viernes. 29.03.2024

Capítulo 37 (2ª parte) Finlandia (hasta el 9 de enero de 1942)

Esa mañana, la segunda que pasaba desde que estaba en la comisaría, le habían entregado un traje de lana, de buen corte y calidad, de color azul. Aun que le quedaba grande, se sintió agraciado. Le entregaron también un capote militar en desuso, pero prefirió dejarlo en la celda y salir vestido de paisano aún a costa de pasar frío. Quería sentirse elegante y civil, dejando aparte los colores castrenses. Aceptó la bufanda. La ropa interior gruesa, el chaleco del propio traje y su aclimatación tras haber aguantado largo tiempo tan bajas temperaturas, fue suficiente para atreverse a salir a la calle de esa guisa.

Según avanzaban por la avenida desde el “Bruns-Parquen”, el policía señaló hacia adelante:

–Ahí está el consulado español. Tino tuvo que mirar varias veces para identificar la bandera. Sin darse cuenta su vista estaba buscando la tricolor. En la que veía faltaba el morado. Había tenido pocas ocasiones de ver esa rojigualda que apenas se movía colgando del mástil. Le vino una sensación de tristeza, parecía un trapo colgante sin viento que la agitara. En realidad, nunca se acostumbró. Le recordaba los colores de la carpa de un triste circo ambulante.

Un ujier los acompañó, tras un rato de espera, a un lujoso despacho. Esta vez Foxá sí se levantó y le estrechó la mano.

–No sabes lo que me satisface verte aquí –y dirigiéndose al policía–: Si lo prefiere puede darse una vuelta y venir en una hora a buscarle o esperar en la recepción, como guste. –Un traductor le trasmitió, al policía, la frase.

–Vuelvo en una hora.

–Siéntate, Celestino –le indicó una silla frente a la gran mesa, algo más baja que el sillón donde se aposentó el embajador. Ya conocerás otro día nuestra embajada. Hoy tenía que despachar con el Cónsul y así no pierdo tiempo de un lado para otro; aunque aquí está todo cerca. ¿Cómo te están tratando en la comisaría?

–Bien. Ya ve el traje que me han proporcionado. No recordaba cómo era vestir de civil, y la comida es buena, todo está limpio.

–Esas eran las órdenes que solicité que diese el general. Las cosas te van a ir bien a partir de ahora. Ya he iniciado los trámites para tu repatriación.

Pero más importante que las gestiones, propiamente dichas, es crear el ambiente propicio.

–¿A qué se refiere don Agustín?

–En España las heridas de la guerra están abiertas. Y aún hoy mueren nuestros muchachos de la División Azul por las balas soviéticas. Los ánimos están caldeados y lo que pretendo es que, cuando llegues, la opinión pública no te vea como a un rojo... Sí, sí; ya sé lo que piensas, no me mires así, pero lo importante es lo que crean ellos. El precio que tienes que pagar para estar con tu familia es lo que ya acordamos: tu silencio. He escrito algunos artículos que se publicarán en ABC, del que soy colaborador asiduo, en los que voy dejando caer que sois buenos chicos que aceptáis la religión de vuestros padres. Por cierto, el domingo quiero que me acompañes a la iglesia y que te vea allí el personal de la embajada y del consulado, especialmente el agregado militar.

–Pero sin fotos. Si no, no voy, al menos por las buenas.

–Por las malas no te vamos a llevar a ningún sitio. Sin fotos, de acuerdo. Lo que quiero es tener testigos de tu presencia.

–¿Cuándo podré saber de mi madre y mis hermanos?

–Ya te dije que están bien. Pero no te está permitido contactar. Cuando esté aprobada la repatriación con fecha y trayecto enviaremos un telegrama y confirmarán recepción para que te estén esperando en Madrid. A Oviedo ya irás por tu cuenta, aunque vas a estar vigilado, te lo aviso. Vas a ser el primero.

–¡El segundo, señor embajador!; le recuerdo que el primero fue “El Rubio”, que salió antes del campo de concentración para ir a España. Por cierto, aunque haya ido a Córdoba, donde estaba su familia, una vez allí me gustaría comunicar con él. Quisiera saludarle aunque fuese por carta; siempre me podrá dar algún consejo para integrarme mejor.

–Bueno tengo que confesarte que no tengo noticias de él. Desapareció. Mira que tenía ganas de volver, pero parece que nada más llegar empezó a decir que esto y lo otro y lo de más allá, era mejor en Rusia que en España; cometió un grave error. A partir de ahí, a los pocos días desapareció. No sé si habrá cruzado la frontera, estará escondido, o habrá tenido un accidente.

Tino se puso pálido. Algo le decía que la desaparición no era voluntaria. El embajador podía haber puesto cualquier disculpa, incluso que no les estaba permitido contactar y él se lo hubiera creído a pies juntillas. Pero, con medias verdades, le estaba avisando de que fuese cauto.

–Celestino, tú eres intuitivo: no puedes llegar allí en plan lenguaraz anteponiendo las cosas positivas de Rusia frente a España. Eso te convierte en un enemigo. Yo sé que no todo en un país puede ser malo y habrá algunas cosas buenas dentro de la aberración del comunismo, pero no lo puedes decir. Tienes que concienciarte de que así están las cosas. Una vez que se vayan olvidando de ti, vive: disfruta de tu familia y tu tierra. Ya me preocuparé de que mis artículos en ABC se reproduzcan en la prensa asturiana. Esa será la “vaselina” para tu introducción y para que vivas en paz. Guárdate para ti tus pensamientos, nadie te los puede quitar. Tienes la ventaja de tu discreción, esa será tu salvaguarda.

Los últimos días de diciembre de 1941, tuvo la oportunidad dar largos paseos por Helsinki, siempre con la compañía de un policía a su lado. Con frecuencia tenía que ir a la Embajada o al Consulado español para algún trámite o instancia.

Apoyado en la barandilla del canal del puerto, por donde se accedía al centro de la ciudad desde la comisaría, veía las aguas congeladas del mar. Desde allí se divisaba el oleaje solidificado al helarse la onda en el instan- te de su congelación. Unas crestas inertes que permanecerían aquietadas y elevadas, casi la mitad del año, hasta que la fractura de su molde le concediese de nuevo la libertad.

Bajo la barandilla veía jugar a los chicos, apenas algo más jóvenes que él, patinando con cuchillas, jugando al hockey. Le daban ganas de preguntar si les faltaba uno para completar y ponerse a danzar con ellos en pos del disco de caucho. ¡Cómo echaba de menos deslizarse por el hielo! Ya no volvería a tener esa vertiginosa sensación cuando volviese a España. Uno de los días, el policía que le acompañaba, se quedó mirándole contemplar el partido. Un hombre afable entrado en años que, sin duda, se apiadaba de él. Quizás le recordaba a un hijo suyo; quizás hasta ese hijo podría estar prisionero de los rusos y deseara que alguien se compadeciera también de él.

–¿Quieres ir un rato?

Tino le miró sorprendido. –¡Claro! ¡Me gustaría!

El policía se dirigió a los participantes del partido de hockey. Bajó al improvisado campo de hielo y le proporcionaron unas cuchillas sobrantes. Tino jugó su último partido de hockey sobre hielo. Jamás lo olvidaría.

El domingo le custodiaron hasta la puerta de la catedral católica de San Enrique. Según se aproximaba recordó las lecciones de su maestra Concha Fernández. “Es neogótica” pensó: una sobria iglesia con una nave con seis gran- des arcos acristalados; la cruz en la punta de su cúpula. Sus dimensiones eran acordes con la minoría de creyentes católicos de Helsinki. Nada que ver con la magnificencia de Uspenski, el mayor templo ortodoxo del mundo; ni tan siquiera con la luterana de Tusmiokirkko, ambas en esa misma capital.

Esperaron unos diez minutos en la puerta. La gente iba entrando mientras. Un coche negro paró delante y el embajador salió por una de sus puertas traseras.

–Buenos días, Tino. Tu primera misa en muchos años. Te traerá recuerdos.

Es verdad que se los trajo. Al entrar le vino la imagen de su madre entrando en San Tirso con él de la mano y no pudo impedir que sus lágrimas resbalaran por sus mejillas. El embajador hizo todo lo posible para que el mayor número de españoles posibles lo viera. Ya se encargaría él de explicar que era por la emoción de su nuevo encuentro con la Iglesia.

Según transcurría el oficio, Tino fue enfriando sus sensaciones y recapacitando. Se sentía tan distante y ajeno a la ceremonia que ni sentía pro- testar a su conciencia agnóstica. Tanto le hubiera dado que le hubiesen hecho ir a la catedral ortodoxa, a la luterana, a una sinagoga, o a una ceremonia budista, si se diera el caso.

Había estado respetuosamente recogido, eso sí. Respetando, como siempre haría, las creencias de los demás.

Al finalizar, Foxá se acercó a despedirse de él.

–Estoy orgulloso de ti, creo no haberme equivocado. Voy a estar unos días fuera, tengo que ir a ver a otro nuevo grupo de españoles prisioneros. A mi vuelta espero que hayan avanzado las gestiones.

En esos días disfrutó de su libertad vigilada como si fuese un turista acompañado de su cicerone, aunque éste llevase la pistola en la sobaquera. El policía, que empatizaba con él, hasta le invitó un día a una taberna a tomar un mesimarja, el licor local de moras árticas cuyo único misterio era dejar los frutos en remojo de orujo durante unos meses en un frasco cerrado, según le explicó su guardián. En una esquina del garito, un ciego, con una gran cicatriz en la cara, probablemente inválido de guerra, tocaba una hermosa melodía con un instrumento de cuerda llamado kanttlec.

En las avenidas recorridas por tranvías llamaba la atención un invento quitanieves que llevaba la máquina en la zona delantera. Unas aspas que, al girar, separaban la nieve salpicándola hacia los laterales. Había que estar atento, en caso de estar cerca, para quitarte a tiempo si no que- rías acabar espolvoreado por nieve de pies a cabeza.

Incluso en la comisaría la vida era soportable. Salían al patio, allí conoció a algunos rateros, estraperlistas y traficantes del mercado negro que trapicheaban  entre Dinamarca,   Suecia y Finlandia y que estaban a la espera de un juicio rápido. Para el desayuno les daban punurho, una mezcla de cereal, leche y glucosa. Las comidas consistían en guisos razonablemente pasables.

Al cabo de unos días llegó un mensaje para citarle en la Embajada. Agustín de Foxá había retornado de su visita del otro campo de prisioneros donde estuvo con el nuevo contingente de españoles. Se saludaron afablemente.

El embajador se quedó mirándolo una vez que se sentaron frente a frente con la mesa del escritorio por medio. Parecía no saber por dónde empezar; cosa extraña en una persona tan locuaz.

–Primero de todo he prometido transmitirte un mensaje que si es lo que parece, una parte de él va a ser una triste noticia para ti. Charlando con los prisioneros españoles, les hablé de tu caso, del próximo retorno previsto para que fueran barruntando su posible vuelta a casa. Les hablé de quien eres y uno de ellos, Jesús Erice, te conocía de la Residencia de Leningrado. Cuando supo que estabas aquí y que te iba a ver a la vuelta me pidió, encarecidamente, que te diera un mensaje de su parte, a lo que me comprometí. Espero que el mensaje no sea algo en clave; me defraudaría en él, pero aún más en ti, si fuese ese el caso. Pero en fin, textualmente me dijo: “Dígale que Sabina está bien. Pero que Lola murió en el Ladoga”.

Tino se quedó noqueado. Esta vez sí que el moreno de su tez no pudo ocultar la palidez que tiñó su rostro.

–Lo siento –dijo Foxá–. Ya veo que no era ningún mensaje cifrado. No voy a cometer la indiscreción de preguntarte quién era; solo decir que te acompaño en el sentimiento.

Respetuosamente lo dejó solo para que pudiera recuperarse, llorar, chillar. Nada de eso hizo, masticó su dolor sin poder pensar en nada más.

Al cabo de un buen rato volvió el embajador.

–Siento haber sido portador de tan malas noticias.

–No, por favor, se lo agradezco. Prefiero saberlo.

–Bien, ahora tenemos que seguir hablando de cosas prácticas, la vida continua. Está todo organizado para la vuelta. Vamos a sacarte los billetes hasta Barcelona, y desde allí, a Madrid. En cuanto estén confirmadas las conexiones sabremos las fechas, pero es cuestión de días. Igual para el día de Reyes estás ya allí. En tu casa saben que es inminente. Ya te dije que, en cuanto esté cerrado el trayecto y tengas un salvoconducto enviaremos un telegrama. Mientras, no está autorizado contactar, son reglas que me vienen dadas. Si por mi fuese ponía ahora mismo una conferencia telefónica para que habla- ras con tu madre. Deben de estar emocionados sabiendo de tu pronta vuelta.

–Señor embajador, disculpe el atrevimiento. ¿Le importa si cojo uno?

–señalando a una caja de habanos, dispuesta hacia el lugar del confidente, para que éste pudiese servirse.

–¡Claro! Te lo debería haber ofrecido yo, pero como siempre te he visto fumar cigarrillos, no sé porqué pensé que no te gustaban.

–Soy más de cigarrillo, sí, pero hoy quizás me vendría bien.

–Cógete otro para luego –extendió un mechero para darle fuego.

–No, se lo agradezco, pero si no le importa en vez de fumármelo ahora lo guardo para luego en la celda, que allí el tiempo pasa lento.

Esa Navidad no tuvo nada que celebrar. Demasiada carga para alguien tan joven. Recordó unos versos de Maiakowski que había declamado Sabina en círculos literarios:

“¿Qué tiene que ver la cárcel?
Es Navidad.
Están de fiesta, están de jarana.
Pero la ventanita de mi cuarto,
tiene rejas.
Eso no importa,
yo les digo,
es una cárcel.”

Carta manuscrita, recibida en la comisaría, con membrete de la Embajada Española:
 
Helsinki, 30 de diciembre de 1941.
Estimado Celestino:
Está todo listo y tengo tu salvoconducto y la hoja de ruta con la reserva de billetes para todo el trayecto. También el pasaporte    español.
Saldrás el día 3 de enero muy pronto por la mañana. Dejaremos pasar Fin de Año y el Año Nuevo y, el día 2 de Enero a las 12 de la mañana te recibiré en la Embajada para concretar todo y darte la documentación. Que tengas una feliz salida de año y sobre todo un feliz 1942.

Foxá.

“Feliz salida de 1941. ¡No!”, pensaba Tino en su celda. “Lo único bueno es que se acabe este terrible año que se ha llevado a tantos camaradas…, y a Lola”.

Su mirada se desvió hacia el antebrazo, que llevaba al descubierto, con el jersey arremangado. Aún le escocía su nuevo tatuaje en el interior del antebrazo izquierdo.

La tarde que llegó desde la Embajada donde Agustín de Foxá le había dado la terrible noticia sobre la muerte de Lola, una y cien veces, para mantener la moral, se obligó a pensar en algo positivo: “Sabina está bien”. Pero al igual que cuando creyó que Sabina podría estar entre las víctimas del tren y sintió que la había traicionado, ahora le ocurría justo lo mismo, pero al contrario; pensando en ella se sentía desleal con Lola, a pesar de ser muy consciente de que ya no existía.

Era la hora de salir al patio, donde pasaban un rato justo antes de la cena.

Al salir sacó el puro que pidió a Foxá y se dirigió a un danés, marino y estraperlista.

–Te doy este puro si me haces un tatuaje tan logrado como los que te he visto hacer.

–¿Qué tatuaje quieres? Tino se lo explicó.

–Un puro es poco. Quiero dos y un paquete de cigarrillos.

–Este no es un puro normal. Es un habano Cohíba. No simules que no lo sabes, que en tu profesión sois expertos en estas cosas.

El marino danés pidió permiso para ir a su celda a por agujas y tinta y pidió un poco de alcohol en el botiquín.

Cuando llamaron a la cena el tatuaje estaba a medias. “Mañana te lo acabo no me ha dado tiempo a terminarlo, falta la mitad más fácil”. Y le tendió el papel con el bosquejo previo que había hecho para sacar lo que Tino le pidió. Las formas de una mujer asomaban bajo una especie de capa o colcha que tapaba medio cuerpo, desde uno de los hombros, hasta el suelo, dejando al descubierto la otra mitad en la que se perfilaban las curvas del desnudo fe- menino. “Sí. Algo hay de Lola en el esbozo que trazó el danés”, pensó Tino.

A las ocho de la mañana del 3 de enero entraba a la Estación Central de Helsinki acompañado por el policía asignado.

En sus paseos previos ya había estado en la estación. La emoción de la inmediata salida le impedía admirar el grandioso edificio y no hubiera podido apreciarlo de no conocerlo con anterioridad. Esos dos enormes guardianes de seis metros de altura a cada lado de la puerta principal sujetando cada escultura, una gran bola que bien podría ser la del mundo. Ojalá fuera una premonición. Abrirse a un nuevo mundo en el futuro que tenía por delante.

Habían llegado con cuarenta minutos de antelación. A las 8:40 am tenía su salida el tren con destino “Abo”. Llevaba en su mano el documento de reserva de la “Finland travel Bureau Ltd”, donde constaba todo el itinerario con el detalle de horarios y cambio de tren.

La Spanska Legationen, la embajada, había hecho la gestión y asumido el cargo: 1.700 Reismark. Ese era el coste de atravesar toda Europa hasta Madrid en tercera clase. El coste monetario, porque atravesarla en plena guerra podía tener otros mucho más elevados.

También llevaba el salvoconducto de la policía finlandesa y la autorización del ministro Español de Asuntos Exteriores, el “Excelentísimo Sr.

D. Ramón Serrano Suñer”, visado por el Embajador: Foxá.

Sentado en un compartimento para doce pasajeros, sobre el banco de madera de un vagón de tercera, veía pasar los campos cubiertos de nieve intercalados con bosques de pino ártico y abedules. Daba la sensación de que las coníferas no estaban nevadas, sino que eran de puro hielo, que nacían de él. Cada una de sus púas era un alfiler glaseado.

Su vista recorría el paisaje que pasaba por la amplia ventana como si se tratase de una pantalla, pero su mirada estaba en su mente, recordando la última entrevista con Agustín de Foxá.

El embajador, radiante y paternalista, le entregó una carpeta de cartulina, tamaño de cuartilla, con la documentación.

–El pasaporte y el salvoconducto llévalo en el bolsillo interior de la chaqueta. Esta es mi tarjeta, tienes en ella el teléfono de la embajada y te apunto a mano el del consulado, por si acaso. Este documento es la reserva del itinerario; aparte están los tickets de cada trayecto. Mejor llévalo separado por si se perdiera o te robaran, que no esté todo junto. Ahora fírmame este recibo, te entrego quince reismark en moneda de cambio pequeño. El marco imperial alemán es moneda aceptada en todo el trayecto que vas hacer que es, en su totalidad, zona del “Eje” aliado, salvo Suiza. Con eso tienes para comer durante estos días. Procura comprar en las cantinas de las estaciones y no en el tren que es más caro. Fírmame también el de las quince pesetas; son suficientes, igualmente, para el trayecto de Barcelona a Madrid, donde estará tu familia. Ya tienen un telegrama con tu horario de llegada.

–Le agradezco mucho todas sus atenciones… Y no es una frase hecha.

–Lo sé, lo sé. Iré sabiendo de ti a través del Ministerio. Ya sabes que vas a tener mil ojos encima. De todas formas, hazme el favor: escríbeme a la Embajada. En el caso de que me trasladen, hazlo al Ministerio; ya me lo harán llegar. Cuando esté en España, quisiera poder contactar contigo y anotar tus experiencias. Me refiero a cosas cotidianas, no otros temas. No descarto escribir algún libro sobre los “Niños de Rusia”.

–Cuente con ello, don Agustín.

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Anverso y reverso del salvoconducto de la policía finlandesa firmado por Foxá por autorización de Serrano Suñer.

El embajador le ofreció su mano que agitó efusivamente.

–¡Ah! Se me olvidaba. Toma esta caja de bombones de Dinamarca que me regaló el otro día el cónsul danés –Tino hizo ademán cortés de rechazar el regalo.

–¡No! –insistió de nuevo el embajador–. Y no me lo agradezcas, en realidad el cónsul no me puede ver, lo hizo para que engorde y mofarse a mis espaldas. Creía que no podría resistirme pero, consciente de su maledicencia: rehuso a los pecados de la gula. Te vendrá bien en el viaje. “¡Vade retro!” –clamó, teatralmente, a la vez que ponía la caja en manos de Tino.

Tino sonreía pensando en las cosas de Foxá, que no desaprovechaba ocasión para ironizar sobre algo, aunque fuese a su propia costa. Sus bromas siempre tenían aire aristocrático, por encima del bien y del mal. No podía negar que era conde y se comportaba con la autosuficiencia que le confería su título. Pero de biennacido era ser agradecido y él lo estaba con Agustín de Foxá. No se olvidaba de quién era y lo que representaba, pero muchos otros hubiesen puesto por delante la ideología y no le habría ayudado como lo había hecho don Agustín. Era muy consciente de que Foxá no era una monja de la caridad; de que pensaba presentarlo como mérito suyo: el rescate de uno de los niños secuestrados por los rusos, un logro del embajador en Finlandia. Pero la vida es una negociación, así se lo hizo ver el conde.

Sus pensamientos fueron interrumpidos al sentir pararse el tren. “TURKU”, ponía en finlandés en el letrero de la estación; y en otra señal más pequeña “ABO”, el equivalente en sueco, que figuraba en su billete del itinerario, y denominación de la capital de Finlandia occidental. Al sentir la parada, sus jugos gástricos se quejaron. Eran casi las tres de la tarde. Se bajó y fue directamente a la cantina donde engulló un plato caliente de verdura con algún trozo de carne de sabor rancio, pero que no despreció. Allí mismo se aprovisionó de unos bocadillos, para la noche y el día siguiente, a sabiendas de que lo pasaría en una embarcación. En la comisaría de la estación mostró su salvoconducto y el itinerario. Le indicaron como llegar al puerto. Tenía casi tres horas hasta que saliera su transporte hasta Estocolmo; luego estaría casi veinticuatro más para cruzar el Mar Báltico hasta la capital sueca. Aprovechó para dar una vuelta camino del puerto y estirar las piernas. Callejeó tomando la referencia del cauce del ancho rio Aura, con la seguridad de que así no se extraviaría. Las calles adoquinadas y el paso de los siglos se reflejaban en sus edificios medievales. En la otra orilla se veía un atrayente castillo, solo había que cruzar, pero no podía arriesgarse a llegar tarde y no sabía cuánto le llevaría coger su transporte: una especie de ferry-trasbordador en el que se metieron camiones y vehículos en las bodegas y a cientos de personas en las zonas de camarotes. El suyo tenía unas literas corridas. Comió uno de los bocadillos y se echó a dormir. Para no arrugar en exceso la chaqueta americana del traje, la dobló cuidadosamente y la puso bajo la cabeza a modo de almohada. Así, de paso, protegía el dinero y la documentación más importante prestando atención a que los bolsillos donde la guardaba quedasen hacia el interior del pliegue. Se echó por encima la manta que le dieron en comisaría y que le había hecho buen avío para amortiguar el frío en el vagón desde Helsinki a Abo. En el camarote hacía mejor temperatura, pero aprovechó el cobertor adicional que tocaba por cada espacio en la litera para taparse los pies. A su lado empezó a roncar un hombre que había estado anteriormente vociferando en plan grosero. Era grande y gordo y Tino tuvo que dejarle algo de su sitio, a la vez que le ponía el codo a la altura de las costillas para que no siguiese desplazándole y acabar tirado en el suelo. Probablemente, con tanta grasa ni se enterara.

Desde Estocolmo no le sobró mucho tiempo entre lo que le llevó pasar la aduana y la reiterada revisión de sus documentos, primero en el puerto y luego en la estación del tren. El día 4 de enero, a las nueve y cuarto de la noche salía hacia Trebelleborg, aún en Suecia, pero atravesando el país de norte a sur. El paisaje se mantenía completamente blanco; parecía que el universo estuviese cubierto de nieve. Llegó a eso de las ocho de la mañana. El mismo tren seguía trayecto a Berlín, su próximo destino, pasando por Dinamarca. Tenía cuarenta minutos para aprovisionarse en la cantina y caminar de un lado a otro por el andén para desentumecerse. Le esperaba otro largo trayecto, con varios ferrys incluidos, hasta llegar a Berlín.

En Berlín tuvo que ir deprisa de una estación a otra. Cuarenta minutos a paso de marcha para cubrir los cuatro kilómetros entre la estación de Stettiner, donde había llegado, hasta la de Anhalter, de donde salía el tren hacia Basilea.

Otra vez intensas identificaciones de documentación que incluyeron dos registros exhaustivos. En uno tuvo que quedarse en calzoncillos. Le miraron hasta dentro de la boca; estaba agobiado, preocupado por no perder el siguiente tren, que salía a las nueve y once minutos de la noche, con puntualidad germana. Salió asqueado del trato de los alemanes. Estaba tenso, era el enemigo, lo olía, eran los que habían estado suministrando armamento y todo tipo de ayuda a Franco. Eran los invasores de su segunda patria. Hizo de tripas corazón para no cruzar la vista con los policías. Estaba convencido de que su mirada podría ser leída como un libro abierto. Sin embargo, pasó los registros sin mayor inconveniente. El salvoconducto español, un país amigo, funcionaba.

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Documento sobre el itinerario del trayecto Helsinki-Madrid

Por fin en la Suiza neutral, al menos oficialmente; estrictos, pero guardando las formas. La policía no mostraba la agresividad alemana. Desde la ventanilla se veía el verdor. ¿Cuántos meses llevaba viendo todo blanco de nieve a su alrededor? Le parecía una eternidad. En Alemania también había atravesado zonas sin nieve, pero la tensión le impidió disfrutar del paisaje. Aquí, los profundos valles suizos alegraban la vista. Levantando los ojos se veían altísimas montañas que, por supuesto, estaban cubiertas de nieve; pero los profundos valles por donde trascurría la vía dejaban al descubierto amplias campiñas. Probablemente tendrían un par de grados centígrados. Desde septiembre pasado no había disfrutado de una temperatura sobre cero en el exterior. Casi tenía sensación de calor: “¡Lo que es el termostato humano!”, pensó para sí. Atravesó Suiza desde Basilea hasta Ginebra siguiendo la ruta de Olten.

Nuevo paso de frontera, esta vez a la Francia ocupada. Los gendarmes eran los que revisaban la documentación pero, a sus espaldas, las frías miradas de la Gestapo supervisaban todo. En Chambery cambió de tren en dirección Narbona. Se quedó con las ganas de contemplar la Francia alpina y central, ya que todo el trayecto fue nocturno: de las nueve y media a las ocho de la mañana en que asomaron las primeras luces. ¡Otro cambio de tren! Esta vez en dirección a Portbou.

Se esforzó para que no se le cerraran los ojos y al menos guardar en su retina la belleza del sur francés. A su compartimento, para doce personas, subió una mujer con dos criaturas de unos tres y cinco años. Al poco el menor empezó a llorar de forma incontrolable, la madre no conseguía consolarle. Tino intentó jugar con ellos, para distraerlos, haciendo juegos con las manos; el mayor sí permanecía atento, pero el pequeño cada vez lloraba más. La mujer con gestos y alguna palabra en español, le dijo que tenía hambre.

–¡No, no es que seamos tan pobres! –dijo ante la expresión de pena de Tino–. Es que nos robaron la bolsa con la comida. Cuando lleguemos  a Portbou nos estarán esperando y podrán comer, pero aún nos quedan dos horas.

Tino se levantó y cogió el paquete de bombones que le regaló Foxá. Inicialmente había una docena. Los había ido racionando, uno de postre en cada comida, quedaban cinco. Abrió la tapa y se los ofreció.

–¡No!, merci. Haciendo un gesto educado ante un regalo tan precioso en aquella situación.

–¡Sí, sí! ¡Oui, oui!– Y tendió la caja hacia los pequeños. La madre les autorizó a coger uno cada uno.

Cuando terminaron con el primero insistió para que comieran otro. Quedaba uno, no paró hasta que consiguió que lo aceptara la mujer, que parecía avergonzada y agradecida.

Entró un gendarme solicitando la documentación. Dos hombres de mediana edad hicieron gestos nada amigables hacia el guardia. Cuando salió, hablando con otros pasajeros, Tino creyó entender que hablaban mal de la policía del Gobierno de Vichy, colaboracionista con los nazis. El ambiente era otro, perdía el detalle al no conocer el idioma; pero no se notaba ese miedo que se palpaba más al norte, más bien lo contrario.

Tino sabía, por los periódicos soviéticos, y por los veteranos compatriotas del Partido Comunista, que en la Francia ocupada desde hacía más de un año y medio, sobre todo en el sur, la resistencia era fuerte y que muchos españoles habían sido el motor de arranque de la resistencia. No faltaría más de una hora para llegar cuando Tino sintió ganas de ir al servicio situado al final del vagón. Cuando salió de los baños, para volver al compartimento, se cruzó con un grupo de chicos jóvenes, de su edad.

En francés, le preguntaron si era español. Sin darle tiempo a responder le arrinconaron en el pasillo y le cogieron la documentación. Entre dos le sujetaban uno de cada brazo. Creyó entender lo que se decían:

–Mira, este español tiene salvoconducto de un ministro de Franco y viene desde Finlandia. –Dieron por hecho que era de la División Azul, volviendo de permiso. Eran simpatizantes de la resistencia.

Uno de ellos abrió la puerta del vagón y los otros le empujaban hacia allí con claras intenciones de tirarle. No se lo puso fácil; aprovechando que le sujetaban en el aire puso un pie a cada lado del pasillo empujando para atrás. Los tres rodaron por el suelo. Los otros dos acudieron en ayuda de sus amigos.

–Abajo con el fascista este. –Poco a poco ganaban metros tirando de él en dirección a la puerta.

Al oír el escándalo, varios pasajeros se asomaron, desapareciendo después discretamente. Sin embargo, la madre a la que regaló los bombones salió de compartimento y les hizo frente.

–Es un buen chico; buena persona. No voy a consentirlo. ¡A ti y a ti os conozco! ¡Ni se os ocurra!

Quedaron parados ante la decidida reacción de la mujer a la que también ellos reconocieron de verla en su mismo village.

Tino aprovechó para explicarse: había sido hecho prisionero por los alemanes; volvía a reunirse con su familia. Los chicos acabaron devolviéndole la documentación y disculpándose avergonzados.

Hasta la frontera española no tuvo más altercados. Entró por la de Portbou. En la aduana, un guardia civil, con el tricornio al lado en su mesa, le miró y requetemiró varias veces. Un salvoconducto desde Finlandia no lo veía todos los días. Selló el documento de entrada avisándole de que el pase era hasta Madrid; allí debería presentarse, sin falta, en la comisaría de la estación. Que no se le olvidara porque, automáticamente, se emitiría una orden de búsqueda y captura.

Había llegado a la España de las amenazas, los tricornios y las banderas que aún le costaba identificar como tales. La ausencia del morado le se- guía resultando una anomalía.

La parada de Barcelona fue muy corta. A las ocho menos diez de la noche el tren se puso en marcha. Último trayecto. A las once cuarenta horas de la mañana del 7 de enero, con cuarenta minutos de retraso, entraba en Madrid tras noventa y seis horas de viaje atravesando una Europa en guerra de norte a sur.

El chirrido de los frenos de la máquina se acentuó al llegar a la zona de andenes. De pie, junto a la puerta del vagón, su corazón latía agitado mirando a través del cristal.

Había mucha gente esperando y no consiguió identificar a nadie. El revisor levantó la manivela abriendo la puerta. Bajó al andén mirando a todos lados. Allí las vio. Sus miradas se cruzaron casi a la vez. Su madre y su hermana: apenas quince metros que salvó en unas cuantas zancadas. En ese breve instante la vio tan pequeña… Los años le habían caído encima. En el abrazo, la fragancia natural de su madre se abrió paso en su cerebro. Mari, con unos años más pero aún con mayor fuerza y su misma alegría en la mirada. Y detrás, discretamente, en un segundo plano, ese señor vestido de uniforme con gorra de plato y estrellas de capitán. Debía ser Paule, su cuñado.

Catalina, a su vez, lo reconoció por instinto en el mismo momento en el que el hilo conductor de sus retinas coincidieron. No se dejó confundir por la novedad de aquel bigote. Esas dos ascuas que eran los ojos de su hijo eran inconfundibles. Según le vio avanzar con paso largo y flexible, percibió que su pequeño se había convertido en un hombre fibroso de porte atlético. ¡Qué difícil para una madre asimilar que ya no era un niño! Por más que ella supiera que los años habían pasado, en el fondo siempre se espera ver al crío que se fue. No podía jurar que fuese guapo porque ella no podía ser objetiva, pero aseguraría que esas facciones y el pelo negro ondulado le conferían el aire de un actor de cine.

A partir de ahí, para Tino todo fue una neblina confusa. Las cosas sucedían en una película cuya proyección estuviese matizada por un velo de celaje.

Los pasos de los cuatro les encaminaron hasta la comisaría de la estación. Como con eco, le llegaban las instrucciones del policía:

–Mañana mismo debería de salir a Oviedo. Su residencia, por un mínimo de seis meses, está limitada a Asturias. Al llegar a Oviedo tiene veinticuatro horas para presentarse en comisaría. –Y dirigiéndose a Paule–. Mi capitán, queda a cargo de “usté”. Si no, hubiese tenido que permanecer custodiado en el cuartelillo hasta la salida de su tren.

En cuanto traspasaron la puerta de la comisaría, acertó a preguntar:

–¿Y mis hermanos?

–Estupendamente –contestó Mari–. Esperándote en Oviedo como  agua de mayo.

Bruma al salir a la calle. Bruma en esa casa tan grande. Bruma en la cena.

A pesar de su desconcierto se percató:

–Este escañu ye el que teníamos en casa –refiriéndose al banco cuyo asiento se levantaba y en cuyo interior se guardaban los objetos más diversos.

–Sí; cuando nos trasladamos desde la calle Jesús no cabía y se lo trajeron aquí –dijo Catalina.

–Cuando me sentaba en él a comer o cenar, no me llegaben los pies al suelo, a Lord le gustaba tumbase debajo y le acariciaba el lomo con los pies descalzos.

–Vivió hasta el día en que llegó tu carta, justo hasta después de leerla nosotros en voz alta. Adolfo e Ina dicen que hasta que no supo de ti estuvo aguantando, después se fue tranquilu. ¡quién sabe les entendederes que tién un perru!

Bruma cuando por la noche, Catalina, Mari y Tino se quedaron hablan- do en el sofá verde de terciopelo.

–Estás delgada, pero muy guapa, Mamina.

− No Tino, no estoy guapa, estoy enferma de los pulmones, por eso estoy tan delgada.

–Pues yo véote guapa.

–Será les ganes que teníes de veme, decía Catalina, riendo feliz.

–¿Y tú, Mari?; se te ve bien aquí con Paule.

–Sí, estamos bien. Ya lo conocerás, siempre dispuesto a ayudar. La casa es grande. Mamá ya sabe que estamos deseando que se venga a vivir con nosotros, le iría bien el clima secu; y tú viéneste con ella si quiés. Ahora no habrá quien os separe.

Tino no era capaz de recordar mucho más de aquellos momentos; en  su cabeza bullían pensamientos: “¿He vuelto de verdad, no será uno de mis sueños? Pero son ellas, huelen a ellas, y en los sueños no hay olfato, o yo no lo recuerdo, y este sí lo tiene”. Ojalá solo fuese capaz de sentir la felicidad, pero se asoman los rostros y voces de sus tovarich a los que vio por última vez en el campo de concentración de Joensu, y de los que cayeron en combate. No poder despedirse de los muertos, pero tampoco de los vivos. Lola, Sabina. Cuánto dolor.

Cada caricia de su hermana y su madre es un estímulo, un contrapeso. Hasta ayer, nostalgia de unos. Desde hoy, añoranza de otros.

Su cabeza volaba disparada saltando de la conversación a los pensamientos que le abordaban.

“Vuelvo convencido, con ganas, con decisión, sobre todo con esperanza, pero veo que vosotras sois las mismas. Yo no lo soy. Cada abrazo vuestro restaña una herida, pero tengo tantas.”

“Yo te veo cómo eras, pero tú me quieres cómo era y ya no soy ese. ¿Me pedirás que siga siéndolo? No es posible.”

Aquellos momentos del retorno eran un crisol, una explosión de sensaciones. Un caleidoscopio en el que, sus cristales descomponían un colorido de felicidades pero, al girarlo mínimamente, se transformaba en espejo de oscuros recuerdos.

Acabaron, los tres, durmiéndose sentados en aquel tresillo verde. Catalina fue a quien primero se le cerraron los ojos, los hermanos se sonrieron poniéndose de acuerdo en bajar la voz para dejarla descansar de ese tropel de jornada. Relajados por su propio murmullo, también ellos fueron cayendo en brazos de Morfeo.

–Desde hace cuatro años, tres meses y quince días no dormía cinco horas seguidas como hoy. Aunque haya sido sentada me encuentro descansada

–dijo Catalina en el desayuno.

Bruma al entrar al edificio de hierro y cristal, de la Estación del Norte. Bruma en el viaje hasta Oviedo.

Al bajarse en el andén, Catalina levantó la mano saludando a lo lejos. Tino miró en esa dirección y vio a un guardia civil con tricornio viniendo hacia él. Según se acercaba vio que a su lado caminaban deprisa, dos mujeres. A una la reconoció de inmediato: Felisa, tan guapa como la recordaba. A su lado… ¡Ina ¡era Ina! Cuando salió, en julio del treinta y seis a Salinas, era una muchachita de quince años, ahora era ya una zhenshchina (mujer). Sus ojos no engañaban tampoco su piel transparente… Y debajo de ese tricornio, la nariz, los ojos, la cuadrada mandíbula de su hermano Adolfo.

Todos se fundieron en un abrazo con Tino.

–¡Joder, hermanu!, pensé que ya veníen a deteneme. Podíes haber venido de civil.

–¿Crees que con el sueldu que tenemos nos da para comprar un traje como el tuyu?

Los dos reían abrazados. Con una sola frase cada uno, en un instante, habían recuperado su íntima fraternidad.

–Fisi y Bernardín están nerviosísimos esperándote –dijo Feli.

Fíu, vamos a casa

–Ya estamos en casa, Mamina.

No cabe duda –esta es mi casa
aquí revivo– aquí sucedo o
esta es mi casa detenida
en un capítulo del tiempo
…./….
Esta es mi casa con mi gente
con mis pasados y mis cosas
mis garabatos y mi fuego
mis sobresaltos y mis sombras.
…./….
Esta es mi casa o mi región
o el laberinto de mi patria
pero me gusta repetir
no cabe duda– esta es mi casa.

Mario Benedetti

***

 
   

(GRABACIÓN. Madrid, 2011)

–Con lo bien que te acuerdas de todo, de esto cuentas muy poco, abuelo

–comentó Carol a la vez que pulsaba el off de la grabación.

–No es que no quiera, es que lo tengo todo muy confuso. Parece que hubiese estado viendo varias películas a la vez. Claro que me acuerdo del impacto de ver a mi madre y a Mari. Y luego, ya en Oviedo, a mis otros hermanos. Pero todo lo tengo muy confuso. Me acordaba mucho de mi gente en la URSS, sin poder saber nada de ellos. ¡Vamos, que tengo una empanada con todo lo de esos días!

–Y además te harían mil preguntas después de tantos años.

–La verdad es que no. Se daban cuenta de mi aturdimiento y no me asediaron. Lo normal sí, ¡claro! Y yo se lo agradecí; me hubiese resultado muy difícil o imposible resumir tantos años y tantas cosas en un momento. Luego, poco a poco, con el tiempo, fueron fluyendo. Pero hubo cosas de las que nunca quise hablar.

–Lo que sí tenemos muy sincronizado son los tiempos. Justo ahora que has acabado la narración, con tu retorno, es cuando tengo que entregar la tesis que, ya sabes, es sobre el periodo en que estuviste refugiado, o evacuado, según decíais entonces. Me quedan tres o cuatro días para corregir alguna cosa y la entrego justo a tiempo.

–Bueno pues que no te pase lo que me temía cuando empezamos. A ver si te dicen: “pero, ¿usted qué se cree?, ¿que con las batallitas del abuelo la vamos a aprobar?” Y: ¡cateada!

–Todo lo contrario. ¡Van a flipar! El director de la tesis está encantado, yo creo que me va a dar el visto bueno.

–¡Pues un rollo menos que te quitas!

–De eso nada. Yo no me quedo sin saber algunas cosas. ¿Qué tal te fue en Oviedo al llegar? Tal y como estaban las cosas, no creo que fuese fácil para un recién llegado de Rusia? ¿Qué fue de tus compañeros prisioneros y de los que siguieron en la guerra y luego la posguerra?

–Para, para!, ¡que son muches coses!

–Ya, ya, pero es que ahora no puedo quedarme sin saber… ¿Por qué os vinisteis a Madrid? ¿Cuándo fue?

–Carol, eso no da para hoy, son muchas preguntas.

–Pues son las respuestas que necesito para escribir un libro que trate sobre eso: de la posguerra aquí y de lo que les pasó a los españoles en Rusia.

–¡No me libro del interrogatorio! Ni que fueses de la Brigada Político-Social. Mira, lo que sí te voy a decir, ya que te quejabas de que no contaba cosas del día que nos reencontramos, es que es cierto que estaba confuso. Pero lo que sí recuerdo con nitidez es en qué momento se despejó mi cabeza, y que eso no sé si fue el final de una etapa o el principio de otra.

–¡Cuenta, cuenta!, dijo a la vez que volvía a dar al on para grabar.

–Cuando salimos de la estación, recuerdo que Adolfo quiso llevar él una pequeña bolsa con unas mudas y una camisa que me había comprado Mari en Madrid. “Vamos atravesando el parque San Francisco. Aunque demos un poco de vuelta así nos despejamos” –me dijo–. Me vino bien. Dimos una vuelta por sus paseos. Recuerdo que dejaron que me  adelantara a ellos, sonámbulo como iba, o por lo menos tengo esa sensación de ir solo. Nuestros pasos quedaban amortiguados por las hojas caídas. Mis ojos se iban detrás de todos aquellos lugares vistos, sin mirar, una y cien veces. La Fuente del Caracol, el Angelín, la de las Ranas. El campo de mis juegos. Veía los banzones rodando hacia el guá. El aro impulsado con el gancho. La bola lanzada hacía la esquina trazada en el suelo con un palo para jugar al “rondiuevo”, una variante autóctona de baseball. Por allí estaban jugando a las mismas cosas los rapacinos que tendrían parecida edad a la mía cuando salí para Salinas, creyendo que era para quince días: fueron cinco años y medio. Salimos del parque hacia la calle Fruela, donde luego estaría “El Escorialín” y cruzamos a “la Escandalera”. La brisa húmeda del Campo San Francisco había despejado la neblina. Saliendo de mí aturdimiento fui consciente: Estaba en Oviedo, pisando sus calles nuevamente.

“NIKTO ne zabyt i nicto ne zabito”
“Nadie es olvidado y nada es olvidado”

Palabras de Olga Bergholz grabadas en la estela del cementerio Piskariovskoye, donde están sepultados cientos de miles de leningradenses.


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Capítulo 37

Pisaré sus calles nuevamente. Todos los capítulos publicados
Novela histórica de Pablo Fernández-Miranda de Lucas, por entregas en Nuevatribuna

Capítulo 37 (2ª parte) Finlandia (hasta el 9 de enero de 1942)