jueves. 28.03.2024

El poder

El día 15 de octubre leí en la edición impresa de un diario lo siguiente: “El presidente del PP, Mariano Rajoy, ofreció ayer otro ejemplo de su poder cada vez más absoluto en el PP”. Me parece que es un buen comienzo para reflexionar sobre el poder y otros males que aquejan a esta especie nuestra.

El día 15 de octubre leí en la edición impresa de un diario lo siguiente: “El presidente del PP, Mariano Rajoy, ofreció ayer otro ejemplo de su poder cada vez más absoluto en el PP”. Me parece que es un buen comienzo para reflexionar sobre el poder y otros males que aquejan a esta especie nuestra. Todo el que tiene poder lo ejerce en la medida de sus posibilidades, lo que convierte al poderoso en una persona admirada y envidiada por la sumisa sociedad que le rodea. El poder va de la mano de la sumisión. Ambas pasiones son la cara y la cruz de una misma moneda, son la muestra más evidente de una sociedad enferma, de una sociedad enajenada. Los individuos de una sociedad mentalmente sana no tendrían la necesidad de vincularse con otros seres vivos a través de estas dos lacras. Como decía mi siempre admirado Eric Fromm: “sólo hay una pasión que satisface la necesidad que siente el hombre de unirse con el mundo y de tener al mismo tiempo una sensación de integridad e individualidad, y esa pasión es el amor”, pero esa transformación de poder y sumisión por amor está lejos de ser una realidad en sociedades como éstas. En consecuencia, cualquier alternativa que intente sustituir a la situación vital que sufrimos debe de contemplar en su ideario la desaparición del poder y de la sumisión, pero, por desgracia, al poder actual sólo es posible combatirlo con otro poder, es decir, es necesario luchar en su terreno.

El término poder tienen varias acepciones en cualquiera de los diccionarios o enciclopedias que lo recogen, pero en ninguna de las definiciones aparece la palabra temor. Sin embargo, el poder está ligado al temor por el daño que el poderoso pueda ocasionar a los que están bajo su dominio. Así el trabajador tiene el temor a que su patrono le despida, el patrono tiene miedo a que los trabajadores hagan huelga, el procesado a que el juez le condene, el militante del PP a que su jefe no le integre en las listas, etc., etc. Por lo tanto, en este mundo que hemos construido (o que nos han fraguado), todas las decisiones, sean de mayor o menor envergadura, están condicionadas por las relaciones de poder.

En el ámbito del actual sistema socioeconómico, el poder, con mayúsculas, adquiere diferentes formas, y lo ostentan sólo unos pocos que, de una u otra manera, ejercen su dominio de manera permanente sobre los sectores sociales más numerosos. El poder real es el poder económico, el de los que disponen de los bancos, de las empresas, en suma, del dinero, del capital; es a lo que en otras épocas, sin complejos, se les llamaba clase dominante. El poder económico se blinda con otros poderes de segundo orden: el poder político, el poder judicial y el poder mediático. Ese poder principal otorga a los agentes de esos otros poderes dependientes una serie de beneficios y prebendas que son por todos conocidos: tareas sencillas y sin control laboral, elevados ingresos frente al salario de los trabajadores, proyección social, etc. La misión fundamental de todos estos poderes es la de mantener un sistema de clases, de ricos y pobres, de clases privilegiadas y no privilegiadas, intentando alejar a las mayorías de su triste realidad. Y bien que lo consiguen. La sociedad está dormida, en la creencia de que viven en el mejor de los sistemas: consumen mientras pueden, votan y están embriagados con la abultada oferta de medios de comunicación. Con todo ello, los de arriba han conseguido borrar por completo de las mentes algo tan elemental como es la dinámica mediante la cual el mundo se ha ido desarrollando. La población se ha olvidado de algo tan real como que “la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases” ( Marx y Engels, 1848).

Este éxito de los que mandan ha calado tanto, y en tantos sectores sociales, que, incluso, muchos de los que se dedican a criticar la situación actual, o a buscar nuevas vías de convivencia, se han olvidado de que es inútil e ineficaz combatir contra el sistema a base de paños calientes. Tanto algunos líderes sociales e intelectuales con cierto predicamento social, como todos sus seguidores, son incapaces de entender que las peticiones y solicitudes de mejora a los que tienen el poder, o los enfebrecidos discursos críticos, se reducen a simples deseos, pero no tienen eficacia alguna. Para ilustrar esto que digo haré referencia a un párrafo de uno de los textos que he leído en esta última semana. Entre tantas y tantas propuestas de cambio que allí se hacen, destacaré alguna de ellas: “hay que garantizar que la gestión económica de nuestros recursos se lleve a cabo mediante procedimientos democráticos” (sic). Esto y un ingente número de peticiones de este tipo se convierten en un simple regalo para el oído de unos colectivos que quieren escuchar estas cosas, pero se quedan sencillamente en papel mojado.

Las circunstancias que rodean al tipo de vida que transcurre a lo largo de estas últimas décadas -empapado en el consumo, la deuda y la distracción- han profundizado en el olvido de que el poder no se cede por aquellos que lo ostentan, ni se elimina por meras solicitudes. El poder se arrebata al que lo tiene, y después se destruye. Se ha olvidado que en estas sociedades sigue vigente la lucha de clases. Lucha de clases significa el enfrentamiento permanente de intereses de dos grupos antagónicos, aunque los de un lado, hábilmente, proporcionen “pan y circo” al contrario para distraerle de su realidad. En consecuencia, para arrebatar el poder a los que ahora lo ostentan, es imprescindible contar con otro poder que, al menos, atemorice, o haga tambalear, a los que ahora nos controlan y nos dominan. Esa es la única manera de combatir, y de cambiar el rumbo de la vida de las sociedades de nuestro entorno. Sé que es muy difícil deshacer entuertos, pero no me cansaré de decir que las declaraciones, las peticiones, las manifestaciones masivas son totalmente ineficaces, ¿qué daño les pueden hacer?. Es inevitable pensar que se ríen de nosotros cuando llevamos a cabo alguno de esos actos; que nos permiten hacer eso para que nuestras energías deriven por esas vías, y no por otras que sí les podrían perjudicar; por eso ahora estamos lejos de hacer realidad ese poder real que nos permita luchar contra el injusto. En épocas pasadas lo tuvimos. Tuvimos fuerza, luchamos y vencimos en la medida en que conseguimos lo que queríamos: mejoras salariales y mejoras en las condiciones de trabajo. No fuimos capaces de dar el salto hacia un sistema diferente porque los intereses inmediatos no se canalizaron hacia intereses de clase; la responsabilidad habría que atribuírsela fundamentalmente a los grupos dirigentes, pero también a la falta de madurez revolucionaria de la clase trabajadora. La mejora de las condiciones de vida dio lugar al abandono de la lucha reivindicativa, lo que permitió que la correlación de fuerzas volviera a ser favorable a los de arriba. A raíz de ese momento, se encargaron de desmantelar a los partidos políticos y a los grupos que podrían haber protagonizado un cambio definitivo. La situación actual deriva hacia posiciones de mayor precariedad y pérdida progresiva de los derechos y de las mejoras conquistadas en épocas anteriores, ¿será necesario alcanzar cotas de miseria y pobreza superiores a las de hoy día para que en un ambiente de agitación social surja una verdadera fuerza revolucionaria con poder?. Eso está por ver.

El poder
Comentarios