viernes. 29.03.2024

El ciclo revolucionario mexicano

NUEVATRIBUNA.ES - 3.5.2010Cuando comparamos el escenario colombiano de hace unos años con el mexicano actual, precisábamos las diferencias entre la violencia de ambos casos.
NUEVATRIBUNA.ES - 3.5.2010

Cuando comparamos el escenario colombiano de hace unos años con el mexicano actual, precisábamos las diferencias entre la violencia de ambos casos. Grosso modo, la violencia de Colombia era una violencia múltiple, en que la provocada por el narcotráfico y la delincuencia se encontró con una considerable violencia política ya existente; mientras que en el caso mexicano la violencia era eminentemente delincuencial, sin reivindicaciones políticas y con grupos guerrilleros menores. Perfiles diferentes.

Quedémonos con esa idea de la diferencia, porque a riesgo de parecer contradictorio, me gustaría explorar un escenario en el que la violencia política es protagonista. Este año, 2010, se comienza a elucubrar sobre la posibilidad (en algunos círculos es un acto de voluntarismo mientras que en otros es una advertencia) de que exista un estallido de violencia en México, en una suerte de continuación de un ciclo revolucionario que habría comenzado en 1810 y continuado en 1910.

Aunque se trate de una mera conjetura, la idea sirve como provocación para pensar ciertas cosas, porque finamente, ¿qué es una revolución sino un estallido de violencia, y de violencia eminentemente política?

¿Historia cíclica?

Desde que nace como Estado, el décimo año de cada siglo en México ha estallado una revolución armada. En 1810, el país declara su Independencia de la Corona Española, dando inicio una lucha que dejaría cientos de miles de muertos, en su mayoría indígenas, y que culminaría en septiembre de 1821. Cien años después inició la Revolución Mexicana contra la dictadura de Porfirio Díaz, la primera y una de las más grande revoluciones agrarias del siglo XX, una guerra civil que costaría más de un millón de muertos y que sería el sustrato ideológico del régimen del PRI por décadas.

Que estas fechas sean una simple coincidencia numérica o una verdadera medida del metabolismo político del país, como dice John Ross en “Counterpunch”, aún está por verse (en 1810 y 1910 los comienzos de ambos procesos fueron en los últimos meses del año). Lo que es innegable es que hay sectores de la población que manifiestan un deseo de que la historia sea cíclica. Tres ejemplos:

Desde hace tiempo, en las calles de las principales ciudades del país hay pintadas con el rostro de Emiliano Zapata (flanqueado por dos rifles) que rezan: “Nos vemos en el 2010”. No sólo en las paredes encontramos esta figura. Diego Osorno, joven periodista quien cubrió los sucesos de Oaxaca en 2006 y realizó una estupenda crónica de los mismos en un libro, escribía que a donde quiera que fuera durante el transcurso de dicho conflicto, se encontraba con la mirada del líder agrarista hecha insignia. A veces como pancarta tras la que marchaban miles de personas.

También desde el mundo académico hay voces que ponen el acento en las coincidencias entre lo que ocurrió en 1910 y 2010. El historiador José C. Briones en el libro “Crisis del Estado: México 2006” no duda en comparar las dos épocas: así como hace un siglo la paz de la dictadura de Díaz se quebró por las jornadas de lucha de diversos sectores de los trabajadores, entre las que destacaron las huelgas de los mineros en Cananea en 1906 y de los trabajadores textiles en Río Blanco en 1907; en el sexenio de Calderón las luchas de los trabajadores en Lázaro Cárdenas y Pasta de Conchos, los ejidatarios de Atenco, la población en Oaxaca (habría que agregar ahora la de los electricistas del SME y de nuevo la de los mineros en Cananea), han marcado la resistencia de los de abajo. Todo esto en un ambiente que oficialmente es festivo. Festejando un (bi)centenario en el que la autoridad tiene cuidado en dotar de un papel menor en importancia a la Revolución frente a la celebración de la Independencia. Celebrar un orgullo “mexicano” (de postal) y no ahondar en las causas que generaron las dos luchas armadas (muchas de ellas, intocadas).

Finalmente, en este mismo sentido se halla el testimonio de Juan Caballero Vega. Este hombre de 109 años, veterano de la Revolución (se unió a los 14 años a la fuerzas de Villa), acaba de fallecer en Monterrey en un asilo de ancianos hace apenas unas semanas. El anciano revolucionario se dio tiempo para dar una entrevista a la revista “Proceso” en enero de este año en la que enfatizó: “Estamos rumbo del carajo, no vamos nada bien. Estamos peor que en 1910. Hace cien años la gente de alguna forma tenía para comer en el campo. Hoy eso se acabó, ya no hay campo y en las zonas urbanas hay hambre y desolación”.

Condiciones necesarias, no suficientes: lecciones de la violentología

Pues bien, para calibrar la posibilidad de este estallido, entre lecturas he encontrado material que puede ser de utilidad: un artículo del profesor Francisco Gutiérrez Sanín, de la Universidad Nacional de Colombia en “Análisis Político”, dedicado a hacer un repaso crítico de los aportes que ha dado para la comprensión de la situación colombiana una disciplina que se ha tenido a bien llamar violentología.

Si bien Gutiérrez comienza estudiando “las cuentas y los cuentos” que se han hecho en relación a la relación entre inequidad y violencia, termina por decantarse por la explicación multicausal, y aventura tres condiciones que le parecen necesarias para explicar por qué en algunos sitios existen niveles tan altos de violencia política:

1)La relación inequidad y violencia, que existiría , aunque entendida como una tendencia, una proclividad ( no implica que siempre a mayor desigualdad, en un caso puntual, tenga que haber mayor violencia política); 2)la presencia del narcotráfico, pues tras la guerra fría algunos de los países latinoamericanos se involucraron en otra guerra internacional, la del narco, lo que en Colombia de hecho mantuvo viva la guerra anterior; y 3) el carácter semirepresivo del régimen, dándose una relación de “U” invertida entre el grado de apertura/represión y el nivel de violencia encontrado: si el régimen es completamente abierto a las demandas de la oposición esta tenderá a utilizar los canales institucionales/pacíficos y habrá poca violencia política, y si se trata de un régimen totalmente represor, la protesta violenta tendera también a ser mínima, porque dicha acción conlleva costes muy altos (quizá la propia vida). De tal forma se alcanzaría el punto máximo en los regímenes semirepresivos, donde Gutiérrez ubica a Colombia… y donde también estamos nosotros. Porque en México estas tres condiciones están presentes.

En México, con una desigualdad estructural, esta sólo se trata con paliativos, y parece que el debate sobre una política económica redistributiva está fuera de moda, mientras que los impuestos regresivos lo están más que nunca. En el tema del narco, no cabe duda que la estrategia actual de militarización de la lucha contra los cárteles ha generado una escalada de violencia considerable; y por último, la continua exclusión y criminalización de gran parte de la oposición, de la crítica, de la movilización y protesta social nos ubica también en la posición de régimen semirepresivo, especialmente ahora, tras el fin del autoritarismo priista.

De nuevo, se trata de una tendencia, no es una condena pero si una probabilidad y una constatación de que las condiciones para un estallido de violencia política existen (tome la forma de una Revolución en 2010 o cualquier otra). Usando una metáfora médica (tan populares como peligrosas) Gutiérrez escribe que “tener inequidad, semirepresividad y narcotráfico es respecto a la violencia política como ser fumador, sedentario y consumidor de grasas saturadas respecto del infarto. No necesariamente te va a dar uno, pero si te da nadie se va a extrañar”.

“No necesariamente te va a dar uno...”

De hecho, hay voces desde la izquierda que desestiman la posibilidad de un estallido social o que considerándolo posible, aconsejan prudencia. Por distintos motivos. Hay por ejemplo trabajos de sociólogos como Nelson Arteaga Botello que dan cuenta de lo cada vez más insensibilizada que se encuentra la sociedad mexicana ante la desigualdad y de la extensión de un sentimiento que la legítima, que desactiva el potencial que esta característica de la estructura socioeconómica tiene en términos de un eventual estallido. Por otro lado, existen escritores como Herman Bellinghausen, de “La Jornada”, quien advierte que el tema de un estallido en 2010 es y será usado como pretexto para profundizar en la militarización del país y la criminalización de la protesta social. Y finalmente, el propio Ejército Popular Revolucionario (guerrilla del sur del país), que desde las páginas de “El Insurgente”, su medio de comunicación, estimó que aunque parece que las condiciones objetivas para hacer una Revolución en 2010 existen, las fuerzas subjetivas que pueden llevarla a cabo no están cohesionadas ni consolidadas, lo que haría una revolución posible pero no probable.

Estemos o no en el preámbulo de una nueva revolución este año, se esté a favor o en contra de ese pronóstico, por lo que creo útiles todas estas ideas es porque señalan hacia donde debería dirigirse la discusión y los esfuerzos de reforma en México. Qué debería ser la prioridad en la agenda política si lo que de verdad se quiere es que tengamos una democracia sostenible: trabajar para reducir la lacerante inequidad, descriminalizar sin excepciones la protesta social y los remanentes represores del régimen y cambiar una estrategia antidroga que engendra más y más violencia. Todo esto además de las “reformas políticas” (puntuales, electorales, casi técnicas )que se han propuesto. Estamos advertidos. Y al final la comparación del principio podría servirnos para mucho.

César Morales Oyarvide - Politólogo mexicano.

El ciclo revolucionario mexicano
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