viernes. 29.03.2024

Codicia y evolución, un cuento del mañana

Epifanio Rubio nunca habría salido de su remota aldea incomunicada si los estragos de la edad no le hubiesen impelido a ello. Era feliz, no porque tuviera mucho, sino porque necesitaba muy pocas cosas, una petaca con  picadura de tabaco, unos leños para la lumbre, cuatro tomates, harina, algunos embutidos de la matanza, legumbres, pimientos secos, aguardiente de la casa y unas hogazas de pan que guardaba en la artesa liadas en una manta alpujarreña.

Epifanio Rubio nunca habría salido de su remota aldea incomunicada si los estragos de la edad no le hubiesen impelido a ello. Era feliz, no porque tuviera mucho, sino porque necesitaba muy pocas cosas, una petaca con  picadura de tabaco, unos leños para la lumbre, cuatro tomates, harina, algunos embutidos de la matanza, legumbres, pimientos secos, aguardiente de la casa y unas hogazas de pan que guardaba en la artesa liadas en una manta alpujarreña. No era un monje budista ni un trapense, todo el día sentado con las piernas cruzadas, mascullando oraciones, Epifanio Rubio era capaz de coger su yunta de mulas y, guiado por el sol y las estrellas, atravesar en línea recta, subiendo montes, atravesando valles y barrancos, la distancia que había entre Alcoberas y el Campo de Cartagena, algo más de doscientos kilómetros. Echaba su temporada de siega y se volvía por donde había llegado, justo a tiempo de enfrascarse el traje –que era el de la boda- y acudir a correr las vaquillas del pueblo, tarea por la que era famoso en toda la comarca debido a los requiebros corporales que daba a las embestidas de las bestias.

A los ochenta y tantos comenzaron a flaquearle las fuerzas. Marchó al pueblo buscando la atención de los sobrinos, que lo querían pero no hasta el punto de cargar con él. Epifanio Rubio estaba acostumbrado a dejar lo que le sobraba en los ribazos y cornejales de los bancales. No sabía de cuartos de baño. En cuanto llegó al piso de acogida sintió ganas. Su sobrina, atenta, le dijo que pasara al aseo. Epifanio, turbado, así lo hizo, cerró la puerta y soltó el vientre sobre el bidet. Era el choque de civilizaciones. Cuando entró la sobrina quedó horrorizada, llamó a su tío y le explicó, nerviosa ante el porvenir, para que servía cada trasto del aseo. Epifanio asintió, pero creo que sin enterarse.

Un día de verano, estaba la familia viendo el telediario. Epifanio, entre asombrado y aburrido ante aquel aparato que se presentaba en su vida por primera vez, dijo que claro, eso sería muy divertido para los del pueblo, pero que él no conocía a nadie y no entendía nada. Veía la tele como una ventana que da a la calle. Al acabar el telediario, pusieron una película de vaqueros, Epifanio se tiró al suelo al oír los primeros disparos: -Venga echaros, que la guardia civil está persiguiendo a los gitanos, no vaya a ser que os peguen un tiro.

Intentaron llevarlo al hogar del pensionista y durante unos meses estuvo jugando al julepe con algunos de su edad, pero aquello no era lo suyo. De seguida cogía cualquier camino y se ponía andar para su tierra siguiendo el rumbo de los astros. A veces logró hacerse más de veinte kilómetros de una sola vez. El pueblo era demasiado grande para él, había demasiados carros, luces, bullicio, cosas, hacía falta dinero para todo. Pícaro e inocente al mismo tiempo, hizo saber a sus sobrinos que en los muros de su casa había empotrado más de dos mil monedas del tío sentao. Un día, cuando un buen hombre se ofreció a llevarlo de visita a su aldea, se encontró con que habían picado todas las paredes en busca de un tesoro que sólo existió en su cabeza. Todavía hoy, hay quien sube a esas remotas tierras con un pico y una pala.

Epifanio nunca supo del valor del dinero, pero sí que no se podía confundir valor y precio, que las personas y la naturaleza estaban antes que el dinero, que la codicia era el peor de los pecados mortales. Asediado por los familiares que lo querían heredar antes de muerto, por las costumbres para él insanas de la ciudad, salió una noche, cuando todos dormían, rumbo a Alcoberas. Tardó tres días en llegar y ya nadie pudo sacarlo de allí. Arrendó unos prados a unos pastores amigos a cambio de que le proporcionaran lo que necesitaba para vivir. Arrastrando una pierna y la cabeza, Epifanio regresó a su rutina, volvió a ser feliz con su lumbre, sus cigarros de picadura, su vaso de vino y sus judías pintas estofadas. Un día los sobrinos, preocupados por su suerte –España ya era un país desarrollado, muy desarrollado-, fueron a verlo. Hablaron poco. Epifanio ya no estaba para muchas monsergas, su cabeza viajaba del presente al pasado con una velocidad de vértigo. Al despedirse, uno de los sobrinos, concretamente Juan, que era programador de ordenadores, sacó una caja y le regaló un teléfono móvil: -Usted no puede estar aquí sólo, así que con este teléfono podremos estar en contacto. En cuanto se fueron, Epifanio echó el aparato a la lumbre.

Murió a las pocas semanas, a los noventa y seis años de edad, porque le dio la gana. Antes de que la tierra cayera sobre sus huesos, tres de sus sobrinos acudieron a reconocer las propiedades inmuebles que legaba: Su casa, el prado y un bancal con agua de dos o tres hectáreas situado en la falda de un monte lleno de nogueras: Al cabo de dos años habían cortado las nogueras y construido doscientos dúplex con piscina, spa, salas de padel y una cuadra de caballos para pasear. Se olvidaron de que en Alcoberas no siempre llueve a gusto de todos, es decir que llueve irregularmente, que hace mucho frío nueve meses al año y que habían roto un trozo de Edén. Lograron vender veinte o treinta casas, pero ni una más. Al poco todo estaba abandonado. Dicen que fue por una maldición que contra quien tocase las nogueras había lanzado Epifanio, al que nadie veía pero todos saludaban, pues sabían que seguía sentado en su silla de anea debajo del olmo que había junto a su casa. Hoy son muchos los filósofos que coinciden con Epifanio, la codicia es un atributo de quienes ocupan un lugar muy bajo en la escala de la evolución humana. Es posible que no hayamos avanzado todo lo que se dice, que no nos hayamos alejado tanto como creemos de nuestro pariente el mono, que nos quede muchísimo por aprender.

Codicia y evolución, un cuento del mañana
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