viernes. 29.03.2024

Capítulo 3 Oviedo. 21 y 22 de julio de 1936

Desde el jueves anterior, cuando Tino salió hacia Salinas, en casa no habían vuelto a tener noticias suyas. A la tensión de los cercanos combates y de saberse sitiados se unía la angustia de no poder saber nada de Tinín. La madre estaba zurciendo unos calcetines, más que nada por liberar   a través de la aguja su preocupación, cuando oyó abrir la puerta con la energía propia de Mari.

Portada JPG–Menos mal que has vuelto, estaba en un “sin vivir” –dijo Catalina a su hija según abría la puerta–. ¡Tardaste muchísimo!

–No tenía más remedio que pasar por el hospital de la Cadellada; y habiendo tiros razón de más. Además de los enfermos del psiquiátrico, están llegando muchos heridos.

–Ya me olía que estaba pasando algo así. Por eso estaba más preocupada.

–Han juntado a los enfermos mentales en varias secciones y han dejado libre otras para atender a los que van trayendo de los combates. He tenido que quedarme para realizar curas de urgencia. De vuelta, ya que tenía que atravesar por tierra de nadie, me he acercado a la lechería del Prado de la Vega y he podido llevarme dos litros de leche; Luis, el capataz de la vaquería, se porta bien con todo el mundo y me la vendió a buen precio –dijo Mari–. Una botella la he dejado en casa de Feli. Quería ver si estaban bien.

–¿Y lo están? –preguntó Catalina a su hija.

–Sí. El que no estaba era Bernardo, parece que le tienen de mensajero entre unos cuarteles y otros de los sublevados. Por lo menos ha podido llevar a casa algunos garbanzos y algunes lates de sardines que le dieron en el de Infantería.

Catalina no perdía una palabra de lo que contaba su hija, ya más tranquila, sabiendo que Felisa y los demás estaban bien.

–Me contó Felisa, que lo sabe por su marido, que el Gobierno Civil  y el cuartel de la Guardia de Asalto no se sublevó y Aranda mandó tropas, contra ellos, a primera hora de la tarde de anteayer, nada más hacer el pronunciamiento por radio. El Gobierno Civil cayó por la noche y el de los Guardias de Asalto aguantó hasta ayer por la mañana. En cuanto lo tomaron, llevaron al paredón al comandante Ros, que estaba al mando, a todos los guardias y a bastantes milicianos que también estuvieron resistiendo.

–Pues a mí me contó Virtudes, la vecina de arriba –explicaba Catalina–. que su hermano fue de los que salieron en tren a Madrid, pero que tuvieron que darse la vuelta en León cuando les llegó la noticia de que se habían sublevado las tropas aquí. Parece que lo que Aranda tenía concertado con los sublevados de Valladolid era que les esperasen en la estación tropas y falangistas, con metralletas, para freírles. Al darse la vuelta se les estropeó el plan. Aun así, tuvieron que dividirse; bastantes continuaron hasta Madrid por otros medios y muchos tuvieron que volver ingeniándoselas. A un grupo que fueron a Palencia sí que los ametrallaron y murieron allí todos. Con los que volvieron, entre los que está su hermano, han reforzado el cerco de la ciudad y en Oviedo hemos quedado aislados –acabó Catalina.

–Pero, ¿cómo se enteró de todo eso si su hermano quedó en el otro bando?

–A pesar del cerco, las noticias corren de un lado a otro como si no hubiera dos frentes. Todo el mundo tien familia y amigos que están a ambos lados. Además, el perímetro aún no está cerrado y hay gente que se está pasando de uno a otro según su manera de pensar y otros donde creen que van a poder apañárselas mejor para sobrevivir.

–Lo que sí me aseguran es que, del resto de Asturias, sólo en Gijón hay combates de importancia. Avilés y Salinas están tranquilos. Tinín estará bien.

–Dios te oiga, fía. No tengo ya uñas, de los nervios que estoy pasando de pensar en que está solín, tan pequeñu.

–Está en buenas manos, mamá. Cuidarán bien de los neños. Por lo menos no tendrán los cortes de agua de aquí (9). Mañana, sin falta, me acerco a la calle del Rosal a ver si me entero de algo de Tinín por la muyer de López Mulero. Parece que el marido ha podido huir. Con el desconcierto que hay, a ver si consigo acercarme a ella y saber algo.

Al día siguiente Mari rondaba por la calle del Rosal sin atreverse a subir a la casa de López Mulero por si estaba vigilada. Al rato se decidió. Llevaba en el bolso un libro de texto, de enfermería, que había desencolado para tener una coartada, en el caso de que la interceptaran, alegando que iba al taller de encuadernación. Tocó primero en la puerta del taller, nadie contestó. Después subió e hizo lo mismo en la puerta de la vivienda de al lado: tampoco. Una señora, a la que conocía de haberse saludado cuando vivían allí, bajaba en ese momento las escaleras; se paró junto a Mari diciéndole a media voz:

–Anteayer vinieron a buscar a Lorenzo, al no encontrarlo se llevaron a su mujer detenida. No ha vuelto.

–Muchas gracias –le dijo Mar–. Volveré en un par de días. La soltarán, que ella no hizo nada para que la dejen detenida.

–Eso espero, fía, que ye muy buena muyer.

Bajó a la calle y se encaminó al hospital de la Cadellada. A pesar de que cada vez quedaba más próximo a la línea del frente de la batalla, tenía que entrar a su turno. Además, iba a tratar de pasar una carta que llevaba escrita para Tino, a través de una enfermera con familia en Avilés. La carta, firmada también por su madre y por los hermanos, Adolfo e Ina, venía a decir que estaban todos bien, muy preocupados por él. Que en cuanto se pudiera irían a buscarle para estar todos juntos, que hiciera caso a los profesores y sobre todo a don Pablo Miaja.

Al cabo de más de media hora de caminar llegó al prado de la Vega. Aceleró el paso para atravesar el descampado por donde de vez en cuando solía haber frecuentes disparos cruzados.

Al llegar, se encontró a todo el personal muy inquieto. Estaban valoran- do qué hacer. El psiquiátrico de la Cadellada había quedado dentro de la zona sublevada, pero muy próximo a las primeras posiciones de los mineros. Aparte del peligro de quedar en línea de frente, había temor generalizado a nuevas represalias de los militares.

Hasta ahora estaban demasiado ocupados con otras prioridades, pero en cualquier momento podían ir contra ellos. Ya pasó hacía dos años en la revolución del 34 en la que, por haber atendido a los heridos revolucionarios, cuando recuperaron el control las tropas, los sanitarios fueron represaliados. De nada les sirvió entonces pretender hacer valer el juramento hipocrático.

 
   

farmacia

Fachada de la antigua farmacia Olai. En la actualidad ya con otro nombre.

Algunos médicos, enfermeras y personal no sanitario fueron encarcelados y casi todos expedientados de empleo y sueldo. Una gran parte no recuperó su puesto hasta las elecciones ganadas por el Frente Popular hacía unos meses.

También Mari estuvo expedientada por noventa días y fue interrogada en varias ocasiones.

Y eso que no llegaron a enterarse de que en la farmacia Olai, enfrente de su casa, el farmacéutico, el mancebo y ella, habían improvisado un puesto de socorro.

La mayor parte del personal del hospital se mostraba dispuesto a pasarse al otro lado, pero no lo hacían por no abandonar a los enfermos mentales y a los heridos. Por eso la idea más compartida era confiar en que los milicianos avanzaran posiciones y llegaran hasta allí. Mari hizo un aparte con Rosa, la jefa de enfermeras, y le confesó que en ese caso, por más que le hubiese gustado seguir con su trabajo, atendiendo a los pobres desquiciados y a los heridos, no podía dejar a su familia. Sólo faltaba que se desperdigasen todos: Tino en Salinas, la madre con los hermanos pequeños en Oviedo y ella en la Cadellada, pegada a la línea de frente y sin saber si las carreteras estarían cortadas hacia Avilés.

- ¡Vaya trema! No puedo dejarles. Me quedaré en Oviedo.

 
   

(GRABACIÓN. Madrid 2011)

-Entonces, abuelo, ¿en la guerra civil quedasteis separados?

-Sí, Carol. Separados e incomunicados. No sabíamos cómo estábamos ni unos ni otros. Y separados quedamos por más de cinco años, en el tiempo y también después, por la distancia, a miles de kilómetros.

-¿Y no supiste nada en todo ese tiempo?

-Durante años, nada. Las cartas que ellos me enviaron, igual que las que yo les escribí, no llegaron a sus destinos. Luego supe, muchos años después, que ellos se enteraron del día que salimos de la Colonia de Salinas porque grabé, con un cuchillo en un pupitre, mi nombre y la fecha del día en que nos fuimos. Eso lo supo mi madre cuando Salinas fue tomada por los “nacionales”. También lo contrastaron con las listas de salida de la expedición desde Gijón que consiguieron localizar. Pero yo eso no lo supe hasta que ya llevaba tiempo en la URSS. Recibí noticias de que estaban bien y pude enviarles una carta a través, también, de la Cruz Roja.

–Para entender la incomunicación, hay que comprender lo inconcebible

–siguió Tino explicándole a su nieta–. La ruptura de las relaciones de la URSS y del Gobierno de Franco iba más allá de la que podía haber entre dos países enemigos. Era una incomunicación total; no se permitía ningún tipo de contacto, ni cartas de entrada ni de salida. Creían que todo suponía un peligro permanente de consignas del Partido Comunista. Durante más de una década, después del final de la guerra,    la guerrilla: los “maquis” continuaban activos y debían de pensar que cualquier comunicación era sospechosa. –Quedó callado, sumergido en sus pensamientos.

Tras llegar a su casa y repasar las grabaciones, Carol procuraba documentarse a través de internet para corroborar o completar la narración del abuelo. La memoria es frágil, más aún tras tanto tiempo y con tantos años como tenía. Ese día estaba buscando cosas sobre Salinas y Oviedo. Le asaltó el recuerdo de la mirada soñadora de Tino cuando relató la ausencia de la madre, de su propia bisabuela de la que apenas sabía nada. Se le ocurrió dar un “palo de ciego” tecleando en el buscador: “Catalina Tuñón niños URSS”. Tras descartar varias páginas de Facebook con nombres similares, aparecía una referencia en PDF “La Emigración Española en la URSS, de A.V. Elpátievsky”. Pinchó y le saltó la página 124 de un total de 420 del PDF y… ¡bingo!”. Leyó:

En la carta de Marchenko, dirigida a Rosh, de 25 de noviembre de 1938 se habla del ruego del ministro residente inglés Stevenson en nombre de la ciudadana española Catalina Tuñón Díaz, informar a su hijo Celestino Fernández Tuñón”. Otra vez el lío de siempre con el apellido compuesto de su familia –pensó Carol–. Ella misma sufría los errores que motivaban su segundo apellido, figurar mal en las listas de la universidad, billetes de avión…; quizás la propia abuela lo obvió aposta con el fin de dejar claro el “Tuñón” que atestiguaba que era hijo suyo. Continuó con la lectura en la pantalla: “…de 13 años que ha salido a la Unión el 23 de septiembre de 1937 y que se encuentra en la casa infantil de Tishkovo, que su madre y sus hermanos están sanos y le piden a él escribir sobre su salud. Stevenson pide enviarle a él la respuesta del chico...”

Se le puso la carne de gallina. Al leerlo, creía percibir, a través de los algoritmos de internet, los sentimientos de su bisabuela, muerta hacía casi sesenta años. La memoria del abuelo no fallaba en eso. La carta existió, y si no lo hubiese corroborado en la red, quizás se hubiese quedado con dudas. Decidió que el abuelo tenía todo el crédito. En lo que le fallaba la memoria, sencillamente, no se acordaba. Pero lo que recordaba es que así había sucedido. Seguiría completando su documentación, pero si algo faltaba, ella iba a ser fiel para trasladar al papel los recuerdos de Tino, su abuelo.

Esa noche estuvo dando vueltas en la cama sin conciliar el sueño. Creía haber percibido la desesperación de Catalina por la ausencia de su hijo, removiendo cielo y tierra en una España en guerra. Una pequeña y humilde costurera accediendo al cónsul inglés y a la Cruz Roja para lograr que trasladasen su carta nada menos que a la URSS que, entonces, era igual que enviarla a otra galaxia. ¿Cuántos rechazos, desprecios, sinsabores, hasta conseguir que se hiciesen cargo del mensaje? Aun   en sueños, seguía viendo una menuda silueta recorriendo un tortuoso camino, cayendo y levantándose, persistiendo en avanzar, en saber algo de su hijo: ¡su bisabuela!

Tras el descubrimiento de esa carta Carolina no dejó parar a ninguno de los mayores de la familia. Fue a charlar con Fisi y Marisina. Indagó en los recuerdos de su madre y su tío sobre lo que les habían contado de sus ascendientes, ya que ellos tampoco llegaron a conocer a Catalina. Tino le indicó que buscara en un cajón donde guardaba antiguos documentos; allí encontró algunos libros de familia, certificados de bautismo y otros legajos. Entre papeles y charlas, pudo reconstruir una parte de la vida de la madre de su abuelo:

***

Catalina había nacido en la Manjoya, una pedanía del sur de Oviedo con parroquia propia donde había sido bautizada. Su padre, Felipe, era peón caminero. Tenían una casita y unos pequeños huertos cerca de la iglesia. Allí vivían también su madre, Josefa y sus cinco hermanos: Felipe, y María Josefa, los mayores, que habían heredado los nombres de

sus padres, seguidos por José, Valienta y Oliva; esta última era la única menor que ella. Su padre pasaba muchas horas y días enteros de guardia en una caseta a donde, las hijas, le llevaban la comida en un pote. Desde allí se llevaba el mantenimiento de la carretera que unía la parroquia con Oviedo. Parte de la calzada era de ripio y, ya muy próxima a la capital, de adoquín. La caseta lucía, encima de la puerta, una franja de baldosines; cada uno con una letra grabada en grande, azul oscuro, cuya composición decía: “peones camineros”. Allí tenían un jergón, los aperos y herramientas para los arreglos de los daños en la carretera causados por las lluvias y los temporales.

Su pobreza no había impedido el empeño de los padres en que sus hijos fueran a la escuela. El párroco de la Manjoya creía en la educación y él mismo atendía la escuela a la que acudían unos quince niños y dos niñas; una de ellas, Catalina. Lo habitual en la España de finales del siglo XIX, y más en las zonas rurales era que, la población fuera mayoritariamente analfabeta, no digamos la femenina. No fue el caso de Catalina, que pudo estudiar gracias a sus padres que no solo lo consintieron sino que ellos lo fomentaban; y, desde luego, a la ayuda del párroco, que se brindó a enseñarla. Algunos de los padres de los niños podían pagar con monedas, pero otros sólo podían hacerlo con lo que tenían. Por eso, en casa del cura, no faltaban lechugas, berzas, arbeyos, patatas o huevos.

Conoció a Celestino el día de carnaval. Había bajado a Oviedo con unas amigas de la aldea y llevaba un disfraz de “cielo nocturno”. Un sayo ne- gro con figuras plateadas de estrellas, planetas, nubes y una luna. Ella misma lo había recortado e hilvanado con mucho cuidado para luego, al quitarlos, no dejar marcas en él. A lo lejos vio un grupo de chicos bien vestidos, -señoritos de Oviedo-. Uno destacaba por su altura. Ella ya lo había visto en alguna ocasión cuando tenía que ir a la ciudad dos veces por semana al taller de costura donde era apreciada por su destreza a pesar de ser tan joven y donde la gente llevaba ropa para arreglar. Sus compañeras se habían encargado de ponerla en antecedentes.

–No me digas más. Si dices que nunca habías visto a nadie tan altu, tien que ser Celestino Fernández-Miranda. Ye fíu del Ingeniero de la Diputación, don Paulino. Y, si iba con unu más bien baju, ya seguro. Son inseparables; esi otro ye Melquiades Álvarez, estudia leyes y anda siempre

metido en política. Dicen que Melquiades llegará lejos, pero no sé yo, con lo juerguistas que son los dos.

–Fíjate si lo serán –intervino una de las amigas, monilla y vivaracha– que hace poco tuvo que ir Melquiades a Madrid y Celestino decidió acompañarle. Pues no se les ocurrió otra que llevase con ellos al gaiteru Libardón, que le suelen contratar cuando van al llagar porque dicen que una juerga sin gaita no merez la pena. Le convencieron: “venga, Libardón, que así conoces la capital”. Imagínate la que montarían allí. En el tren de vuelta tuvo que ayudar el revisor a los tres para que consiguieran entrar al vagón.

El caso es que esa tarde de carnaval, Celestino venía con un gorro cuartelero por todo disfraz. Desde su altura se dirigió a Catalina:

–¡Nunca vi a Venus tan reluciente! –le dijo, señalando, con doble sentido, hacia una de las figuras, en forma de planeta, que Catalina tenía cosida a la altura del pecho.

Por más que se dijo a sí misma que él era un señorito y ella una aldeana, no pudo resistir la insistencia de Celestino pidiéndole salir. Se informó sobre como localizarla. La buscó en el taller tantos días como hizo falta. La empezó a acompañar de vuelta a la Manjoya. Sus padres también quisieron disuadirla pero veían impotentes cómo, cada vez con más frecuencia, se quedaban hablando largo tiempo por fuera de la puerta de  la casa hasta que la avisaban para cenar y, Celestino, se volvía a Oviedo ya habiendo oscurecido. Hasta que una noche de aquellas, el padre de Catalina abrió la puerta y dirigiéndose al pretendiente le soltó:“perru dientru o perru fuera”. Lo interpretó con claridad: “fuera”, le señalaba el camino para acabar la relación; “dientru” era asumir la formalización del noviazgo. Celestino, agachando la cabeza para no dar en el marco de la entrada, traspasó el umbral; le ofrecieron una silla para sentarse a cenar junto con todos.

La familia de Celestino no aceptó el compromiso. En todo Oviedo, los miembros de esa familia, tenían fama de tozudos y levantiscos; de armas tomar y no siempre en sentido figurado. Don Paulino no salía a la calle sin su bastón que, en realidad, era a la vez la vaina de un largo estilete oculto en su interior.

Con su hijo no esgrimió el bastón pero fue taxativo e intentó disuadirle de todas las formas posibles. Pero con la misma persistencia que Celestino había insistido a Catalina para que aceptara su compromiso, se resistió a sus padres y hermanos, que no querían emparentar con unos aldeanos camineros. Fue un choque frontal.

–Te desheredo y punto.

–Me caso con Catalina y punto final.

Celestino siguió siendo juerguista de sidra y de comilonas, como señorito carbayón y decimonónico que era, pero en cuanto a su amor por Catalina, siempre se volcó. Al poco de casarse tuvieron a Felisa, y más tarde le siguieron Mari, Adolfo y Aurina. Tenía un buen puesto de agrimensor en la Diputación pero le salió la oportunidad de trasladarse a Lugo aceptando un cargo que mejoraba el salario con el que tenía que alimentar a tanta familia no pudiendo contar, para nada, con el apoyo de sus acomodados padres.

Ya en Lugo, el 21 de septiembre de 1924, nació su último hijo, al que puso su mismo nombre y al que llamaban Tinín. Poco antes del alumbramiento llegó un paquete, desde Oviedo, enviado por los amigos de “la peña” de Celestino a petición suya. Era tierra cogida en la finca de uno de ellos, en la falda del Naranco. Una vez que nació, puso la caja abierta en el suelo y cogiendo a su hijo en brazos lo bajó para que sus diminutos piececines tocasen su contenido:

–¡Que lo primero que pisen tus pies sea tierra asturiana! Catalina, aún dolorida y sudorosa, esbozó una sonrisa:

–¡Qué chiflau estás, Celestino!

Poco a poco fue empeorando de la enfermedad contraída a cuenta de un catarro mal curado por culpa de una loca carrera en la que creyó apostar contra su peña de amigos pero lo hacía, y perdía, contra su propia salud. Antes de ir a peor hizo unas escapadas a Oviedo y Gijón para despedirse de su ciudad y de su mar Cantábrico.

Moría en Lugo sin llegar a poder celebrar el tercer cumpleaños de su hijo menor.

De inmediato, Catalina, destrozada y viuda con sus cinco hijos pequeños, tuvo que organizar la vuelta a Oviedo. Acudieron Felipe, su padre, y su hermano José, para ayudarles en el traslado que hicieron en tren.
 celestinoCelestino, padre de Tino, en la playa de Gijón, de la que se fue a despedir, ya muy enfermo, poco antes de fallecer, pero con humor suficiente para escribir en el dorso unas palabras a Catalina: “…no me parece que soy tan feo”.

La pensión de viudedad le daba, escasamente, para pagar el alquiler de la casa que arrendó en la calle del Rosal número 34, en la acera de en- frente de la Farmacia Olai, prestigiosa en la ciudad por las preparaciones magistrales del boticario y también por la llamativa entrada del chaflán de la esquina, con un pórtico vigilado por dos macizas columnas, gruesas y cortas, a ambos lados de la puerta. El edificio era angosto y estaba situado entre dos medianeras con sendas construcciones, a ambos lados, que daban la sensación de comprimirlo. A pesar de su estrechez tenía su gracia, sobre todo porque en los balcones, dos por planta, parecían rendir homenaje al nombre de la calle, con macetas repletas de flores, rosas y geranios. Llamaba la atención porque no era costumbre frecuente en Oviedo adornar la fachada con flores; sin embargo, aquí parecía haber un pacto tácito, entre el vecindario, para aprovechar los rayos de sol de su fachada orientada al sur.

En los bajos estaba el taller de encuadernación de Lorenzo López Mulero, maestro artesano al que los editores confiaban los mejores manuscritos, a sabiendas de que resultarían cuidadas ediciones. Era tan detallista y meticuloso en el tratamiento del encuadernado que nunca le faltaba trabajo a pesar de que era un conocido dirigente socialista que, de vez en cuando, pasaba por los calabozos de Gobernación. Pero el trabajo no se interrumpía; tenía varios ayudantes, también excelentes encuadernadores y un par de espabilados mozos. Cuando no estaba López Mulero, el encargado, Nicanor, se hacía responsable de que todo funcionase. El único problema es que Nicanor era comunista y a veces ambos coincidían en los sótanos del cuartelón apresados en la misma redada. Tras los sucesos del 34, López Mulero tuvo que exiliarse a la URSS durante cerca de un año. Después volvió a ser elegido alcalde en las elecciones municipales de febrero del 36.

Los López Mulero vivían en la primera planta del mismo edificio. La mujer era madre de tres hijos: Carlos, Armando y Piluca. Tenía unos pocos años menos que Catalina. Rápidamente, de vecinas, pasaron a ser amigas. Los hijos eran de edades parecidas a los pequeños de Catalina que, por afinidad, se hicieron compañeros de juegos.

A pesar de aprovechar al máximo todos los cuartos de la casa, estaban demasiado apretados. Valienta, hermana de Catalina estaba casada con un reconocido sastre de Oviedo, se ofreció a que Felisa se fuera con ellos a su casa, en la calle Palacio Valdés; en el domicilio también se ubicaba el taller de sastrería; por cierto, el escritor que daba nombre a la calle fue pariente de la abuela paterna de Feli y sus hermanos. Valdés era el segundo apellido de su padre. Espacio sobraba en esa casa, grande y elegante; además sería ayudanta de Horacio y podía aprender el oficio.

Durante unos meses Feli estuvo viviendo en esa casa, pero aprendió poco; Horacio la mandaba hacer recados y apenas la enseñaba displicentemente. La trataba sin consideración y la menospreciaba delante de los cuatro hijos del matrimonio, Horacio, Tinina, Pepita y Elda. Su tía intentaba compensarla con alguna atención y sus primos se portaban bien con ella, sobre todo Elda. Eran un poco engreídos, pero no era de extrañar, con la educación que recibían de su padre.

Catalina, pasado un tiempo, viendo que su hija no soportaba a Horacio y que no mejoraba en el uso de las tijeras y de la aguja, decidió que volviera a casa aunque estuviesen apretujados. Tenía que compartir cama con Mari pero, qué remedio.

Para entonces, con la ayuda de Melquiades Álvarez, el amigo inseparable de su marido y ahora muy bien situado en la política, líder del incipiente Partido Regionalista Asturiano, consiguió que la contrataran de costurera en el hospicio, que dependía de la Diputación. Allí cosía en el propio taller junto con otras cuatro compañeras. La jefa de ellas era muy buena en su oficio. Había tenido una academia de corte y confección pero tuvo que cerrarla tras la crisis económica de 1929. Dirigía con eficacia a su equipo y las enseñaba de forma práctica y eficiente. Catalina aprendía mucho con ella y se hicieron buenas amigas.

Sin haber cumplido los quince años Felisa quedó embarazada de su novio Bernardo, tras unos pocos meses de relaciones. Se casaron antes de que todo Oviedo pudiera percatarse del evento y así guardar las apariencias. La nueva pareja se fue a vivir con la madre de él a la calle Independencia.

Mari había conseguido sacarse su título de enfermera en un tiempo vertiginoso, fruto de su pasión por el estudio y de su despierta inteligencia. Entró a trabajar en el hospital psiquiátrico de la Cadellada, en la sección de mujeres. Pero tras la revolución del 34, al igual que gran parte de sus compañeras y de los médicos, fue expedientada por haber curado a revolucionarios heridos sin que de nada valiese el haberlo hecho, también, con otros del bando gubernamental. Salió mejor parada que su amiga Aida de la Fuente, a la que matarían las tropas de la Legión en una barricada en las inmediaciones de San Pedro de los Arcos. Aida se convertiría, durante décadas, en icono de los jóvenes socialistas y comunistas.

El apuro económico que supuso perder ese sueldo forzó tener que trasladarse y dejar la casa de la calle de El Rosal para mudarse a otra más pequeña e interior en la calle Jesús. La puerta de entrada de la nueva vivienda daba acceso a un distribuidor. La estancia principal era la cocina, presidida por una gran plancha de hierro con cuatro fogones bajo la cual estaba el sitio para la combustión del carbón o la madera y el tiro de la chimenea. En su parte inferior, la leñera y carbonera. En medio de la pieza, una mesa panera donde se comía y que también era el centro de la zona de estar. En un lateral, frente a la mesa, el escaño: un banco de madera cuyo asiento se abría y en el que había, desde multitud de cacharros de cocina, hasta algún juguete de los niños. Una alacena con platos, vasos y cubiertos. En el lateral contrario a la entrada tenía una ventana que daba al patio interior. La suerte es que el edificio trasero era bajo y entraba bastante luz en el interior.

El distribuidor, además de a la cocina, daba acceso a tres piezas, que eran los dormitorios; uno lo compartían Ina y Mari, otro Adolfo y Tinín, y en el más pequeño dormía Catalina.

Casi no le quedaba espacio más que para entrar de perfil a la cama pegada a la pared. Al otro lado había una estantería, que había cedido, para los libros de Mari. Eran tantos que ya no cabían en el cuarto de la hija y habían ido ganando espacio en otras estancias. Libros de enfermería, de medicina, novelas, historia, arte, francés. Todo lo que caía en sus manos lo leía y lo guardaba como si fueran joyas: eran sus joyas; otras no tenía.

Catalina pasaba muchas horas en una silla, baja, frente a una máquina de coser que había comprado empeñando un reloj de oro, recuerdo de tiempos mejores en vida del marido y aun tuvo que añadir un buen dinero ahorrado. De madrugada el “traca-traca” del pedal de la “Singer” no paraba hasta altas horas. Así se la imaginaba Tinín, pensando en ella, desde la lejanía.

Miradme aquí, Clavada en una silla,
Escribiendo una carta a las palomas…/
Me alimento de cosas que no como,
Echo al correo cartas que no escribo
Y dispongo de siglos venideros…/
Me preguntan los hombres con sus ojos,
Las madres me preguntan con sus hijos,
Los árboles me insisten con sus hojas
Y el grito es torrencial
Y el trueno es hilo de voz
Y me coso las carnes con mi hilo de voz:
¡Si no sé nada!

Gloria Fuertes


NOTAS

(9) Los sitiadores cortaron el suministro de los manantiales. El gran depósito quedó en manos de los sublevados, por lo que hubo grandes restricciones, pero el corte no fue total.


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Capítulo 2

Capítulo 3 Oviedo. 21 y 22 de julio de 1936