jueves. 28.03.2024

Con Francia en el corazón

Un día de julio de 1939, recién acabada nuestra guerra y renovado el terror con fiereza nunca vista, paseaban por la orilla izquierda del Sena Manuel Azaña y Carlos Esplá.

Un día de julio de 1939, recién acabada nuestra guerra y renovado el terror con fiereza nunca vista, paseaban por la orilla izquierda del Sena Manuel Azaña y Carlos Esplá. Amigos íntimos y pergeñadores de la España democrática que nació y se proyectó en 1931, ambos se quejaban amargamente de lo que había ocurrido en su país, de la ola de brutalidad que asolaba las tierras de España y amenazaba con barrer a Europa del mapa del mundo civilizado. En un momento, al divisar el Puente nuevo, la cúpula del Instituto, la Asamblea, el Louvre, uno de ellos, emocionados los dos, dijo: “Hemos perdido todo cuanto teníamos y esperábamos para nuestra patria, hoy destruida por la barbarie, con los bárbaros subidos a las torres más altas y antiguas de nuestro suelo, blasfemando contra la inteligencia, contra el progreso…, nos queda Francia, todavía nos queda Francia para volver a ser lo que quisimos y nunca fuimos… Pero si se pierde Francia bajo las botas de los mismos bárbaros, todo habrá acabado…”. Continuaron hablando de aquel sueño que nació en abril de 1931, de la intransigencia y la sinrazón de quienes prendieron las llamas y ahora se encaminaban hacia el corazón de una Europa que había enfermado de “apaciguamiento” dejando en soledad a la democracia española. Al rato, enmudecieron, y sentados en un banco, echaron un último vistazo al paisaje de la razón hecho piedra. Dos meses después, los nazis entraban en París y Europa ardía, también, por los cuatro costados.

La revolución francesa no ocurrió en 1789, eso es sólo una fecha. Después Francia regresó al absolutismo durante buena parte del siglo XIX, un siglo preñado de revoluciones que avisaban a los poderosos de que aquella fecha no se olvidaba y a principios del XX, con la III República fue, de verdad, cuando los principios enunciados por los revolucionarios del XVIII se plasmaron en leyes como la de laicidad, de protección laboral o los impuestos a los más ricos. Después, ya sabemos, dos guerras mundiales y la posguerra en la que el miedo a la URSS obligó a montar el estado del bienestar que hoy están demoliendo para convertirlo en negocio.

François Hollande ha ganado las elecciones presidenciales francesas. Hijo de un miembro de la OAS –ultraderecha francesa- y de una Trabajadora Social de inclinaciones socialdemócratas. Hollande fue un buen estudiante de Derecho en su primera juventud próximo a las organizaciones juveniles comunistas. Tranquilo y sereno, culto y trabajador, Hollande se crió en las faldas políticas de Jacques Delors y François Mitterand, de quién fue asesor económico. Después de pasar por diversos cargos en la Administración socialista de Mitterand, Hollande dirigió al Partido Socialista y llego a la candidatura a la Presidencia por su partido tras unas elecciones primarias abiertas y ejemplares que renovaron el muy vetusto aire político europeo. Empero, más allá de su valía como político, de su capacidad, de su voluntad, de la esperanza que su victoria abre a millones de europeos ahogados por las políticas ultraconservadoras, Hollande, desde hoy mismo, ha contraído una responsabilidad histórica para la que va a necesitar además de toda la panciencia y preparación que le achacan, la fuerza y el valor de enfrentarse cara a cara, sin remilgos, tal como prometió en campaña, al enemigo principal de España, de Francia y de Europa: La Banca y los poderosísimos grupos especulativos surgidos en su entorno mundial que han aprovechado la crisis para doblegar al poder político y malear la democracia hasta convertirla en una especie de dictadura mercantil.

Hollande puede hacer dos cosas, una: Optar por la política de apaciguamiento, de llevarse bien con los desvalijadores, de no asustar, de coexistir, al modo de lo que hizo Chamberlain durante la Guerra Civil española al dejar en soledad al Gobierno democrático de España frente al nazi-fascismo, esperando a que escampara y no le salpicara. Sería el final de la socialdemocracia y de Europa; la otra, cumplir con las promesas que viene haciendo desde las primarias socialistas: Regresar al espíritu de la República francesa: Libertad, igualdad, freternidad y propiedad, sí, pero sometida al interés general; no dejarse llevar por los sondeos de opinión que indican que la xenofobia da votos, imponer una tasa a las transacciones financieras internacionales caiga quien caiga, porque además de servir para recaudar recursos para el sostenimiento del común, es la única manera de controlar que hacen los que odian la democracia verdadera con el dinero, a qué juegan; restablecer la soberanía del poder político sobre todos los demás poderes e, inevitablemente, decirle a Ángela Merkel que la contrarrevolución ultraconservadora se ha terminado, que la chinatización de Europa no tiene futuro ni en China ni en Europa, que ha llegado el momento de parar esa ola infernal que comenzó hace treinta y tres años en Estados Unidos y Reino Unido y de regresar al corazón de la vieja Europa, esa que nació con Pico de la Mirandola, Ficcino, Ariosto, Las Casas, Valdés, Cervantes, Erasmo, Galileo, Voltarie, Rousseau, Kant, Hegel, Marx o el “Tigre” Clemenceau.

La tarea es ardua, dificilísima, la ciudadanía europea está perpleja, huye de los informativos como de la peste, esconde la cabeza bajo las almohadas, esperando que a él no le toque, pero todas las alarmas están encendidas y las sirenas hace meses que suenan avisando que algo grave está pasando y algo más grave está por venir. Los bancos europeos están en quiebra y se han tragado muchísimo más dinero del que hace falta para que todos los europeos tengan un trabajo y una vida digna, pero peor estábamos tras terminar la Gran Guerra y la II Guerra Mundial que empezó en España. El principio de legalidad tiene que volver a estar encima de todos los despachos de los poderes europeos, la ley es igual para todos y es menester depurar las responsabilidades: Lo que ha ocurrido es terrible, se ha jugado con la vida de millones de personas, con su trabajo, con su porvenir, con su libertad, con sus derechos, y alguien tiene que pagar por todo ello. No podemos seguir sentados todos en la misma mesa.

Dicen que Hollande es un tibio, no lo creo y no lo espero, porque hace falta mucho valor para en estas circunstancias presentarse a la presidencia de la segunda nación más poderosa de Europa. La ambición humana no tiene límites, pero tampoco la esperanza. Esperemos a Francia con tanto amor como necesidad.

Con Francia en el corazón
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