viernes. 29.03.2024

España hiede

España hiede. La fetidez llega a Bruselas, a Berlín y más lejos, pero parece que el hedor todavía no molesta ni al Partido Popular ni al Gobierno; debe ser que nuestros actuales dirigentes no disponen de un olfato tan fino como el de nuestros socios europeos, o que, obedeciendo a un resorte darwiniano, se han adaptado a vivir con tufo.

España hiede. La fetidez llega a Bruselas, a Berlín y más lejos, pero parece que el hedor todavía no molesta ni al Partido Popular ni al Gobierno; debe ser que nuestros actuales dirigentes no disponen de un olfato tan fino como el de nuestros socios europeos, o que, obedeciendo a un resorte darwiniano, se han adaptado a vivir con tufo. De lo contrario no se entiende una postura tan contraria al proyecto de ley de transparencia y a mostrar las cuentas claras, cuando, obligados por la recesión, pedimos a la desconfiada Unión Europea que nos asista con fabulosas inyecciones de dinero.

Desde hace un tiempo, la ciudadanía, no toda claro, pero sí una buena parte, asiste indignada y perpleja al denigrante espectáculo de una corrupción que se extiende como un tumor, mientras se aprieta el cinturón para salir de la crisis. Cada día se conocen nuevos casos de la lacra, que afectan a las instituciones públicas, y aunque es innegable que la corrupción está bien arraigada en la sociedad -la economía sumergida se calcula en el 23% del PIB, con tendencia a crecer, y el fraude fiscal se estima en 80.000 millones de euros-, da la impresión de que España se corrompe sobre todo por arriba, por los estratos dirigentes de las instituciones.

Casi a diario se destapan nuevos casos de corrupción política y ramificaciones de la trama Gürtel, que apunta, presuntamente, a la financiación irregular del Partido Popular. Si en su día, la corrupción salpicó sobre todo al PSOE, el principal caso que afectaba al PP (caso Naseiro) no se pudo investigar por un defecto de forma, hoy es este partido el más afectado por casos de corrupción en casi todas las comunidades autónomas donde gobierna, aunque el PSOE no está libre de casos recientes (el ERE de Andalucía), ni tampoco otros partidos como Unión Mallorquina, Coalición Canaria o CiU.

En España, tierra pobre y propensa a la picaresca, que inspiró la literatura del Siglo de Oro y nutre el periodismo de hoy, la pequeña corrupción está muy extendida en los particulares -la trampa, la pequeña artimaña fiscal (la que Hacienda persigue con más saña), la treta en las facturas (¿con o sin factura?, ¿con IVA o sin IVA?)-, y está electoralmente avalada, pero es por arriba, donde debería ser mayor la exigencia de honradez y responsabilidad, donde las cifras dan vértigo por la evasión fiscal de la grandes empresas, por los engaños de los bancos, por la lentitud y la lenidad del aparato judicial con los poderosos y por los negocios montados al amparo del poder político que salpican a las más altas instituciones del Estado.

La corrupción anega al país, empezando por casos de particulares, pero mucho más grave, no sólo por la cuantía sino por la falta de ejemplaridad, es la corrupción surgida al amparo de las instituciones públicas, en particular las que representan la soberanía popular. Desde los particulares, empresas y entidades privadas (en su día la PSV, la cooperativa sindical de viviendas; hoy la organización patronal CEOE, salpicada por quien fuera su presidente); empresas públicas y semipúblicas, entidades financieras (Bankia como caso paradigmático), partidos políticos, gobiernos locales y autonómicos, la infección llega a las más altas instituciones del Estado, pues no se salvan ni el Ejército (aún colea el caso del Yak-42), ni la judicatura, ni la Iglesia, ni la Casa Real. Lo cual revela no sólo la “madera” de que está hecha buena parte nuestra clase política, sino la escasa utilidad de los mecanismos previstos para mantener la conducta de los gobernantes dentro de lo tolerable y, sobre todo, dentro de la ley, y su impotencia para controlar el destino de los fondos públicos.

La generosa autonomía de que dispone la clase política para gobernar sin dar explicaciones y para gastar dinero público sin contraer responsabilidades, ha ido sorteando uno tras otro los filtros establecidos para vigilar sus actividades y evitar las malas prácticas. Así, los ciudadanos asfixiados por los ajustes contra la crisis e indignados por las ingentes cantidades de dinero público destinadas a salvar bancos sin que se pidan explicaciones a sus responsables, se pueden preguntar de qué sirve el trabajo de interventores, de concejales y consejeros de Hacienda, de los parlamentos autonómicos, de los diputados del Congreso, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, del Tribunal de Cuentas, del Ministerio de Hacienda, del Banco de España o de la Fiscalía General del Estado, cuando no han podido evitar ni corregir el destino equivocado, el dispendio o el provecho privado de millones de euros de dinero público. Y extraen la lógica conclusión de que tenemos uno de los sistemas democráticos menos transparentes de Europa y de que la opacidad genera corrupción.

Como si alguien hubiera levantado la tapa del cubo de la basura, en muy poco tiempo han ido saliendo a la luz las peores consecuencias de nuestro modelo económico y las debilidades del sistema político. En los últimos quince años, hemos crecido mucho económicamente, pero hemos crecido mal; lo hemos hecho de forma desproporcionada y nos hemos escorado aumentando las asimetrías de nuestro modelo productivo y haciendo de la corrupción un factor dinámico del crecimiento, mientras los mecanismos que debían corregir ambos fenómenos -el crecimiento del sector de la construcción y la corrupción- resultaban ineficaces. La crisis ha sido el catalizador que ha revelado lo que permanecía en estado latente y ha mostrado los preocupantes signos que anuncian el simultáneo agotamiento del modelo económico y del sistema político surgido de la Transición.

Como un buque viejo, el régimen democrático hace agua y cruje por las cuadernas, pero el capitán no responde ni aparece por el puente, el contramaestre duda, la sentina apesta, la sala de máquinas está casi parada, pero a la marinería se le exige más esfuerzo para poner rumbo al desastre. Y ahí vamos: ¡A toda máquina!

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