miércoles. 24.04.2024

El reino de los brutos

NUEVATRIBUNA.ES - 27.10.2010He de reconocer que me crié en un ambiente asilvestrado que todavía guardo en la memoria como algo parecido a un paraíso-infierno perdido. Un pueblo viejo, rodeado de enormes y bellísimos árboles improductivos, acequias y albaricoqueros. Para llegar al Instituto era preciso atravesar –pantalón corto en ristre y hielo sobre los muslos invernales- media huerta, saltar azarbes y pisar el barro.
NUEVATRIBUNA.ES - 27.10.2010

He de reconocer que me crié en un ambiente asilvestrado que todavía guardo en la memoria como algo parecido a un paraíso-infierno perdido. Un pueblo viejo, rodeado de enormes y bellísimos árboles improductivos, acequias y albaricoqueros. Para llegar al Instituto era preciso atravesar –pantalón corto en ristre y hielo sobre los muslos invernales- media huerta, saltar azarbes y pisar el barro. Entonces –últimos sesenta primeros setenta- llovía, y llovía mucho en aquel pueblo atrasado, desangrado por la emigración, del Noroeste murciano. Difícil sustraerse a la naturaleza, a los árboles, a la tierra, a las montañas, al clima, a la busca y captura de culebras, ranas y alacranes. Aprendimos antes a manejar el tirachinas que el lápiz, a trepar que a cantar los gloriosos himnos, a jugar a la pídola que el francés que nos enseñaba una vieja y buena profesora llamada Doña Encarna, la única de su edad y de su sexo. Acostumbrábamos, con nuestro tirador, a destruir las pocas bombillas que iluminaban las calles abarrancadas dónde era más fácil romperse la crisma que caminar; nos tirábamos guijarros a la cabeza para delimitar terrenos y le dábamos patadas a un viejo balón de goma sin aire, durante horas y horas, hasta el oscurecer. Mi cabeza tiene todavía tres o cuatro huellas imborrables de aquellos combates salvajes que nadie impedía: Éramos hombres, por eso nos ponían pantalones cortos cuando hacía bajo cero, por eso íbamos a aulas exclusivas de machos, por eso no llorábamos o si lo hacíamos –que humillación- era a escondidas.

Buenos camaradas, guardábamos el rencor generado por las derrotas y las pedradas para aquel momento descrito por Cervantes en que Dios ayuda a los buenos cuando son más que los malos. Y, en nuestra camaradería, aprendimos a economizar las palabras en un alarde de modernidad que para sí quisieran los inventores de abreviaturas de hoy. Hartos de insultar al enemigo ocasional –el repertorio caravaqueño era muy amplio- decidimos comprimir las palabras convirtiendo una de nueva creación en la más ofensiva de cuantas manejábamos: Camahi. Fácil de adivinar, el acrónimo camahi estaba compuesto por las primeras sílabas de las palabras cabrón, maricón e hijo de puta, la primera en referencia al hombre que al modo del apuesto macho de la cabra decían portaba cuernos sobre su cabeza fruto de las relaciones sexuales mantenidas por su mujer con otra persona, preferentemente varón, ajena al matrimonio; la segunda, clara alusión despectiva a la condición de una persona que tiene relaciones sexuales con otra del mismo género, y la tercera, término cariñoso para describir al nacido de una mujer que comercia con su cuerpo. La acuñación de aquella nueva palabra tuvo tanto éxito y fuerza que, en un principio, su uso quedó sometido a unas reglas según las cuales sólo se aplicaría en casos de fuerza mayor como chivarse a un profesor, traicionar al grupo o mostrar debilidad pertinaz. Atendiendo a un gesto de caballerosidad impagable, el apelativo nunca se aplicaría a mujeres, niños ni viejos. Con el tiempo, muy poco tiempo, las reglas se relajaron y de ella fueron víctimas muchos de los profesores que creían que la letra entraba con sangre, cuando la verdad es que la sangre sólo servía para que la mayoría de mis compañeros apaleados abandonasen los estudios a temprana edad previa preceptiva venganza consistente en rallar la carrocería del coche del docente, esperarlo a la puerta de casa o apedrear los cristales del Instituto. Evidentemente, unos y otros éramos unos machos, iletrados, legos en casi todo, pero unos machos, aunque como es natural de entre tantos, salió alguna criatura solitaria medianamente preparada por su particular tesón y el esfuerzo pedagógico ímprobo de algún profesor infiltrado y querencioso.

Viene todo esto a colación de la sarta de animaladas que últimamente vienen soltando algunos personajes conocidos de la derecha hispana como Pérez Reverte, el autor de gárgaras y bilis o el ginecólogo vallisoletano de Botella. Tras leer esta última andanada barriobajera, chusca, violenta y reaccionaria, no he podido evitar recordar aquellos años “maravillosos” de mi educación franquista y machuna, no por qué el buen escritor e insultador profesional llamado Pérez Reverte (Don Arturo) no tenga derecho a expresarse como le venga en gana dentro de la Ley, sino porque su forma de hacerlo como periodista no es más que el resultado de aquella educación que yo también conocí en mis carnes y a la que él atribuye su buen hacer literario y el de otros escritores de su generación. Gustoso, le cedo, sin ningún interés material, el uso de aquel acrónimo que salió del patio de mi instituto caravaqueño, extendiéndose después a muchos cuarteles de las provincias murciana y cartaginesa para mayor gloria de las letras patrias y de la testosterona ibérica. Como bien es sabido, algunos creen que el sable es la otra cara de la pluma. Y no es que me moleste lo más mínimo leer como Pérez Reverte (Don Arturo) insulta al que apetece, sobre todo si no es de su cuerda, ni como llama hijosdeputa una y otra vez a los ciudadanos del paciente país que le tiene que soportar sin que nadie le haya partido la cara todavía, ni su desprecio hacia la política, que es la continuación de la guerra pero sin disparos, ni su patrioterismo decimonónico, ni su todos fueron iguales, ni la chulería soberbia que impregna de principio a fin sus artículos, es que creía que esas formas eran parte de nuestro pasado más canalla. Y no, no me la cojo con papel de fumar. Como dije al principio, me crié en tiempos salvajes que creía superados, al menos por la gente que presume de vivir arriba por méritos propios.

Respecto a los otros, el falangista enchufado de Esperanza Aguirre y el Alcalde electo de Valladolid, Sr. León de la Riva, poco más que añadir a lo que ellos mismos han dicho. Sin duda, en ese país civilizado que presuntamente añora Pérez Reverte (don Arturo), esos señores tendrían que responder ante la justicia por sus palabras y sus actos. Ni dios sabría de ellos. Insultar gravemente, de modo sexista y machista, rufianesco, a una persona cualquiera desde la impunidad que en este país creen disfrutar algunos tipos es regresarnos a periodos en los que casi todos éramos súbditos y las mujeres algo menos. Lo del falangista, cuestión de código penal, no merece ni una sola palabra más.

Evidentemente, los exabruptos, burradas y provocaciones que últimamente salen de la hiel de algunos individuos no son novedad en España, sino la continuación de una tradición ancestral que consiste en poner los huevos encima de la mesa, dejando el cerebro y el corazón colgados en la percha que hay a la entrada. Se trata, sin duda, de un atavismo racial que yace en el subconsciente y el consciente de algunas personas que quieren que la brutalidad sea el motor de nuestras vidas y nuestra convivencia. Pobre gente.

Pedro L. Angosto

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