viernes. 29.03.2024

Capítulo 2 Oviedo | 12 a 16 de julio de 1936

–Tinín, aprovecha que ye domingo y ve a despedite de tu hermana Feli y tus dos sobrinos –dijo Catalina a su hijo a la vez que le atusaba los rizos de su negro pelo–. Y péinate un poco que pareces un gochu cuando vienes de la calle….Llévales los dos paquetinos de galletes que les preparamos esta mañana –continuó.

PortadaEran cinco hermanos, tres chicas y dos chicos. Feli, con veintiún años y Maria Luisa, a quien todos llamaban Mari, con diecinueve, eran las mayores. La escasez, la dureza de la vida de entonces y sobre todo, lo pasado tras la revolución de octubre de 1934, les había hecho conocer más dificultades y experiencias de lo que su juventud haría suponer.

De hecho Felisa ya estaba casada desde antes de cumplir quince años y tenía un hijo y una hija. Por edad, Tino y sus sobrinos parecían más bien primos y así se trataban. Después le seguía Adolfo, el primer varón; y luego venían Aurina, también con diminutivo: Ina; y el más pequeño, Tino.

–Además de les galletes, puse unes llambietaes en los cucuruchos–dijo Catalina.

En casa, siempre que había algo para los niños, se hacían cinco paquetes. Tres para los hijos menores. Aunque Adolfo iba para dieciséis, la madre prefería contarle entre los pequeños. Y otros dos paquetes para los nietos, los hijos de Felisa.

–No me apetez salir, que haz calor –dijo Tinín.

–¡Venga!, que a lo mejor luego ya no vas a poder verlos hasta después de la vuelta del campamento y les vas a echar de menos –le convencía Catalina–. Vete atravesando el Campo San Francisco, así vas por la sombra. En casa de Felisa juegues un ratín con ellos y ya vuelves cuando caiga el sol.

Tinín se puso las alpargatas, que se quitaría al poco de salir a la calle, para no estropearlas, y bajó las escaleras. Salió del portal a la calle Jesús, donde vivían, cerca de la esquina con la calle de El Peso y de la Iglesia de San Isidoro. Giró a la derecha para llegar a la calle Fruela. Al llegar a la de Uría vio que venía el tranvía de la línea 4. Subirse en marcha era más divertido que atravesar el parque. Con eso tenía la oportunidad de mostrarse su propio atrevimiento y agilidad. Pegó un bote, subió al pescante y se agarró con la mano derecha a la barra que sobresalía mientras que, con la izquierda, sujetaba las alpargatas y los paquetes con los dulces. Se lo sabía de memoria; los guajes de la pandilla competían en dar el salto desde lo más lejos posible. El tranviario ya estaba harto y había desistido de echarles la bronca.

Al otro extremo del parque pegó otro brinco,  justo en sentido contrario, y aterrizó con seguridad sobre sus pies descalzos, flexionando ligeramente sus delgadas piernas.

Olvidado del calor y exaltado por el juego disputado contra el tranvía, corrió atravesando las calles casi vacías hasta llegar a casa de su hermana mayor en un pispás.

–Hola Feli –dijo–, traigo esto para Bernardín y Fisi –que así se llamaban los hijos de su hermana–. ¿No están?

–Deben estar a punto de llegar, les llevó Bernardo a dar una vuelta –dijo Feli refiriéndose a su marido.

–¿Qué día te vas al campamento, Tino?

–El jueves. Vengo hoy ya a despedirme.

–Bueno, quince días pasen pronto –le dijo su hermana–. ¡Qué suerte! Ya quisiera yo irme unos días a Salinas a darme unos baños en la playa y remojar un poco el ratu (6).

–¡Pues haberte apuntado a los pioneros, que sale bien barato! Diz mamá que por menos de lo que cuesta darme de comer las dos semanas que dura.

–Ya  sabes que no dejen con más de dieciséis años. Me paso por mucho

¡Ya soy vieya! –bromeó Feli–. Además tengo que cuidar del marido y los

fios. –Rió, a la vez que arrugaba la cara para “envejecer” su gesto. Pero ni aún con la mueca conseguía hacer feos sus atractivos rasgos, ni apagar la chispa de sus ojos. –Además, ni aun pudiendo; se entera Bernardo, con lo falangistón que ye, de que me apunto con los pioneros, que siempre está con que es un criadero de rojos y me la monta. ¡Mira, ahí llegan!

La puerta se abrió de golpe y los dos niños salieron disparados saltando sobre Tino. Al momento volvieron a salir, pitando, a la mesa donde estaban los dos cucuruchos, a sabiendas de que la abuela habría enviado algo para ellos.

–¿Qué? ¿Ya tienes preparado el pañuelu roxu de pionero? Más valía que fueras a un campamento de los curas –le dijo Bernardo a Tino.

–Pues no me dieron plaza; aunque mamá me apuntó en la parroquia. Y eso que va todos los domingos a misa, pero el cura diz que aunque ella cree en dios, en el taller de costura tiene demasiaes amigues de UGT.

–Pues tú también tienes demasiados amigos rojillos. ¡A ver la comedura de cabeza que te hacen en la colonia! Me ha dicho un camarada de la escuadra que el director es Pablo Miaja, socialista él. Igual vuelves con la hoz en una mano y el martillo en la otra –insistió Bernardo, poniendo gesto agrio.

–Eso ye el escudu de los comunistas, no de los socialistas. A mí lo que me apetez ye la playa y las excursiones –dijo Tino con aires de disimulo dirigiéndose al padre de sus sobrinos, que le miraba con cara de pocos amigos desde la altura de sus veinticuatro años. Bernardo le caía bien, pero no sus camaradas, uniformados de azul mahón, que observaban mal encarados y abusones cuando él y sus amigos se ponían los pañuelos rojos para ir al Centro Comunista o a la Casa del Pueblo. Ahí les dejaban un cuarto grande para jugar cuando llovía y no se podía estar en la calle.

Bernardín y él estuvieron un rato trasteando. Fisi quería participar, pero no le hacían caso, aún era pequeña para sus juegos.

–Bueno, me voy ¡Hasta la vuelta! –se despidió, a la vez que besaba a sus “primos-sobrinos” y al padre de estos y abrazaba a su hermana.

–Pásalo bien Tinín, hasta la vuelta. Date un bañu por nosotros.

Al día siguiente, lunes, había mercado de leche. En realidad lo había a diario pero en domingo disminuía mucho la oferta porque los paisanos se quedaban en las aldeas. El lunes era cuando más bajaban de los pueblos. Tino no quería perdérselo. Si estaba pronto, alguno de los aldeanos le dejaba la mula para que la llevara desde el mercado al establo, mientras duraba la venta. En cuanto el dueño le perdía de vista, se citaba con otros compinches para hacer carreras hasta la cuadra. La gente les ponía a caldo por ir al galope y hacerles brincar para no ser atropellados. El mercado de la leche estaba en la plaza del Paraguas, llamada así por la estructura que recordaba su forma acampanada y que se había construido, precisamente, para resguardar a clientes y vendedores del frecuente orbayu.

Esta vez vio llegar una mula oscura y fuerte con la que ya había gana- do alguna competición, conducida por un paisano tan oscuro y potente como su caballería. Tino corrió hacia él para que no se le adelantaran.

–Si quiere le ayudo a descargar y la llevo al establo. Ya le digo al mozu de les cuadres, que lo conozco, que la farte bien de cebada.

–¡Venga! ¡Pero cuidao, rapaz!, que la Negra val su pesu en plata.

Esa mañana ganó la carrera con holgura.

Por la tarde, con los amigos callejeando, acabaron en el Campo San Francisco, donde se juntaron con otras pandillas de la calle Independencia. Estuvieron jugando al “taco”. Para jugar al taco, previamente, había que aprovisionarse de algún tacón viejo de caucho desechado por los zapateros al ser cambiado por otro nuevo. Y cromos: en aquel momento estaba en boga una colección de “banderas, escudos y monedas del mundo”. Se ponía una de las estampas en el suelo; rotativamente, a la distancia con- venida, se hacía una raya y desde atrás de ella iba lanzándose el taco. El que quedaba más cerca del cromo se lo apropiaba. Acabaron discutiendo por cuestión de proximidades, como siempre les pasaba: una racha de viento lo había movido, o cualquier otra circunstancia.

El siguiente juego sirvió además de para entretenerles, para poder dar rienda suelta a la agresividad generada por su enfado anterior: “Churro, media manga, manga entera”; cada grupo formó un equipo. El que perdía a suertes era el primero en pocharla. Tenían que ponerse en hilera doblados por la cintura, el de atrás con la cabeza metida en las piernas del anterior; así tantos fuesen, al menos cinco o seis niños. El primero del otro equipo tenía que saltar procurando llegar lo más adelante posible ya que, si no cabían todos, perdían. En cambio, si los de abajo no so- portaban el peso y se derrumbaban, perdían ellos. Los últimos en saltar, lógicamente, procuraban hacerlo alcanzando la mayor altura posible para caer con más fuerza y que cedieran al peso, derrumbándose los de abajo. Cuanto más a lo burro mejor. Al único que Tino procuraba no caerle en- cima era a Angelín, un niño de otra pandilla, que tendría un año menos y era menudo. Le daba pena viéndole tan delgado y porque, igual que él, era huérfano de padre. Ese Angelín, muchos años después, Tino caería en la cuenta de que era el gran poeta Ángel González.

Al finalizar se fueron, cada pandilla a sus lares. Agitados aún por la pasión del juego, los de la calle Jesús, entre los que estaba Tino, fueron llegando a la zona de sus dominios: el Fontán. Uno de los sitios del entorno que les seducía era la armería de Leoncio del Valle, en la calle Fontán 17, frente a su colegio.

laresLos “lares” de la pandilla de guajes. Parte de la fachada del colegio y, a continuación, el mercado. Fotografía de 2017

En el escaparate había un sinfín de artilugios que eran oscuro objeto de su deseo. Navajas, cuchillos de monte, arcos y flechas, cañas de pescar, anzuelos con moscas de colores intensamente atrayentes. Podían tirarse horas delante hablando de las cosas que harían de mayores cuando pudiesen adquirirlas. Parecía que ya habían cazado el jabalí y lo habían despellejado para hacerse una alfombra. Y el “campanu”, el primer salmón que se pesca en la temporada y que ese año había pesado cuatro kilos y seiscientos gramos, sería un renacuajo comparado con el que ellos iban a pescar de mayores.

Pero lo más divertido era cuando salía el dueño a echarles, harto de que estuviesen con sus caras pegadas al cristal y los auténticos clientes pasaran sin poder ver el escaparte, por más que este llevara sin cambiarse desde la revolución del 34, cuando los revolucionarios asaltaron la armería y luego, Leoncio, tuviera que recomponer la exposición. El propietario era un personaje mal encarado, especialmente con quien sabía que no iba a comprar; salía con media caña de pescar de bambú  y si no andabas espabilado te medía las costillas. Sus pequeños ojos, hundidos, aún parecían estarlo más por la prominente nariz que abanderaba su rostro y que lucía, un tanto informe, salpicada de verrugas y de pequeños bultos, recuerdos de una granulada y lejana adolescencia.

Desde la profundidad de sus cuencas les miraba, con odio, agitando la caña. Ellos echaban a correr y desde una distancia prudencial le cantaban:

Les narices de Leoncio
tienen dos departamentos
uno para los tomates
y otro para los pimientos.

Lo repetían cada vez más alto hasta que el tendero volvía a meterse de nuevo en su cubil. Los niños volvían al escaparate, pero ya no interesados en los objetos, sino en provocarle a él que, antes o después, volvería a picar.

Más rápidos, casi siempre, saltaban a distancia variando de canción.

Fuimos a casa de Leoncio,
donde salió la criada

Ella misma nos contó
que anda fuera de viaje

¿Sabe cuándo volverá?
Les narices
lleguen hoy
Y el señoritu mañana.

El martes, la madre entró a despertar a los hermanos:

–¡Venga, arriba! Tenéis el desayuno en la mesa, va a enfriase la leche.

Adolfo, encárgate de que Tino no salga hasta que termine por los menos la mitad de los deberes que le pusieron para el verano. Desde que acabasteis la escuela no ha hecho nada más que correr por la calle y ahora va a estar fuera una quincena. La otra mitad quedará para agosto, pero tiene que acabar esta parte.

–¡Pero si luego queda todo un mes! –respondió Tino–.

–Si aproveches el tiempo sales después de comer. Si no, quedeste tou´l día haciendo deberes. ¡Tú verás!

Cogiendo el bolso les despidió con un beso a cada uno y otro a Ina, que estaba en la pila fregando los cacharros.

–Y tú, fía aunque los lleves más adelantados, aprovecha que se queda Adolfo y te ayude también.

–Venga, vamos a desayunar y te pones con los deberes. Para acabar cuanto antes hágote la mitad de los de aritmética y un poco de caligrafía –le dijo Adolfo a su hermano en cuanto Catalina salió por la puerta. Ina, desde la pila, alzó un poco la voz.

–Salid ya de una vez del cuarto. Cuando acabéis el desayuno, si me ayudáis a secar los cacharros te hago una de las láminas de dibujo, Tino.

Ventajas de ser el pequeño entre tanto hermano.

Después de la comida le faltó tiempo para salir de casa. Por la mañana, desde la calle, su primo Vitor (7) le había informado a voces, mientras Tino se asomaba por la ventana, de que la pandilla había quedado en la puerta del colegio para hacer carreras con el aro. Adolfo iba a la clase de mayores, como Vitor, y él a la de los medianos, en el Fontán, número 4.

Antes de salir, Adolfo le había regalado dos tiras de restallones.

–¡Toma! Para que juegues a esto antes de irte al campamento, mira lo que te compré. Ya me lo puedes agradecer, que iba a gastame los veinte céntimos que me dio la tía Valienta en cuatro cigarrillos y solo he comprado dos y tus restallones (8). Ni pío a mamá de los cigarrillos.

Bajó con su aro y el gancho. En el portal se descalzó según solía hacer para no estropear las alpargatas y echó a correr con soltura. El gancho parecía una prolongación de su brazo y con habilidad hacía que la guía condujera al aro sorteando adoquines, tierra o escalones. Sin dificultad, corría como si no llevara nada. En invierno, con les madreñes, trotaba a la misma velocidad; parecía que las tuviese adheridas y en vez de ser de madera rígida entre el picu y el calcañu, fuesen zapatillas de atletismo y los tarugos de la base, clavos para competición.

Frente a la puerta cerrada, del colegio, fueron llegando los chiquillos.

La competición consistía en dar la vuelta a varias manzanas en una especie de “yincana” en la que había que hacer rodar el aro superando elementos complicados: obras, bancos, hacer giros entre farolas.

Iban eliminando, de uno en uno, al último de cada circuito; hasta que hubiese un ganador, si antes no acababan regañando. En la primera vuelta llegó rezagado su primo Vitor. Era un niño un tanto apocado y frágil. Por el contrario, los estudios se le daban bien y era de los primeros en su clase, por lo que era frecuente que los machitos se metieran con él. Su mala clasificación de esa tarde lo propiciaba y unos cuantos le cantaron una canción que le habían sacado y que era recurrente:

Vítore comiste léchere Con pan y azúcare Que te aprovéchere.

Vitor reaccionaba retrayéndose, con cual le provocaban más. Sus primos Tino y Adolfo salían en su defensa en los recreos y normalmente, al intervenir Adolfo,  que era de los fuertes, la cosa se paraba tras algunos empujones. Pero con el colegio cerrado, Adolfo no estaba y Tino, junto con alguno de sus íntimos, salió en su defensa. Tras los empujones, hubo algún puñetazo. Entonces se acordó de los restallones; sacándolos del bolsillo partió tres a la vez y los lijó contra un adoquín arrimándolos al cuello del que tenía agarrado a Vitor que le soltó y puso pies en polvorosa.

Así fue haciendo con otros hasta que la cosa se fue apaciguando. Esa noche, al llegar a casa, se ganó una buena.

–Vienes todo sucio. Estás hecho un gochu, y les alpargates impecables

¿Cuántas veces te he dicho que no te les quites?

–Si no me les quito rómpense; y entonces ye peor y castíguesme sin salir.

El miércoles, 15 de julio, era el último día antes de irse al campamento. Durante años repasaría, en su recuerdo, esas últimas horas con su familia.

Por la mañana, su hermana Ina, que dibujaba muy bien, había perfilado las siluetas de soldados antiguos en unas cartulinas blancas y él las había coloreado. Después, el propio Tino, las recortó mientras Ina preparaba engrudo. Echaba harina en un vaso con agua y lo removía con un tenedor para que no quedaran grumos. Luego, en un recipiente con dos medidas de agua caliente, iba echando la mezcla fría removiendo. La dejó hervir y la sacó para que se enfriara. En todos los soldados habían dejado una pestaña que, al doblar y endurecer, acabado el proceso, sería la base para que las figuras quedaran de pie. Entre los dos fueron encolando, con un pincel, por la parte trasera de cada figura.

Al secarse había un pequeño ejército con el que se entretuvo jugando hasta la hora de la comida.

–Ina, cuando veas a Bernardín, llévale los recortables para que juegue. Cuando vuelva de Salinas ya me ayudarás a hacer otros nuevos.

Por la tarde la madre les dio unos reales para que fueran al cine.

En el Toreno echaban la película “Milicia de Paz”; le acompañaban Adolfo e Ina. Al acercarse a la fachada del cine, con los pórticos de entrada de la primera planta y los ventanales acristalados de la segunda, que conformaban un espacio de sensación abierta, le parecía que incitaba a entrar en una caja mágica. Fueron a la sesión de las cinco; el asiento de las butacas, de terciopelo, le pinchaba la parte trasera de los muslos que dejaba al descubierto su pantalón corto.

Antes de la película principal echaron una más corta de “El Gordo y el Flaco”, los hermanos se partían de la risa viendo “Haciendo de las suyas” con las bofetadas que daba Oliver, “el Gordo”, a Stanley, “el Flaco”. Después, ya en la película larga, Tino se pasó noventa minutos pegando botes cada vez que Fred MacMurray montaba a caballo o la diligencia daba saltos, tirada por briosos corceles.

Todavía en la cena contaba las aventuras a su madre y a su hermana Mari.

–¡Tenéis que ir a verla antes de que la quiten! ¡No os la perdáis!

–¡Anda, calla! Mira el postre que he preparado.

Aunque era postre de invierno y siempre lo ponía en Nochebuena, le gustaba tanto a Tinín que Catalina había decidido hacer “pera compota” de despedida. El olor y el sabor de la “pera compota” que le preparaba su madre, años después sus hermanas Mari o Feli y más tarde su sobrina Marisina, le acompañaron siempre y le resultaba imposible disociarlo de la fragancia de su madre. Un aroma dulce y limpio: olor a hogar.

–Levántate, Tinín. Ya tienes el tazón de leche preparado. Dejé un cachu de pan de boroña para que lo esmigayes. Yo tengo que irme ya al taller, que hay un montón de cosas por coser –le dijo Catalina, que siguió hablándole–. No te sobra mucho tiempo. Te preparé la bolsa con el equipaje. Llevas dos mudas, dos camisas de repuesto y un pantalón de más. También el jersey granate que te hice el invierno pasado y el bañador de loneta que te hizo Mari. Le puso un cordelín para que te lo ajustes a la cintura y no te lo lleven les oles: que me dijeron que en Salinas hay mucha mar. ¡Que no se te olvide nada!

El niño saltó de la cama y se abrazó a la madre, con morriña anticipada por las quince jornadas de separación.

–Tengo ganes de ir a la playa pero me pon triste no veros en tantos días

–susurró a su madre, que le juntó más aún a ella para que no le viera los ojos húmedos mientras le respondía: “Venga, que no quiero llegar tarde y tú tampoco tienes mucho tiempo. Te lleva Mari al tren, que hoy tiene turno de tarde en el hospital.”

Le dio dos besos, uno en cada mejilla, indicativo de que era despedida por unos días. En la familia era costumbre, igual que, en general, en todo Asturias, un solo beso de recibida y uno solo de despedida, en vez de los dos habituales en otras zonas. Y marchó rápido para no entristecerle más.

Tinín fue a la cocina para lavarse en la pila cara, manos y los dientes –su madre siempre insistía en las tres cosas–. Se tomó el tazón haciendobarquitos con la miga del pan a la vez que salía Mari de la habitación que compartía con Ina. Su hermana era pura energía. No llegaba a la be- lleza explosiva de Feli, pero todo en ella era agradable y sólido, trasmitía confianza. Sus ojos también eran castaños e intensos como los de todos los hermanos. Su pelo, con media melena, por encima de los hombros, más corto que la moda imperante. Decía, con pragmatismo, que no tenía tiempo de peinarse el pelo largo.

Mari era enfermera en el hospital psiquiátrico de Oviedo: la Cadellada. También ayudaba en la costura a la madre que cosía en un taller de corte y confección y para el hospicio de la Diputación. Los ingresos  de ambas, más una pequeña pensión de viudedad, era con lo que iban tirando para sacar adelante a la familia, con tres niños aún en edad de  ir a la escuela.

Con Mari no había miedo de perder el tren, era garantía de llegar a tiempo. Eso sí, a la carrera porque no había forma de llegar pronto, pues tendría cuarenta cosas que querría dejar hechas antes de salir. Pero ya podía haber un terremoto, ella resolvería cómo llegar a la estación aunque hubiera que remover cielo y tierra. Sus diecinueve años no eran obstáculo para ponerse el mundo por montera. Igual se las buscaba para haber hecho enfermería sin tener” una perra”, gracias a las becas; o que para encontrar garbanzos, aunque fuese de estraperlo, del viajante de León y se los tuviera que dejar a deber o cambiárselos por unas sacas de lona que cosiera la madre o ella misma para canjearlo en el próximo viaje.

–Venga Tino, te acompaño a la estación. Mientras coges les coses voy a lavar los cacharros y a hacer las camas, pasar un paño...– Y treinta y siete cosas más que se le ocurrían para completar las cuarenta en cuestión.

Al poco se dio cuenta de que no iban a llegar si no salían ya y decidió dejar el resto para cuando volviera de la estación. Aún tendría un buen rato, luego, antes de tener que ponerse la bata de enfermera para ir a hacer su turno de tarde.

Salieron pitando escaleras abajo para salvar el único tramo que separaba su casa, en el primer piso, de la calle. La vieja escalera de madera, encerada por los propios vecinos, crujía diferente en cada peldaño. Ese sonido lo reproduciría mil veces su mente, imaginando a sus hermanos bajando o subiendo a su casa.

Ya a la carrera, enfilaron hasta la estación. Esta vez se quedaría el niño con las ganas de subir al pescante del tranvía. Mari no le dejaría ni planteárselo. O sea que, ¡a correr!

El tren ya estaba chiflando, anunciando que quedaban unos pocos minutos para su salida y fuesen dejando vía libre. Solo otro abrazado apretón, de la hermana, que le devolvió el niño. Y otra vez los raros dos besos y la sensación de que sobraba uno de ellos; Mari lo dejó con el grupo de chavales y con los instructores que se hicieron cargo de ellos. Vio cómo subía al vagón y se instalaba en uno de los bancos de madera. Con el primer pitido de salida agitaron las manos y se pusieron en marcha, a la vez, el tren y Mari en direcciones opuestas. Otra vez disparada a terminar con las tareas que le quedaban.

Se iba pensando: “En estos quince días comerá mejor y llegaremos con menos penurias a fin de mes”.

La dejé en la puerta esperando
Y me fui para no volver
No supo que no volvería
…/…
Entonces la guerra llegó,
Llegó como un volcán sangriento. Murieron los niños, las casas.
Y aquella mujer no moría.
…/…

En donde estuvo la ciudad Quedaron casas cenicientas, Hierros torcidos, infernales Cabelleras de estatuas muertas Y una negra mancha de sangre. Y aquella mujer esperando.

Pablo Neruda.

capitulo 2En el centro Catalina,  la madre.  Los niños, de izquierda  a  derecha:  Adolfo, Ina, Tino y Mari. Felisa, la mayor, no está en la foto.


 
 

 

NOTAS

6 Coloquialmente, en bable: vulva.

 

7 La “c” de Víctor y de otras palabras que lleven una consonante detrás de la “c”, no se suele pronunciar en Asturias.

8 Los restallones (que en otros sitios llamaban mixtos) eran unas tiras de cartulina que contenían unas gotas secas de un compuesto de fósforo y pólvora. Se cortaban, al ir a usarlos, de uno en uno  y al restregar el fósforo en una superficie rugosa, chisporroteaban durante unos segundos. No era raro que, si te pasabas de fuerza, la cartulina se rompiese y al adherirse la pólvora al dedo te quedaran unas pequeñas quemaduras negras en las yemas. Era divertidísimo perseguir a otros niños acercándoselos para que tuvieran que huir de los restallidos.


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