acorralada
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