miércoles. 24.04.2024

Estado autonómico y españolismo reactivo

“España es una nación absurda y metafísicamente imposible”, con esta frase el escritor noventayochista Ángel Ganivet describe lo que para él significa un país sumido en una espiral de decepciones y fracasos continuos culminados en el desastre de 1898.

“España es una nación absurda y metafísicamente imposible”, con esta frase el escritor noventayochista Ángel Ganivet describe lo que para él significa un país sumido en una espiral de decepciones y fracasos continuos culminados en el desastre de 1898. En este mismo año Ganivet muere, sin embargo, en España están naciendo sentimientos de vida nacional y cultural, que condicionarán de manera decisiva, nuestra articulación política, jurídica, económica y social. Pero la configuración del Estado español, la nación española o los nacionalismos periféricos, han de ser vistos bajo una amplia perspectiva histórica, no como un hecho coyuntural, o fruto de un fracaso.

En contra de la historiografía franquista, que fijaba la fáctica unión nacional a partir del matrimonio de los Reyes Católicos, el establecimiento pre-nacional o proto-nacional, se inicia, según la mayoría de los historiadores actuales, durante la etapa borbónica-centralista, es decir en la ilustración dieciochesca. Anteriormente, encontramos una entidad territorial más o menos uniforme, cuyo nexo de unión no es un poder representativo nacional, sino un conglomerado de territorios con distintos fueros y costumbres, en los que al frente se sitúa la corona como cabeza del Estado. El centralismo político inicia la secularización social y el racionalismo de la política, manifestado sobre todo durante el reinado de Carlos III. Este protonacionalismo es hilo conductor de la España liberal decimonónica, donde la ausencia de una maquinaria estatal potente, o lo que Hobsbawm llama instrumentos de nacionalización, conduce al fracaso en la consolidación del sentimiento nacional tal y como han explicado algunos historiadores como Borja de Riquer. La ausencia de un verdadero sistema nacional de educación, la conformación de un ejército, que no es símbolo nacional, la tardía conformación de la prensa no adicta, el caciquismo como instrumento político para acceder a puestos estatales… explican la ausencia de nación y la presencia de la atmósfera local o regional como verdadera preocupación del español en el s. XIX. Esta tesis ha sido ya discutida por varios historiadores como Ferrán Archilés y se han planteado otras alternativas.

Únicamente teniendo presente el componente político, es decir, el desarrollo de una percepción alternativa de nación, en confrontación con España, podemos entender el ambiente en que surgen a fines de siglo, las que con posterioridad serán nominalmente conocidas como Nacionalidades históricas: Cataluña, País Vasco y Galicia. Pero es injusto no señalar aquí la existencia de regionalismos como el cántabro, el “blasquismo” valenciano o incluso el castellano. Sin embargo, todas estas manifestaciones no pasan de ser movimientos locales, sin más aspiración que exaltar lo mejor de su cultura o región, no van más allá. Lo que se da en las Nacionalidades históricas es un sentimiento, con sus mitos invenciones y todos los defectos que se le quieran añadir, pero una vocación de pertenencia a un territorio y, en consecuencia, la conciencia de ser articulado políticamente. A este respecto, José Álvarez Junco otorga al patriotismo varias dimensiones o facetas: Una visión del mundo y de la realidad humana, como división en pueblos y naciones. Un principio de organización del derecho internacional. Un sentimiento o actitud emocional de adhesión a una nación. Una política activa que guía a los gobernantes hacia el aumento del poder y el prestigio de un Estado (no de la nación, hablando con propiedad) y la defensa de sus intereses por encima de cualquier otra consideración. Un movimiento social, en general organizado políticamente, tendente a alcanzar, mantener o reforzar a una nación como entidad soberana conformado desde muy pronto en pequeñas plataformas políticas, tienen un hecho cultural diferenciador: la lengua. Este nacionalismo se consolida a partir del desarrollo industrial, es decir, ya existía un barniz de pre-nación (al menos cultural), porque como bien señala Tusell, “la civilización industrial acelera el proceso nacionalista, pero nunca lo crea”.

El cuestionamiento de la nación española, por parte del nacionalismo sub-estatal, llevó a los políticos del siglo XIX a pensar algunas soluciones. Silvela, por ejemplo, planteó un sistema regional que no tuvo ninguna acogida. Tampoco fraguó, por la efímera existencia de la I República, el proyecto federal de Pi i Margall. Fue con la Segunda República, cuando tuvo lugar el intento más serio de solucionar el problema. El estado integral, que no era más que el reconocimiento de  una posible regionalización de España, se constituye como la raíz política del Estado de las Autonomías actual. El Estado Integral no salió del vacío. Fue fruto de un empeño muy serio de Manuel Azaña en solucionar el problema catalán, que era entonces el problema de los nacionalismos, puesto que el País Vasco, no se veía como una amenaza a la continuidad del Estado como en Cataluña. Pero no solo Azaña, también el socialista Jiménez de Asúa jugó un papel fundamental. Incluso Ortega, que algunos años antes había teorizado en España invertebrada y sobre todo, La redención de las provincias, contribuyó con sus debates con Azaña en el Parlamento a la construcción de ese Estado que, por otra parte, jamás aceptó la derecha cedista.

La dictadura franquista, reanuda el Estado centralista, tras el paréntesis del “Estado Integral” republicano. El régimen soslaya las peculiaridades históricas del país. Sin embargo, las naciones una vez creada no se desvanecen completamente, tiene en sí mismas un alto grado de diuturnalidad. En todo caso nación y nacionalidad como señala Fusi, “son mutables y están en continuo proceso de transformación”. No por capricho esquizofrénico, sino por la propia naturaleza social toda comunidad humana.

El Estado de las Autonomías actual, en realidad, era la única manera de asegurar la continuidad del Estado. No es algo que surja del vacío. Tiene su origen en el Estado integral de la Segunda República y se ha consolidado como una de las mejores construcciones de nuestra democracia actual. Tiene la virtud de enraizarse en un principio, según el cual, España como Estado, admite la existencia de otras identidades, es decir, concibe la pluralidad con el único límite de la equidad. Esa es una identidad nacional legal, constitucional, democrática, basada en la adhesión a las instituciones del sistema y en las experiencias políticas que éste genera.  Y, por supuesto, contó, como en la Segunda República, con el rechazo de la derecha a través de Alianza Popular.  Esta identidad del Estado autonómico es muy diferente, por lo tanto, del españolismo reactivo.

Trataré de explicarlo brevemente. Más allá de la justificación histórica antes expuesta, el sistema encuentra también legitimidad  en su propio funcionamiento. Los indicadores, nos dicen que este Estado ha logrado una más eficiente asignación de los recursos. Las Comunidades Autónomas presentan mejores resultados que el Estado centralista del franquismo. La educación, la sanidad, los servicios sociales, esto es, el Estado del bienestar, que es al final, lo que gestionan los gobiernos autonómicos, funciona notablemente mejor que hace 3 décadas.  Y funciona mejor en todas las regiones, en donde las diferencias se han acortado a través del fondo inter-territorial. El Estado de las Autonomías, ha sido pues una garantía para el desarrollo armónico de las regiones. Sin embargo, la crisis económica actual, ha llevado a algunos medios de comunicación de la derecha, a criticarlo, a ponerlo en cuestión, en alguna ocasión de una manera despiadada. Se dice que las autonomías despilfarran, que son inviables, que son incapaces de recortar el déficit. Este tipo de mensajes, lo único que pretenden es  una recentralización del sistema, es decir, una manera coartar la capacidad política de las autonomías,  porque subyace en la derecha la idea de la centrifugación del poder.

En estos momentos, se cuestiona la capacidad del Estado de controlar el gasto público autonómico. Está en vigor un sistema de financiación autonómica que, sustancialmente, permite a las comunidades disponer de unos ingresos en función del rendimiento de los grandes impuestos que pagamos todos. Incluso tienen la facultad de modificar algunos elementos de estos impuestos, y de crear o suprimir otros, en función de sus necesidades y prioridades. Sus gastos deben acomodarse a esos ingresos.

Y, ahora, cuando se han resentido los ingresos fiscales, a nadie debe sorprender que las comunidades deban ajustar sus gastos a los ingresos, mermados sustancialmente. Con el mismo automatismo con que sus ingresos crecían en épocas de bonanza. Y aquí acaba el problema, al menos institucionalmente. El resto es gestión, (que se puede hacer de muchas maneras, según prioridades e ideologías que entren en juego).

¿Y quién controla este proceso de ajuste? Ante todo, las propias instituciones autonómicas, sus Parlamentos, sus órganos de control, y finalmente sus ciudadanos, debidamente informados, que periódicamente exigirán cuentas de su gestión a los responsables autonómicos. Y, como parece el caso, cuando la situación pueda afectar al sistema financiero español en su conjunto, en uso de sus atribuciones constitucionales, al Estado.

Por tanto, suenan a vacías, a demagogia, a mirar hacia otro lado, las actitudes de echar la culpa a otros o de dar por inviable el sistema autonómico por prejuicios ideológicos. No debe extrañar por tanto que afirmaciones como la de recuperar competencias, o recortarlas, o hacer una ley no se sabe muy bien para qué, o decir que hay muchos funcionarios (lo cual es absolutamente falso), sean la manera de justificar o tapar malos gobiernos. Muestran por lo demás, actitudes de desconfianza o rechazo a un sistema de redistribución equilibrada del poder, pero también de equidad y de Estado de Bienestar. Y, por supuesto,  también de convivencia, o de querer poner límite a la capacidad de decisión de las autonomías. Y todo  por rechazar o no aceptar totalmente, la búsqueda del diálogo, el acuerdo negociado,  que es propio de este estado compuesto que tiene España - y que actuando de manera responsable, no haría más que consolidar una experiencia democrática-, e incluso bajo el discurso de la deslegitimación autonómica, de hacer recortes en prestaciones sociales. Es una pulsión por tanto autoritaria, pero también enormemente anti-social, la que trata continuamente de  deslegitimar este sistema que tanto  ha costado y  está costando construir. 

Estado autonómico y españolismo reactivo
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