miércoles. 24.04.2024

El camino inverso al liberalismo

La derecha política ha defendido históricamente con ahínco que las sociedades democráticas lo eran por su condición de liberales, es decir la libertad individual era condición indispensable para la democracia. El liberalismo clásico consideraba que solo eran sujetos de derechos aquellos que tenían algo que defender porque lo poseían.
La derecha política ha defendido históricamente con ahínco que las sociedades democráticas lo eran por su condición de liberales, es decir la libertad individual era condición indispensable para la democracia. El liberalismo clásico consideraba que solo eran sujetos de derechos aquellos que tenían algo que defender porque lo poseían.

No puede decirse lo mismo de la izquierda que no ha opuesto a esta filosofía con igual o parecida contundencia que precisamente las sociedades democráticas, lo son, porque dejan de ser liberales, y conceden una dimensión colectiva y universal a derechos que hasta ese momento eran derechos nominales.

Esa extensión esa universalización de derechos son las verdaderas señas de identidad de las democracias occidentales, de tal manera que podría decirse que liberalismo y democracia son términos políticamente antitéticos.

Las sociedades democráticas son superadoras del liberalismo clásico en cuanto a su capacidad y su apuesta inclusiva y extensiva de derechos, a saber; el derecho a la vida, a la salud, a la educación, al trabajo, a pensar libremente y a la libertad de pensamiento, derecho a la movilidad a una muerte digna. Derechos todos ellos que se ejercen de forma individual pero que se expresan a través del conjunto, que como ya manifestara Heráclito, es mucho mas que la suma de las partes.

De acuerdo con lo anterior a comienzos del siglo XXI, las sociedades occidentales o son liberales o son democráticas no es posible mantener el binomio que de forma interesada la derecha política hacía aparecer como indisoluble.

Otra cosa muy distinta es el debate en torno a si las sociedades democráticas son o no plenamente democráticas, siendo cada vez más evidente que de acuerdo con sus principios de inclusión y extensión, lejos de alcanzar su plenitud, retroceden al liberalismo de principios del XIX, recorren el camino inverso, que consiste en depositar de nuevo en la órbita de los derechos individuales, lo que fue capaz de traducir en derechos colectivos.

La izquierda minusvalora el problema cuando manifiesta que la derecha liberal está desmantelando el Estado de Bienestar, (expresión institucional del ejercicio colectivo de los derechos), simplemente la derecha lo está trasvasando sin ningún rubor, precisamente en beneficio de aquellos que menor dependencia tienen de él, bien por medio de la transferencia de la seguridad pública a distintas formas de seguridad privada -por primera vez el Estado renuncia al ejercicio del monopolio de la violencia y convierte la seguridad en un bien privado que solo algunos pueden adquirir- bien por el adelgazamiento de las potentes redes de salud y educación que las sociedades democráticas habían convertido en sus verdaderas señas de identidad y que hoy están seriamente amenazadas de reconversión por la vía de los servicios complementarios ofertados por entidades de gestión privada a los que las clases medias creen poder acceder por si solas, sin intuir siquiera, que esa oferta sustituye en peores condiciones de calidad a la garantizada por el Estado a través de su capacidad redistribuidora de los recursos procedentes de los impuestos de todos los ciudadanos.

Esa carrera la de la provisión individual de bienes básicos de consumo que hasta hace poco tiempo garantizaba el Estado, es una carrera que no tiene fin, a cada etapa le sucede otra de mayor esfuerzo y la meta nunca se divisa en el horizonte.

De nuevo el camino inverso de la democracia al liberalismo por el que las elites económicas podrán disfrutar en exclusiva de los beneficios que hasta ayer mismo, correspondían a la mayoría.

Más grave si cabe, es la renuncia abierta de las sociedades democráticas a incluir y gestionar los derechos básicos de ciudadanía de la diversidad que representa el acontecimiento de la inmigración, para la que a todas luces los Estados-Nación no están preparados.

El acontecimiento no es nuevo, es tan antiguo como la historia de los hombres, pero en un mundo “mundializado”, en el que la Modernidad ha pulverizado las relaciones espacio-tiempo, la pervivencia, la intensificación de las fronteras físicas que impiden la libre circulación de aquellos que mas la necesitan, es sencillamente insoportable.

Sociedades como la nuestra que analizan el acontecimiento de la inmigración como si de el resultado de una cuenta de pérdidas y ganancias se tratara no merecen el calificativo de sociedades democráticas.

Si hasta hace muy poco la calidad de las sociedades democráticas estaba en entredicho por su incapacidad para cumplir con su función de representación de los intereses de la mayoría y de los mecanismos para ejercerla. Hoy este debate se antoja un debate estético, frente a la renuncia a garantizar la inclusión de todos sus miembros especialmente la de los inmigrantes.

Los inmigrantes de ahora reclaman para sí, los mismos derechos que los obreros de principios del XIX conquistaron al liberalismo para el disfrute de la mayoría, los derechos políticos de participación y de representación. Los mismos obreros que reproduciendo el comportamiento de las elites de entonces se resisten a su conquista.

La democracia de principios del XXI involuciona hacia los salones privados de la burguesía tradicional, espacios donde poder dedicarse con exclusividad a sus negocios. El espacio público, una instancia construida por todos donde acudían los ciudadanos para encontrar satisfacción a los derechos básicos que no podían cubrir por sí mismos, se difumina como los círculos concéntricos que describe la piedra en el estanque, cada circulo es una frontera que empuja al siguiente hasta que el último desaparece en el horizonte.

La izquierda política europea incluida la española tras el espejismo de la última legislatura, no parece tener capacidad de reacción ante este proceso de involución y da la sensación de que su objetivo fuera que se haga ordenadamente no vaya a ser que provoque alguna convulsión no prevista en los sacrosantos espacios de sus Estados-Nación.

En lo que hace referencia a la izquierda social, parece haber adoptado una actitud de permanente expectativa, contemplando inerme como los trabajadores van quedando en la cuneta en la carrera en solitario hacia un logro ficticio que por si mismos jamás podrán conseguir, la máxima parece haberse cambiado “a cada cual según su resistencia”.

Basta comprobar la respuesta a dos hechos puntuales muy recientes y de enorme trascendencia, las directivas europeas de jornada máxima y de expulsión de inmigrantes “irregulares”, para certificar que también la izquierda social es hoy más liberal que democrática.

La situación ofrece síntomas de alarma y los liderazgos para hacerla frente no invitan precisamente al optimismo.

  • Coordinador de proyectos europeos de CC OO de Madrid

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