miércoles. 24.04.2024

China: de país saqueado a banquero mundial

Bajo la dinastía Manchú, que conformó un imperio en China desde el siglo XVII hasta 1912, el país-continente desarrolló una organización política basada en un organismo centralizado, el Gran Consejo, que tramitaba los asuntos militares y políticos del Estado bajo la supervisión directa del Emperador. Los funcionarios (burócratas) principales en la capital tenían tanto un jefe chino como manchú.

Bajo la dinastía Manchú, que conformó un imperio en China desde el siglo XVII hasta 1912, el país-continente desarrolló una organización política basada en un organismo centralizado, el Gran Consejo, que tramitaba los asuntos militares y políticos del Estado bajo la supervisión directa del Emperador. Los funcionarios (burócratas) principales en la capital tenían tanto un jefe chino como manchú.

China era entonces un país totalmente marginal para el escenario internacional. Era una civilización aislada (milenaria y rica, por supuesto, pero irrelevante). Y, precisamente ese hecho, fue aprovechado por las potencias coloniales (especialmente Japón), pero también otros países europeos que, ante la imposibilidad de una colonización y control efectivo de un solo país, decidieron repartirse zonas de influencia. Por este motivo, el poder de la dinastía Manchú fue, progresivamente, debilitándose cuando la población percibió que el imperio era incapaz de sostenerse. De manera que el siglo XIX estuvo caracterizado por un rápido deterioro del sistema imperial y un crecimiento continuo de la presión extranjera desde Occidente y más tarde desde Japón. Las relaciones comerciales entre China y Gran Bretaña dio lugar al primer conflicto serio. Los británicos estaban ansiosos por expandir sus contactos comerciales más allá de los límites restrictivos impuestos en el pasado. Para llevar a cabo esta expansión, intentaron establecer relaciones diplomáticas con el Imperio chino de la misma forma que existían entre Estados soberanos en Occidente. China, con su larga historia de autosuficiencia económica, no estaba interesada en incrementar el comercio; además, desde el punto de vista chino las relaciones internacionales, si tenían que existir de alguna manera, debían ser según un sistema tributario en el que se reconociera la hegemonía mandarina, algo que, por supuesto, la Inglaterra victoriana no estaba dispuesta a asumir. Por otra parte, los chinos estaban ansiosos por detener el comercio del opio, que estaba socavando las bases fiscal y moral del Imperio. En 1839, oficiales chinos confiscaron y destrozaron grandes cantidades de opio de barcos británicos en el puerto de Cantón y aplicaron fuertes presiones a la comunidad británica de esa ciudad. Los británicos se negaron a restringir aún más la importación de opio y las hostilidades surgieron a finales de 1839.

La primera guerra del Opio terminó en 1842 con la firma del Tratado de Nanjing. China había sido vencida y los términos del tratado garantizaban a Gran Bretaña las prioridades comerciales que buscaba. Durante los dos años siguientes, tanto Francia como Estados Unidos, obtuvieron tratados similares. La degradación de la China Manchú seguía su curso. Conscientes de su debilidad, tanto Gran Bretaña como Francia encontraron pronto ocasión para renovar las hostilidades y durante la segunda guerra del Opio (1856-1860), aplicaron la presión militar a la capital de la región en el norte de China. Se firmaron nuevos tratados en Tianjin en 1858, que extendieron las ventajas occidentales. Cuando el gobierno de Pekín se negó a ratificarlos, se reabrieron las hostilidades. Una fuerza expedicionaria franco-británica penetró hasta Pekín. Después de que el Palacio de Verano fuera incendiado como venganza por las atrocidades chinas infligidas a los prisioneros occidentales, se firmaron las Convenciones de Pekín, en las que se ratificaban los términos de los tratados anteriores.

En realidad, todos estos conflictos coloniales, fraguaron el control extranjero sobre toda la economía china. ¿Cómo lo consiguieron? A través de acuerdos preferenciales que, en la práctica sometían la economía mandarina a Occidente. Por ejemplo, en la fijación de aranceles sobre los bienes importados por China en un máximo de un 5% de su valor; lo cual provocó que China fuera incapaz de recaudar suficientes impuestos sobre las importaciones, lo que impidió proteger a las industrias nacionales y promover la modernización económica; industrias que fueron controladas, progresivamente, no por Occidente, sino por Japón que, en ese momento, había entrado en una etapa de acelerada modernización a través de la Revolución Meijí de 1868 y, por tanto, necesitaba conseguir las materias primas que no tenía. Y, el resultado, fue, por supuesto, nuevos conflictos militares por territorios que Japón quería controlar, especialmente bajo el Gobierno ultranacionalista de Tsuyoshi. Así, desde 1875 las islas Ryūkyū cayeron bajo el control japonés. La Guerra Chino-francesa de 1884 y 1885 puso Tonkín bajo el imperio colonial francés y al año siguiente Gran Bretaña ocupó Birmania. En 1860, Rusia obtuvo las provincias marítimas del norte de Dongbei Pingyuan (Manchuria) y los territorios al norte del río Amur. En 1894 los esfuerzos japoneses por anexionarse Corea originaron la Guerra Chino-japonesa. China sufrió una derrota decisiva en 1895 y se vio forzada a reconocer la pérdida de Corea, pagar una enorme indemnización de guerra y ceder a Japón la isla de Taiwan y la península de Liaodong, en el sur de Dongbei Pingyuan (Manchuria).

Así, comenzaron los conflictos internos. Desde finales de siglo, varios intelectuales aplicaron un profundo programa de reformas diseñado para convertir a China en una monarquía constitucional y modernizar su economía y sistema educativo. El intento de represión de los reformistas, extendió por todo el país una reacción violenta, que alcanzó su punto álgido en 1900 con un levantamiento xenófobo de la sociedad secreta de los Bóxer. Después de que una fuerza expedicionaria occidental hubiera aplastado la rebelión Bóxer en Pekín, el gobierno manchú se dio cuenta de la inutilidad de su política. Poco después de la Guerra Chino-japonesa, Sun Yat-Sen, formado según el modelo occidental, había iniciado un movimiento revolucionario dedicado a establecer un gobierno republicano. Durante la primera década del siglo XX, los revolucionarios atrajeron a estudiantes, comerciantes chinos con el extranjero y grupos nacionalistas poco satisfechos con el gobierno manchú. Los ejércitos manchúes, reorganizados por el general Yuan Shikai, eran claramente superiores a las fuerzas rebeldes pero, sabiendo que de facto, la situación política era insostenible, negociaron con los dirigentes rebeldes un nuevo gobierno republicano. Pronto, Sun Yat-sen cedió su puesto de Presidente provisional en favor de Yuan y sumisamente los manchúes se retiraron del poder. El 14 de febrero de 1912 una asamblea revolucionaria reunida en Nanjing eligió a Yuan Shikai, primer presidente de la República de China.

La República de China se mantuvo 36 años y, aunque formalmente era un régimen constitucional (se aprobó un texto constitucional en 1912), en la práctica, todo el poder lo controlaba Yuan Shikai, (ejecutivo, legislativo y la administración de justicia). Esta circunstancia, generó nuevos problemas. De nuevo, Sun Yat-sen, intentó limitar a Shikai, a través un golpe revolucionario fracasado en 1913.

En cualquier caso, la República personal de Yuan tenía dos objetivos claros: deshacerse del imperialismo que se cernía sobre China y restablecer la unidad nacional. Los chinos estaban desilusionados por el cínico interés de los poderes imperialistas occidentales y se fueron acercando progresivamente al pensamiento marxista-leninista y a la Unión Soviética. Bajo el impulso decidido de Lenin, algunos opositores al régimen personalista de Yuan crearon el Partido Comunista Chino (PCCh) en 1921, contando entre sus primeros miembros con Mao Zedong. En 1923 Sun Yat-sen entró a formar parte del PCCh. Los principios eran exactamente los mismos por los que antes se combatía a la dinastía Manchú: China tenía que librarse de la tutela colonial y afirmarse como potencia autónoma. Había por supuesto, un deseo modernizador, pero la retórica comunista a este respecto, fue meramente nacionalista. El sucesor de Sun Yat-sen, Kiang Kai-sheck, llevó a cabo una cruenta purga de los miembros comunistas del partido, y desde entonces confió en el apoyo de las clases propietarias y de las potencias extranjeras. Mao Zedong, tomó la zona rural de la China central, donde movilizó a los campesinos, formó un ejército con ellos y estableció algunas comunas siguiendo el modelo soviético. Había comenzado la Larga Marcha hacia el comunismo en China.

Así estalló una guerra civil a gran escala y desaparecieron todas las esperanzas de un acercamiento político. En el verano de 1949, la resistencia republicana se derrumbó. La Revolución comunista había triunfado. Mao Zedong, fue nombrado presidente de la nueva República Popular China. Desde entonces, China no ha parado de transformarse. La Revolución cultural, El gran salto Adelante, la Política de dos pasos, si bien con fracasos parciales, pusieron las bases de la potencia económica a través de una decidida industrialización. Por supuesto, todo estaba basado en bajos salarios y unas jornadas de trabajo elevadísimas. Con todo, el éxito se fundamenta en tres ventajas comparativas de origen histórico de las estrategias de desarrollo socialista implementadas entre 1949 y 1980. En primer lugar, una enorme masa de trabajadores rurales dispuestos a trabajar por muy bajos salarios y que no cuentan con educación básica (casi el 80% de la población campesina es analfabeta, según datos recientes de la OCDE). En segundo lugar, derivado de lo anterior, una tasa de ahorro nacional altísima (38% del PIB), lo que posibilita un proceso de inversión rápido y sostenido. Por último, un sistema de disciplina social y de estabilidad política —administrado por el Partido Comunista— que brinda certidumbre en la toma de decisiones económicas de largo plazo. Es decir, podemos afirmar sin error que, China encarna ahora mismo exactamente todo aquello que, en Europa, y, especialmente en España, provoca rechazo: ausencia de derechos sociales y laborales, poder económico concentrado y unido al político y, por si todo esto fuera poco, ausencia total de normas y leyes regulatorias de la acción de los poderes públicos (que, no son siquiera formalmente democráticos). En cualquier caso, la clave de bóveda está en la tasa de ahorro que ha conseguido tener el sistema chino y que ha propiciado que China sea, de facto, uno de los grandes prestamistas de occidente. Y, no solo eso, sino que pueda ser capaz de condicionar (como miembro de pleno derecho de cualquier institución supranacional), las condiciones económicas. China, a día de hoy, pretende conseguir su propia expansión imperial a partir de un dominio económico de facto, la humillación pasada es la espoleta de su presente. Y como sabe que su expansión comercial hasta la crisis ha tenido límites porque buena parte del comercio mundial está condicionado por los flujos que, históricamente han funcionado muy bien y han permitido un progreso sostenible entre EE.UU. y la UE desde la Postguerra, la única manera de abrirse camino pasaba por convertirse en el Anton Fugger de nuestro tiempo. La gran escala de su mercado interno y los bajos costos laborales atrajeron un número considerable de grandes empresas; muchas de ellas han integrado a China a sus cadenas de producción transnacionales transformándola en una plataforma de exportación mundial. Gradualmente los mercados sustituyeron la decisión burocrática y la estrategia de autarquía económica fue reemplazada por una activa inserción internacional. Los resultados han sido extraordinarios.

China a día de hoy, es el banquero del mundo; es un tenedor importante de bonos de la Reserva Federal norteamericana, de los bancos internacionales, de las multinacionales, y comprador de deuda soberana de Europa y como tal, acreedor de la economía mundial. De ahí, que no sea descabellado pensar que China pueda desear la destrucción del Euro. Por una simple razón: tarde o temprano el crecimiento de las reservas internacionales chinas ya no se podrá drenar únicamente por la vía de los muy seguros, aunque no siempre muy rentables, bonos de la deuda de países en crisis porque con el tiempo éstos se recuperarán, pero sí pueden, mientras tanto - y es lo que están haciendo -, ganar espacios de dependencia en los flujos de capital (que imposibilitan, por ejemplo, debilitar el valor del Yuan frente a otras monedas) y mermar así la alianza comercial entre EE.UU. y la U.E.

China: de país saqueado a banquero mundial
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