viernes. 19.04.2024

El Metro y yo

NUEVATRIBUNA.ES -24.11.2010Estación del Clot. Entro en el metro en una mañana lluviosa en Barcelona. Reconozco que me encanta viajar en metro, zambullirme por las entrañas de mi ciudad y ver como la vida pasa a mi alrededor con miles de sueños flotando en la atmósfera.
NUEVATRIBUNA.ES -24.11.2010

Estación del Clot. Entro en el metro en una mañana lluviosa en Barcelona. Reconozco que me encanta viajar en metro, zambullirme por las entrañas de mi ciudad y ver como la vida pasa a mi alrededor con miles de sueños flotando en la atmósfera. Entro en el primer vagón, me sitúo en uno de los asientos laterales, morados y largos, donde uno tiene una panorámica en la que puede observar todo lo que acontece a su alrededor, al no haber separaciones entre vehículos. Como siempre, abro mi libro. Nueva York de Edward Rutherfurd. La apasionante historia de la ciudad desde los indios que habitaban sus tierras vírgenes y los primeros colonos holandeses hasta los dramáticos acontecimientos del atentado del World Trade Center.

Levanto la vista pasados unos minutos y me maravillo en la cantidad de personas tan diferentes que me encuentro a mi alrededor. Mujeres perfectamente maquilladas que, embutidas en abrigos señoriales, se dirigen a su puesto de trabajo. Turistas que, presos de amor por la ciudad, se cantonean y no paran de mirar sus guías, dejando entumecer su psique de fotos emocionales inolvidables. Con todo, me detengo en la conversación de dos mujeres. Una de ellas está embarazada y le confiesa a la otra que no sabe si quiere abortar. De repente, ensimismado en las emociones que me producen esas palabras, me entran unas ganas inmensas de abrazarla y decirle que no lo haga, que no está sola, que hay recursos, que la vida que late en su vientre merece vivir para, entre otras cosas, tener la oportunidad de amar, de equivocarse o de acertar, como ella.

Veo a personas rotas por la crisis conversando acerca del futuro. Y en ese momento me niego a aceptar que la crisis haya dilapidado tantas vidas y haya arrojado al paro a cinco millones de personas en los últimos años. Me niego a que haya tantos hogares con todos sus miembros sin trabajar y sin cobrar ninguna prestación. Trabajadores de la construcción y de la industria con toda la vida por delante y sin esperanza de recolocación, mujeres solas y sin ingresos con hijos a su cargo, inmigrantes que dejaron atrás sus países en busca de una vida mejor y que ahora tienen que regresar por la puerta trasera, hombres separados y personas mayores. Personas, en definitiva, que se cruzan diariamente en el metro conmigo y que viven su tragedia en silencio.

Veo a mujeres musulmanas que esconden su mirada y que sueñan, como yo, con un futuro sin cárceles de tela. Veo a hombres y mujeres que callan, jóvenes que tienen pequeños o grandes secretos escondidos tras esos abrigos y que miran hacia delante. Después, vuelvo a bajar la mirada para seguir leyendo. La levanto de nuevo ante la llegada de una pareja de ecuatorianos que entonan Noche de Ronda y entonces, en ese momento, me acuerdo de la letra y pienso que las rondas no son buenas para nadie, que yo no estoy triste y solo y que me gustaría abrazar a todos.

Y así, entre vidas con ausencia, entre vidas paralelas y vidas cruzadas, entre historias latiendo tras la máscara del silencio, el metro se detiene en la estación de Urquinaona. Me aproximo hacia la puerta para esperar la apertura automática con la intención de bajarme. Se abren las puertas y me detengo ante los carteles publicitarios que se muestran con el esplendor caricaturesco del bombardeo continuo de mensajes. Tras diversos carteles de todos los partidos políticos al uso, después de miles de euros gastados y desperdiciados con mensajes vacíos y promesas incumplidas, un cartel me confunde y me hace sentir que tal vez la política tiene una faz positiva: el cartel electoral del PACMA, el Partido Animalista de España. Y de repente, siento que por primera vez miles de personas verán en estos días que existe una corriente que aboga por los Derechos de los Animales. Y que quizás empiecen a pensar, atraídos por esos carteles incómodos, en aquello que se esconde detrás de los hábitos de nuestra vida. Conocerán, tal vez, que millones de animales mueren diariamente, muchos de ellos solos, aterrorizados, esperando su turno en el matadero mientras ven morir a los que están por delante en la fila, sin conocer, probablemente su negro destino. Vidas que valen más muertas que vivas. Entenderán, quizás, que otros muchos mueren en laboratorios, víctimas de una ciencia inconsciente que antepone los beneficios económicos al interés por los experimentos alternativos. Reflexionarán, tal vez, con la vergüenza de que millones sean asesinados y despojados de su piel para convertir los armarios en cementerios, en nombre de la diosa Vogue y en una haute costure absolutamente innecesaria, cuya falta de ética es comparable a su chulería por no querer utilizar alternativas sintéticas.

Pensarán, probablemente, que a qué viene semejante cartel cuando ya se han abolido las corridas de toros en Cataluña, sin saber que para nuestro holgorio y para simbolizar nuestra parte más sádica, morirán más animales en ruedos todavía no abolidos y en fiestas que, en nombre de la cultura, algún Dios, alguna Virgen y la tradición creerán tener patente de corso para torturar a inocentes animales indefensos. Olvidan, tal vez, que Cataluña no es inmune al martirio animal y que los Correbous es una cacicada bárbara adornada con estelada y a ritmo de garrotín.

Abrirán los ojos, además, a lo que ocurre en circos, zoológicos y acuarios. Animales que viven en la depresión, enjaulados y recluidos como pasatiempo humano, condenados por no pertenecer a nuestra especie humana.

Sin embargo, despierto y vuelvo a mi realidad, sin perder las esperanzas en las utopías. Porque, ¿quién duda que las utopías sirven para caminar y preparar el futuro?

Así que me quedo observando las reacciones de la gente al cruzarse con el cartel. Percibo la indiferencia propia de personas cansadas de la casta política, jóvenes que se miran el cartel con desconcierto. Otros con admiración y sonriendo. Sin embargo, dos señores, envueltos en un traje negro azabache, se miran el cartel y al unísono exclaman que “sólo nos faltaba que votaran los animales. Se empieza por esto y luego algunos querrán que vayan al cine.” Me hubiera gustado que se detuvieran y poder conversar pausadamente con ellos, explicarles que cuando hablamos de derechos de los animales, no se están reclamando derechos humanos para ellos. En ese sentido, y por poner algunos ejemplos, ¿qué sentido tendría que los animales pudieran acudir a ejercer el sufragio universal, ir al cine, como decían, o cobrar un subsidio por desempleo? A la sazón, lo que algunos reclamamos son unos derechos fundamentales que merece todo ser vivo: el derecho a la vida, a la libertad y a no ser torturados. Sin embargo, me callo.

Y me callo, muy a mi pesar, porque discutir no va conmigo y porque estamos tan ocupados con nuestros objetivos a corto plazo y, en muchos casos, tan intrascendentes que no vemos más allá de nuestra burbuja. Así que tras la reflexión, mis ideas se tornan a lo político. Pienso que somos como peleles, que ignoramos la mitad de lo que pasa en el mundo, que no somos conscientes de lo fosco de la idiosincrasia humana y creemos vivir en un mundo de colores, cuando en realidad vivimos aborregados por el sistema. Y esto es lo que busca nuestra clase política convencional. Sólo las sociedades manipuladas, en las que se intenta que sus ciudadanos vivan en la ignorancia, son las que mantienen a su casta dirigente en el poder ad aeternum. Y ya sabemos que en épocas de medias verdades, contar la verdad es un acto revolucionario. De esto se hizo eco George Orwell en su excelente novela 1984.

Winston Smith es un funcionario del Departamento de Registro del Ministerio de la Verdad, que sarcásticamente es el organismo facultado para falsear la realidad y manipular la opinión pública.

Tras años trabajando para el Ministerio de la Verdad, Winston Smith se convence de la gran farsa en la que se basa su gobierno y revela la falsedad intencionada de todas las informaciones procedentes del Partido Único. Así que se rebela contra todo. Pero él solo no conseguiría nada. Al fin y a la postre, piensa que si todo el proletariado se rebelara contra el Partido podrían acabar de una vez por todas con el Gran Hermano. Es decir, el poder. Pero todo estaba demasiado controlado, hasta introdujeron un nuevo idioma, la neolengua para poder eliminar palabras como amor, o sentimientos. De este modo la gente se olvidaría de ellas. La desinformación y la manipulación para mantenerse en el poder. ¿No es evidente la similitud de nuestra sociedad actual con el grueso de ideas que se muestran en la novela de Orwell? Absolutamente. Por tanto, ¿cómo se puede extrapolar esto a la lucha animalista? Apostando por los pequeños cambios individuales. La lucha colectiva para acabar con la tortura animal empieza con la lucha individual, practicar la empatía, intentar leer emocionalmente a los demás. Y eso, en definitiva, es lo que intento hacer cada día en el Metro. Ponerme en el lugar de los demás. Al final, la vida, como dice Chavela Vargas, es la conjunción de las simples cosas.

Javier Montilla - Periodista y escritor

Blog: jmontilla.blogspot.com

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