jueves. 28.03.2024

Garzón y el juicio de Franco

NUEVATRIBUNA.ES - 21.2.2010No descubro nada nuevo si aludo al actual descrédito de la política. Todos sufrimos eso. Pues imagínese lo que significa explicar Derecho Constitucional a alumnos de unos veinte años, e intentar motivarles sobre el significado de la política democrática, su importancia, sus valores.
NUEVATRIBUNA.ES - 21.2.2010

No descubro nada nuevo si aludo al actual descrédito de la política. Todos sufrimos eso. Pues imagínese lo que significa explicar Derecho Constitucional a alumnos de unos veinte años, e intentar motivarles sobre el significado de la política democrática, su importancia, sus valores. Y hacerlo sin trasladarles mi creciente perplejidad cuando relaciono los principios del Estado social y democrático de Derecho y la práctica cotidiana de esos mismos principios. No sé muy bien si mis alumnos aprecian, en sí misma, la importancia de la democracia, pero me cuesta que entiendan cosas como el nexo entre la justicia formal y la aspiración a la realización de una justicia material, o la importancia que tuvo la superación de la Dictadura y las lecciones que pueden extraer de ello. Los ejemplos que encuentran les invitan a la deserción, a entender la democracia como un “hecho natural” que ni les concierne íntimamente ni es resultado del esfuerzo de generaciones pasadas. Y cada vez me es más difícil poner de relieve la necesidad de que el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) gocen de prestigio. O que la intervención judicial es básica para la vida democrática y no sólo para resolver conflictos privados.

He empezado con esta confesión antes de hablar sobre la persecución del juez Garzón porque ésta ofrece un clamoroso haz de ejemplos de cómo la realidad del poder judicial y de algunos órganos constitucionales contradice las ideas que sobre la democracia constitucional me parecen esenciales. Y tanto más cuando ese acoso me recuerda a un libro de historia de la mafia que muestra el ataque exacerbado que soportaron algunos de los jueces más activos contra los mafiosos; ataques de políticos y de sus mismos compañeros que, a veces bajo capa de progresismo, objetaban su notoriedad pública y su manera de investigar. Cuando la campaña llegó a su cénit, cuando su reputación se tambaleaba, entonces, sólo entonces, la mafia los asesinó. Ya sé que es un escenario terrible, pero esta misma experiencia debería llevar a algunos con mando en plaza –políticos y jueces- a ser más prudentes.

Nunca he entendido la acusación de “juez estrella” que se hace a Garzón. Se puede discrepar de su paso por la política, pero mejor hacer lo que él hizo que hacer política emboscado en la presidencia de un TSJ o en el CGPJ. Se puede estar en desacuerdo con alguna pose arrogante de Garzón, pero el asunto es más complejo, y nos remite a la sociología misma del poder judicial en nuestra época. La confusión entre independencia y aislamiento genera la quimera de que la judicatura ha de vivir en las zonas grises del anonimato o que, todo lo más, el juez que aparece en los medios debe ser un difusor de lugares comunes, de tópicos sociales y jurídicos, un glosador de normas despegado de la conflictiva realidad social, sobre todo en lo que roce a la política. En un mundo en el que la “fama” es un ingrediente esencial de la cultura, ¿podemos esperar que todos los jueces sean perfectos desconocidos?, ¿puede probarse que ese estar bajo los focos anula en todo caso su independencia?, ¿o es mejor transigir con el corporativismo que muchas veces es la alternativa al no aparecer públicamente? Sólo la anulación de la capacidad para instruir y juzgar con neutralidad y discernimiento debería servir para criticar la notoriedad, más o menos efímera, de algunos jueces. Pero es que, además, Garzón es “estrella” porque aborda cuestiones que son socialmente llamativas; la alternativa, para otros, al parecer, es no afrontar cuestiones como la corrupción o los crímenes contra la humanidad, no vaya a ser que se contamine su preciada intimidad, su espléndido aislamiento.

¿Exagero?... probablemente, y tampoco sería justo meter en el mismo saco todos los jueces, cuando la mayoría están bien preparados y actúan con integridad. Pero el hecho real es que todas las instituciones y cuerpos del Estado, desde que acabó la dictadura, se han visto, antes o después, en la tesitura de ponerse frente al espejo, de analizar su papel pasado y su adecuación a la democracia que es mucho más que el mero agregado de fórmulas jurídicas; todas, digo, menos la judicatura, que dio por sentado que bastaba, en los nuevos tiempos, con preservar sus espacios de distinción y aplicar las nuevas normas. Que los vocales del CGPJ presuman de ser una agencia de colocación ideológica es lo menos que nos puede pasar.

Lo más es que Garzón pueda acabar perdiendo su condición de juez por intentar iluminar la verdad jurídica de los crímenes franquistas. No voy a insistir en las razones de la inconsistencia jurídica del asunto (J.Mª. Asencio lo hizo estupendamente en estas páginas hace unos días), basta con indicar que una cosa es la discrepancia en la interpretación del alcance de la Ley de Amnistía y otra convertir en criminal, a instancias de organizaciones fascistas, al que pretende llevar justicia a las víctimas del franquismo y, en definitiva, hacer que el Derecho diga al fin algo sobre los que lucharon para que esta democracia fuera posible. No corresponde a los jueces escribir la historia, que eso es cosa de los historiadores, en debates plurales. Pero sí debería ser función judicial deducir actuaciones ilegítimas en hechos que los historiadores desvelan y ayudar a reponer el Derecho donde fue quebrado y para esas víctimas. Al fin y al cabo Franco ya decidió que sólo respondía ante Dios y ante la Historia –con mayúsculas, no la que hacen los historiadores-. Lo que no sé es si algunos jueces supremos, al intentar condenar a Garzón, son conscientes de que estarían absolviendo a Franco. Tampoco sé si lo harían en su condición de Historia, o en su condición de Dioses.

Manuel Alcaraz Ramos es Profesor Titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Alicante y Director de Extensión Universitaria y Cultura para dicha ciudad. Ha militado en varias formaciones de izquierda y fue Concejal de Cultura y Diputado a Cortes Generales.

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