Emergencia moral

NUEVATRIBUNA.ES - 19.5.2009 Hoy sabemos lo mismo que sabíamos el día antes de la imputación de Camps. Lo que ha sucedido es que el sistema judicial ha decidido tomar, inicialmente, lo sabido por cierto. Camps sigue siendo inocente penal, pero podemos, con más contundencia, pronunciarnos sobre la moralidad de los hechos conocidos.
NUEVATRIBUNA.ES - 19.5.2009

Hoy sabemos lo mismo que sabíamos el día antes de la imputación de Camps. Lo que ha sucedido es que el sistema judicial ha decidido tomar, inicialmente, lo sabido por cierto. Camps sigue siendo inocente penal, pero podemos, con más contundencia, pronunciarnos sobre la moralidad de los hechos conocidos. Podemos, digo, los ciudadanos, porque la tarea de los jueces es la que es, pero la condición de ciudadanía nos faculta plenamente para opinar sobre los asuntos públicos, sobre si el pastor es honorable guarda del rebaño o si ha optado por usar nuestras pieles para hacerse una zamarra. Que no nos engañen Camps y sus amiguitos. O, mejor dicho, que no nos sigan engañando, pues uno de los hechos más probados es que desde que emergió el caso “Gürtel” Camps ha mentido más que ha respirado. Insisto: dirán los magistrados lo que deban decir, pero, antes de ello, sabemos suficientes cosas como para entender que estamos inmersos en un clima de emergencia moral que exige soluciones rápidas para que esta podredumbre no nos contamine más, a todos y por mucho tiempo.

Si eso marca un límite entre moral y derecho, la frontera entre ética pública y política también es sinuosa, pues no podemos privar a la acción política –siempre que sea democrática- de su autonomía consustancial, si no es a riesgo de que los políticos emprendan cruzadas para imponer sus convicciones personales, su visión, por ejemplo, de lo que es pecado. Pero eso es una cosa y otra pretender erradicar de la vida política cualquier valor. No deja de ser una entretenida agravante simbólica que una de las plausibles fuentes de desvío de favores fuera la visita papal y los modelos que el Presidente se enjarretaba para las ceremonias vaticanistas. Lo digo porque desde su Mucha Honorabilidad nos ha venido dando prolíficas lecciones de moralina y unción cristiana, algo en lo que prosigue puntualmente el Conseller Cotino y su sagrada familia. La cosa, ahora, no sería más que mera anécdota si no fuera porque a ese sistema religioso particular hay que oponer una ética común penetrantemente laica, que se base en un supuesto muy sencillo, en unas admoniciones claras: ha preferido lo de algunos a lo de todos, ha preferido el fuerte al frágil, ha mentido donde un líder debe poner verdad. Y con ello ha atacado a la línea de flotación de la lógica del Estado social y democrático de Derecho, ese que suscita el consenso básico en que asentamos nuestra convivencia.

Por lo tanto, con la acumulación de circunstancias que incrementan el desvío ético, la responsabilidad que recae sobre Camps es especialmente intensa. Es responsable políticamente porque lo es éticamente, y ello no significa una confusión entre esos dos planos, sino, precisamente, que la política ha de reconocer que la ética tiene algo que decir en la democracia: aquello que distingue a ésta del uso y abuso del puro poder, lo que advierte que ni siquiera los votos lavan determinados extravíos, lo que reclama que los dirigentes políticos deben, incluso, actuar desde la presunción de que los ciudadanos van a mirarlos para aprender honradez. Suena esto raro hoy en día. Pero es en momentos de emergencia moral cuando hay que recordarlo. Porque, entre otras cosas, si no lo hacemos, si no alzamos la voz para gritarlo, muchos políticos tendrán la irresistible tentación de hacernos cómplices de sus tropelías, de argumentar que la mayoría de la ciudadanía tiende a la corrupción, ya que está dispuesta indefinidamente a no poner en cuestión a aquellos cuya vergüenza está fuertemente en entredicho. Y, así, mientras esperan una resolución judicial, nos condenan a todos a la culpa: los que toleran pasivamente no tienen presunción de inocencia.

No es ésta, ya, una “cosa de políticos”; no se trata de decir por enésima vez que “todos son iguales”. Debemos dejarnos de facilidades tan extremas, que tiempo habrá para acordar otras cosas o recordar otras situaciones. Lo esencial es que el puesto ahora en prevención absoluta, el que se ha pagado un sambenito con el dinero que se ahorró en trajes, es el President de la Comunidad Valenciana, quien tiene la mayor capacidad para tomar decisiones sobre nuestro presente y nuestro futuro. Ese es el que nos ha defraudado. A todos. A los que no le votamos y, sobre todos, a los que le votaron. Éstos no pueden refugiarse en que en alguna otra acera haya alguna muestra de turbidez ni, como quiso de manera deleznable un diputado del PP esta semana, argüir en su defensa cuentas del pasado. Eso se llama complicidad moral: la falta de otro no lava la propia.

Sé que es difícil que los dirigentes de los grandes partidos se despojen de ese truculento comportamiento que quiere resolver estos problemas con “y tú más”. Pero la sociedad civil, los informadores, los sindicatos, los empresarios –incluso los empresarios-, las organizaciones cívicas, los ciudadanos todos, no estamos sometidos a esa espesa contracción de la conciencia. O no deberíamos. Podemos pedir sin rubor, miedo ni reservas, la dimisión urgente del President Camps y de todos sus locuaces correveidiles, esos que, cuando encargan un traje, al parecer, lo primero por lo que se interesan es por el tamaño de los bolsillos. Pero que no se me entienda mal: lo de menos es el dinero que unos y otros han atesorado, esos centimillos que han metido en sus huevos Kinder de las sorpresas: la cuantía no importa. Lo grave, lo auténticamente grave, es que han robado la confianza en la democracia y en las instituciones. Para eso no hay condena judicial. Pero no puede haber perdón ético y cívico.

(Lo que tampoco perdono a Camps es que la obligación de escribir esto me prive de la oportunidad de haber dedicado este artículo a glosar la personalidad ética, cívica, democrática e intelectual de Carlos Castilla del Pino. Se ha ido de la Casa del Olivo: que permanezca como luz en una época de atropellos a la razón y a la sensibilidad).

Manuel Alcaraz Ramos es Profesor Titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Alicante y Director de Extensión Universitaria y Cultura para dicha ciudad. Ha militado en varias formaciones de izquierda y fue Concejal de Cultura y Diputado a Cortes Generales.