viernes. 29.03.2024

El verano peligroso de un país desecho de tienta

NUEVATRIBUNA.ES 02.08.2010En mi carnet de progre faltan dos estampitas: la del boxeo y la de la fiesta de los toros.
NUEVATRIBUNA.ES 02.08.2010

En mi carnet de progre faltan dos estampitas: la del boxeo y la de la fiesta de los toros. A mi otro yo cerebral seguro que le parece absurdo que le encuentre cierta mística a cómo dos fulanos se vapulean en un ring o como un tipo vestido con traje de lentejuelas y zapatillas de ballet se cree Teseo y está dispuesto a matar con un estoque al Minotauro con tal de rozar la gloria de un Mercedes, un chalet en el campo y dejar de ser robagallinas, contable o funcionario.

Me lo he hecho ver por algunos siquiatras, pero no hay manera. Ni a pesar de que me conste que muchos boxeadores terminan tan sonados como si fueran brokers o ex ministros. Ni a pesar de haber contemplado algunas faenas, en el estricto sentido de la palabra, que se convertían en una bárbara orgía de sangre y torpeza.

Es cierto que ya apenas frecuento las canchas y que soy cada vez más selectivo a la hora de acudir a una corrida. Pero no me engaño: mi imaginario evoca aquellos fabulosos crochets en blanco y negro en la televisión de mi infancia y sigo soñando con toros de ojos verdes como buscaba Fernando Villalón.

Vista la acritud que chorrea por los mass media, vivimos un verano más peligroso que aquel de 1959 cuando Ernest Hemingway recorría los ruedos españoles siguiéndole la pista a Antonio Ordóñez y a Luis Miguel Dominguín. Tras la prohibición de la fiesta taurina en Cataluña y las airadas reacciones que dicha decisión ha arrastrado, mi perplejidad sólo alcanza a considerar que el nivel de crispación de este país merecería que se le desechara para la tienta por su exceso de bravura y falta de codicia intelectual. Y que merece más respeto democrático la decisión de un Parlamento, por muy escasos de mística que anden sus señorías, que la tauromaquia, el boxeo o las garantías sindicales ante cualquier despido. En democracia, las decisiones mayoritarias marcan la pauta. Pero cualquier ciudadano en un país democrático tiene derecho, faltara más, a estar en profundo desacuerdo con tales votaciones y a exigir que las percepciones minoritarias también deban respetarse, siempre y cuando no vulneren los derechos humanos.

¿Son aplicables estos derechos a los toros y a los animales en su conjunto? Parece que no. De hecho, si no se exige su estricto cumplimiento respecto a las personas, mucho queda para que la protección de la Declaración Universal alcance a otros reinos de la naturaleza. Existen sin embargo leyes frente al maltrato de animales, perfectamente definidas en diferentes cuerpos legislativos. A veces, ambos mundos se solapan: todavía recuerdo el gesto agrio de Artur London, aquel heterodoxo comunista torturado por el estalinismo, cuando un alcalde del PCE, con la intención de agradarle, le ofreció asistir a una corrida de toros durante su retorno a España en 1979.

Pero también cabría preguntarnos cuáles son las dimensiones del mal trato. Hace años, por ejemplo, España abolió las peleas de gallos, una práctica para la que seguimos exportando esos pequeños gladiadores de pico y plumas. Para ello, existen riñas legales pero sólo al objeto de tienta en nuestro país. En Cuba, tras la revolución, ocurrió algo similar, aunque clandestinamente sigan circulando apuestas en los tentaderos similares a los de España. Ni que decir tiene que las autoridades vigilan para que dichas actividades no tengan lugar en Estados Unidos, pero déjense caer por Little Havana y por otros lugares de Miami donde hay galleras secretas manchadas de sangre. Por no hablar de los países donde sigue siendo legal esos combates a muerte: desde Venezuela a Colombia, donde el coronel todavía no tiene quien le escriba, desde Filipinas a México. Hay familias paupérrimas que ahorran en alimentación lo que invierten en aceites para sus pollos, que son mimados hasta el momento de la verdad. Tendríamos que recurrir probablemente al Dr. Doolitle para hacer hablar a los protagonistas reales de dicho negocio y que nos explicaran si prefieren esa muerte a porfía o ser simplemente decapitados con mayor o menor pericia por un carnicero o por un padre de familia.

Los partidarios de la fiesta taurina deberían ser más cuidadosos a la hora de elegir sus argumentos: en estos días, en esta controversia, hemos oído y hemos leído pronunciar en vano el nombre de la libertad o del holocausto. Pero también los detractores de la tauromaquia tendrían que definir claramente qué es lo que les empuja a ellos. Supongo que se basarán, porque yo siento lo mismo a pesar de mis contradicciones, en que resulta difícil aceptar que la muerte pueda convertirse en espectáculo, como ocurre en algunas ejecuciones públicas en países tan distantes física y espiritualmente como Estados Unidos, donde hay estados a los que se admite espectadores para la ejecución de la última pena, o su práctica habitual en Irán, Somalia, Tailandia o Corea, ante una muchedumbre y dicen que a efectos ejemplarizantes.

Pero que nadie se engañe: salvo en el caso de los sementales, el destino de las reses, bravas o no, suele ser el matadero. Y cierto que hay diferencias a la hora de procurar la muerte en dichas instalaciones, desde el golpe seco por el que el animal se supone que apenas sufre, a la electrocución. Por no hablar de otros rituales como el de ahogar a los cerdos en agua caliente como se ha demostrado que llegó a ocurrir en Iowa o en Nebraska, o golpear a los pulpos para ablandar sus respectivas carnes.

En un matadero, el animal contempla la muerte del congénere que le precede. O la huelen. O la oyen. Se ponen nerviosos y los empleados también, por lo que no resulta extraño que lleguen a golpearles. O pretendan aturdirles. Por ejemplo, mediante la utilización de las llamadas pistolas de bala cautiva, que se dispara contra la cabeza del animal aunque no es infrecuente que el vástago no de en el blanco y el sufrimiento se prolongue. Tampoco la electricidad es infalible. En principio, se supone que les provoca un ataque epiléptico que permite degollar al animal sin dolor alguno, pero existen informes científicos que avalan la hipótesis de que si los amperios son insuficientes, el animal no pierde de todo la sensibilidad y asiste impertérrito a su degüello.

Por no hablar de algunas matanzas rituales en la que los animales se encuentran plenamente conscientes cuando los carniceros les cortan las carótidas. A veces, debido al flujo sanguíneo de las arterias vertebrales de la parte posterior del cuello, pueden seguir vivos y perceptivos durante un largo minuto mientras se desangran.

Curiosamente, esa hipótesis contradice la creencia generalizada en el mundo judío y en el mundo islámico. El ritual del sacrificio kosher en las comunidades hebreas requiere que las aves de corral y mamíferos deben morir por un corte rápido a través del cuello con una navaja o cuchillo afilado. Esta técnica, llamada Shechita, sigue la ley judía y garantiza el sufrimiento de los animales es mínimo. En el ámbito musulmán, tal cual, el sacrificio del animal se debe realizar mediante una rápida incisión con una cuchilla afilada en la espalda, cortando la yugular y la carótida, pero dejando intacta la espina dorsal, a fin de lograr un mayor drenaje e higiene de la sangre, lo que según sus partidarios lograría minimizar el dolor y la agonía de los animales sacrificados.

En cualquier caso, nadie habla tampoco de los métodos de inmovilización que a veces se utilizan, como los de colgar animales vivos boca abajo y a veces sujetos por una sola pata, lo que suele conllevar rotura de huesos antes del sacrificio. Hace diez años, la opinión pública estadounidense se indignó con las imágenes obtenidas en un matadero de IBP y que un periodista de Seattle describió con las siguientes palabras: “El vídeo muestra vacas caídas por el suelo que son pisoteadas y arrastradas, otras son torturadas con aguijones eléctricos. Una vaca ha caído y los operarios le clavan una aguijón eléctrico en la cabeza, a continuación se lo colocan en la boca. Otras vacas cuelgan de cadenas, totalmente conscientes, parpadeando y coceando. El trabajador que grabó el vídeo comentó que una vaca había llegado ya al puesto donde les cortan las patas. ‘Sería horrible que alguien te cortase la pierna sin anestesia”.

El variable concepto de protección animal ha llevado a distintos países a firmar protocolos de sacrificio humanitario que son aplicables a buena parte de los mataderos del mundo occidental. Pero su incumplimiento menudea, tal y como demostró Gail Eisnitz en su libro “Matadero”, publicado en 1997. O reportajes como “Carne moderna: una cosecha brutal”, publicado por The Washington Post, en 2001 pero que ya no se puede consultar en su hemeroteca electrónica, podía leerse el siguiente reportaje sobre algunos crueles incumplimientos de dichas normas:

“Son necesarios 25 minutos para transformar un novillo vivo en un filete en el moderno matadero en el que trabaja Ramón Moreno. Durante 20 años, su puesto fue “asistente de despiece”, un trabajo que conlleva cortarles el corvejón a las reses muertas a medida que van pasando vertiginosamente a un ritmo de 309 por hora. En teoría, el ganado debería llegar muerto al puesto de Moreno. Pero en demasiadas ocasiones este no era el caso.

“Parpadean. Emiten sonidos,” decía Moreno en voz baja. “La cabeza se mueve, los ojos están muy abiertos y miran a su alrededor.”

Aún así, Moreno cortaba. En días malos, dice, docenas de animales llegaban a su puesto claramente vivos y conscientes. Algunos sobrevivían hasta el cortador de colas, el destripador, el desollador.

“Van muriendo,” decía Moreno, “trozo a trozo”.


O habría que prohibir definitivamente esos procedimientos, o habría que vender entradas en los tendidos para disfrutar con semejante degollina.

Suele decirse que la mayor parte del ganado que pasta actualmente en nuestras dehesas se destina a los mataderos y no a las plazas de toros. Pero los resultados económicos de una o de otra práctica son inversamente proporcionales. Sin la fiesta taurina es muy probable que estas explotaciones fueran claramente deficitarias. ¿Sería posible un compromiso ecológico por parte de los grandes partidos para financiarlas con cargo a los Presupuestos Generales del Estado y así garantizar su preservación y evitar al mismo tiempo su compraventa para la lidia? Me temo que no, por lo que no cabe descartar que el ganado de bravo, de proscribirse definitivamente las corridas como ocurrió sin tanto revuelo en Canarias en 1991, terminara malviviendo en el arca de Noé de los zoológicos.

Frente a tanta estridencia en este debate, malicio que todavía podríamos encontrar puntos de acuerdo a fin de acercar posturas en vez de extremarlas. ¿Por qué no abrimos un contraste de opiniones en torno a los actuales tercios, desde el de banderillas a la pica y al de la muerte? En Portugal, se mantiene la fiesta con todo su colorido y tradición, sin llegar a matar en público. ¿Evita ello otros aspectos que suelen denunciarse desde la ecología convencional? Probablemente, no, pero ahí hay un territorio en el que unos y otros podemos acercar posiciones. También cabe establecer mayores sanciones que las actuales ante las imprudencias temerarias, felonías y psicopatías de algunos toreros más asesinos que matadores y que por falta de valor o de pericia, terminan convirtiendo la presunta fiesta en evidente carnicería.

Pero antes de todo, ¿por qué no legislamos en contra de otro fenómeno aparentemente asumido por la opinión pública española, dentro y fuera de Cataluña? Los correbous, por ejemplo, pero también los toros del aguardiente, los embolados, los ensogados, la festa do boi, el toro de La Vega, las sueltas de toros y vaquillas con autorización o sin ella, para escarnio, humillación y maltrato de los mismos. Ahí no creo que nadie sea capaz de hablar de mística, ni de arte. Solo de barbarie.

Juan José Téllez es escritor y periodista, colaborador en distintos medios de comunicación (prensa, radio y televisión). Fundador de varias revistas y colectivos contraculturales, ha recibido distintos premios periodísticos y literarios. Fue director del diario Europa Sur y en la actualidad ejerce como periodista independiente para varios medios. En paralelo, prosigue su carrera literaria como poeta, narrador y ensayista, al tiempo que ha firmado los libretos de varios espectáculos musicales relacionados en mayor o menor medida con el flamenco y la música étnica. También ha firmado guiones para numerosos documentales.

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