jueves. 25.04.2024

El apellido de Dalilah

NUEVATRIBUNA.ES - 15.7.2009¿Se han fijado en que los moros no tienen apellidos? La opinión pública española llora la muerte de Rayan, el hijo prematuro de Dalilah, la joven marroquí a quien le cabe el dudoso honor de ser la primera persona muerta como consecuencia de la gripe A en España. Todos, comenzando por los medios de comunicación, nos hemos compadecido de ese doble drama y llorado sinceramente con su padre Mohamed.
NUEVATRIBUNA.ES - 15.7.2009

¿Se han fijado en que los moros no tienen apellidos? La opinión pública española llora la muerte de Rayan, el hijo prematuro de Dalilah, la joven marroquí a quien le cabe el dudoso honor de ser la primera persona muerta como consecuencia de la gripe A en España. Todos, comenzando por los medios de comunicación, nos hemos compadecido de ese doble drama y llorado sinceramente con su padre Mohamed. ¿Por qué no les llamamos con su nombre completo, como llamamos a los muertos españoles en las páginas de sucesos, de sociedad o de nacional si es que toca un maldito atentado de ETA? ¿Por qué no nos acostumbramos a llamarle Mohamed Mimouni, que es como le llaman? ¿Por qué no le respetamos su nombre completo, si es lo único que le queda de su realidad de hace apenas veinte días?

Dalilah Mimouni tiene otros hijos aparte de Rayan, fallecido por un trágico y horrible horror en el hospital donde tenían que cuidarle. ¿O es que no han visto a su madre, o no han visto a su suegra expresándose en un envidiable español, allá en su aldea de Rincón de Mdiq teñida por el luto? Los hijos, los hermanos, los padres de Dalilah son los últimos mohicanos del protectorado español en el norte de Marruecos. En ellos, no sólo en la joven muerta, no sólo en el desesperado esposo, en el padre lleno de rabia, alienta o, mejor dicho, alentaba, una extraña confianza en su antigua metrópolis, más allá de los litigios por Ceuta y Melilla o la pintoresca guerra de El Perejil.

España dejó Marruecos en 1956, tras la independencia de eso que el tópico identifica como el reino alauita de la misma manera que si un imposible sinónimo de España fuera el de reino borbónico. Y cuando digo que dejó Marruecos, quiero decir que lo dejó en un sentido lato, definitivo, entregado a su suerte, encogiéndose de hombros sobre el futuro que le sobrevino luego: el olvido y la masacre a manos de Hassan II, aquel tirano al que nuestros gobiernos y la Casa Real llamaban hermano cuando a él le gustaba una sangre bien distinta a la de la familia, esto es, la de su propio pueblo.

Desde Tetuán a Tánger, desde Nador a Larache, aquel Marruecos español se sigue resistiendo a dejar de serlo a pesar de que durante mucho tiempo nuestras autoridades se desentendieron sobre su suerte. Hasta 1992, por ejemplo, España invertía más fondos perdidos a efectos de solidaridad en Guinea que en la franja que lleva desde Marruecos a Libia. Cierto es que hemos ido corrigiendo esa dejación, ese escalofriante hastío colonial que nos llevó a abandonar a los rifeños y a los pobladores del norte de dicho país, justo en el momento en que Rabat también decidió dejarles de la mano de Dios o de Alah. Eso les supuso años de retraso: para ellos y para el resto del país que también acumulaba una postergación de años.

En los últimos tres lustros, los españoles y quienes nos representan hemos corregido en cierta medida esa querencia por la desmemoria de nuestro pasado, esa rendición sin condiciones ante el neocolonialismo francés que sigue siendo el principal socio y el principal aliado de Marruecos en Europa. Hemos cooperado tanto que no sólo le hemos hecho el harakiri a nuestra flota pesquera sino que hemos contribuido generosamente a levantar las actuales grúas del superpuerto de Tánger. Aunque a algunos les cueste trabajo hacerlo, a efectos oficiales ya aceptamos que la geografía es tozuda y que Marruecos está ahí; no nos negamos a que cuenten con un estatus especial respecto a la Unión Europea e incluso servimos de padrinos a nuestros vecinos del sur.

Pero el problema que nos sigue distanciando de Marruecos más allá de esas once millas de distancia que marca el Estrecho, no estriba en los vacuos discursos oficiales y en la solemnidad de la macroeconomía. Estriba, sencillamente, en pequeños gestos y distancias cotidianas, un cierto recelo colectivo que a veces no nos permite distinguir a los individuos bajo el bosque de los tópicos. De ahí que me parezca terrible que no recordemos el apellido de Dalillah, ni el de Rayan. ¿Quién va a llorar sinceramente a Dalilah o a Rayan si desconocemos sus nombres completos? ¿Cómo era ella, qué soñaba? ¿En qué limbo andaba su bebé cuando una negligencia acabó con su tiempo?

El mejor modo de guardarles luto y rendirles el testimonio que merecen es el de estrechar lazos con el resto de su pueblo. Quizá así nos perdonen que no sólo ignoremos su identidad sino el mal fario que les condujo hacia la muerte en un país que habían elegido como aquella apacible segunda patria que tal vez estudiaran en los libros del colegio. Aquel lugar supuestamente generoso y cómplice del que habrían oído hablar a sus mayores, de cuando aquellos viejos tiempos del Protectorado.

Juan José Téllez es escritor y periodista, colaborador en distintos medios de comunicación (prensa, radio y televisión). Fundador de varias revistas y colectivos contraculturales, ha recibido distintos premios periodísticos y literarios. Fue director del diario Europa Sur y en la actualidad ejerce como periodista independiente para varios medios. En paralelo, prosigue su carrera literaria como poeta, narrador y ensayista, al tiempo que ha firmado los libretos de varios espectáculos musicales relacionados en mayor o menor medida con el flamenco y la música étnica. También ha firmado guiones para numerosos documentales.

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