jueves. 28.03.2024

Fraga o el tótem de la derecha española

Murió Fraga. Tras él desaparece el último eslabón que aun unía remotamente a la derecha actual con el franquismo. El franquismo estaba en pleno empeño desarrollista, y Fraga, desde su indudable adhesión a los principios del régimen, se mostró como el emblema de una cierta modernidad en aquella España repleta de caspa. Por más que la justificación del fusilamiento de Grimau, resulte moralmente intolerable.

Murió Fraga. Tras él desaparece el último eslabón que aun unía remotamente a la derecha actual con el franquismo. El franquismo estaba en pleno empeño desarrollista, y Fraga, desde su indudable adhesión a los principios del régimen, se mostró como el emblema de una cierta modernidad en aquella España repleta de caspa. Por más que la justificación del fusilamiento de Grimau, resulte moralmente intolerable. Hombre por lo tanto, fin a los principios del régimen que no vio incompatible sus campañas turísticas trajeron las legendarias suecas y los primeros hippies. Suprimió la censura previa -pero no la posibilidad de secuestrar publicaciones- y abrió la mano para que se relajase el aire de cuartel imperante en los medios de la época. Comprendió muy pronto la importancia de los gestos en una sociedad mediática, como lo prueba su mil veces repetido baño con el embajador de Estados Unidos en Palomares, donde un avión había perdido una carga nuclear, que hoy, todavía, está por aclarar. Pero, para muchos españoles, simbolizó el afán por reformar el régimen. Nadie que hubiese ocupado un cargo tan relevante bajo Franco -ni más ni menos que ministro de propaganda- logró salir indemne del desplome del régimen. Él sí. Lo consiguió porque, logró encarnar el futuro liberal de un régimen que, en general, escaseaba de hombres con recursos políticos e intelectuales. Fedisa, Godsa, fueron sus primeras criaturas para tratar de aglutinar lo que él denominaba mayoría natural.

Desde que el OPUS consiguiera influir en Franco y Fraga fuera cesado del ministerio de Información y turismo, se convirtió en una especie de crítico desde dentro del franquismo, (como Areilza) imagen que cultivó especialmente a partir de 1973, cuando fue nombrado embajador en Londres. En la capital inglesa desarrolló una frenética agenda de contactos, con gente de España y de todo el mundo, para preparar su candidatura a pilotar la Transición.

Luego llegó el cambio político. Su proyecto de transición tras la muerte de Franco no pretendía más que reformar las leyes fundamentales y no incluía a todos los partidos (excluía al Partido Comunista). Bajo la consigna, la calle es mía, concibió que el fin justificaba cualquier medio. De manera que, se erigió como el garante del orden a cualquier precio. Para ello, no tuvo el menor inconveniente en dirigir la violencia de Estado cuando la policía comenzó a disparar contra manifestantes en Montejurra o en Vitoria causando la muerte, a varios obreros. Quiso hacer una oferta a González como la que le hizo Cánovas a Sagasta: su modelo político era la Restauración canovista, pero la calle, que tanto reprimió marcó su inexorable destino de hombre secundario en el cambio político y en el gobierno del Estado al forzar al rey que ese gobierno de Arias, del que él era el responsable de interior, dimitiera. Luego no encontró su papel en la política (él pensaba que estaba destinado a ser presidente del gobierno, pero la gente nunca lo apoyó: primero eligieron a Suárez, que, a diferencia de Fraga, demostró ser un demócrata de convicción, y después a González. Su tiempo había pasado. Y en ese sentido, siempre se sintió frustrado.

Fraga fue, pese a su carácter, un hombre enormemente ilustrado. Gran jurista, gran conocedor de la Historia, pero especialmente, siempre se sintió político, no tanto en el sentido contemporáneo de comunicador de proyectos, sino como ejecutor, como servidor de estado (por eso no le importó ser ministro, embajador en Londres o senador). Fraga constituía la antítesis de lo políticamente correcto y de los discursos prefabricados. Un hombre capaz de retar a la pelea a unos manifestantes, un hombre volcánico, que publicó 90 libros y que disfrutaba tanto enseñando su erudición como alimentando los titulares de los periódicos con las frases más gruesas. Un animal del poder, al que dedicó toda su vida "hasta el último aliento", como siempre había prometido, sin que ninguna otra motivación personal pudiese apartarlo de esa meta. No utilizó su poder (y eso le honra porque pudo hacerlo) como medio para el enriquecimiento personal. Tuvo en ese sentido, el afán de servicio al Estado.

Y por supuesto, el gran mérito de Fraga es forjar un partido moderno de centro derecha. O para ser más preciso: integrar a la derecha franquista en el sistema democrático regido a través de la Constitución de 1978. No obstante trabajo le costó, puesto que en 1977, solo obtuvo 16 diputados. Solo el descalabro de Suárez, abandonado por los clanes de la UCD, al sentirse estos traicionados por aquel hombre que gobernaba contra el gran capital, que se reunía con los sindicatos y que tantos acuerdos políticos llegaba con socialistas y comunistas. Sin embargo, por sí mismo, y aun aprovechando la desaparición de la UCD, Fraga no logró superar la barrera del 20% de los votos. Refundaciones, nombramientos extraños como el de Hernández Mancha, idas y venidas, nada era suficiente para desbancar al PSOE. Entonces comprendió de nuevo, que su papel tendría que volver a ser secundario, esta vez, en su propio partido. Y cuando el partido se fortaleció sin él al mando, Fraga pudo aprovecharlo tras ser elegido presidente de la Xunta de Galicia, donde sin duda marcó una gran impronta.

Ha muerto un coloso de la política. Un hombre que tenía sin duda, una concepción elitista de la política, cuyo credo se puede resumir en pocas palabras: jerarquía, autoridad, corporativismo, orden, pero también reforma o desarrollismo. Características por tanto propias de la derecha contemporánea española. Por consiguiente, podemos considerar que, con Fraga, verdaderamente muere su tótem.

Fraga o el tótem de la derecha española
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