viernes. 29.03.2024

Capítulo 16 | Oviedo. Diciembre de 1937

san tirso oviedo

–Coge los velos del cajón de la cómoda y acompáñame a la parroquia de San Tirso. Vamos a rezar pidiendo al Santo que Tinín vuelva pronto y sanu –le dijo Catalina a Ina.

–¡Vale! Pero cojo el velu de Mari que no lo usa y el tuyu está todo pasado
–le respondió la hija.

Ina tenía quince años, siempre fue una niña dócil; quizás demasiado. Hasta los cinco años era traviesa como cualquiera, pero al morir su padre, se fue retrayendo. Triste según estaba, al tener que dejar a su perra Katty en Lugo, cuando se trasladaron a Oviedo, acabó de afligirla y pasó una temporada llorando en silencio. Siempre fue la más sensible de los hermanos. Todo le afectaba con facilidad.

No era agnóstica, pero tampoco muy practicante. Sin embargo, por el contrario a su hermana que, sólo esporádicamente acompañaba a la madre a los rezos reservando las visitas a la iglesia para acontecimientos especiales, bodas o bautizos, Ina siguió, dócilmente, acompañando a su madre.

Desde la calle Jesús, atravesando la plaza del ayuntamiento, en pocos minutos llegaban a la de la catedral, con su fachada principal enfrente. San Tirso se sitúa a mano derecha de la plaza de Alfonso II el Casto en una presencia discreta que pasa desapercibida ante la imponente presencia de la catedral. Entraron por el sobrio pórtico ya con los obligados velos puestos; mojaron los dedos índice y medio en el agua de la pila bautismal y tomaron asiento en uno de los bancos.

La nave interior invita al recogimiento a pesar de que, entonces, faltaban trozos del techado debido a los obuses. Catalina, además de rezar, buscaba en la iglesia de la que era parroquiana el silencio y la paz que contrastaba con la crispación de la guerra. Allí parecía que el peso de los siglos de lo que fue la basílica prerrománica, aportaba esperanza para afrontar los tiempos venideros. Las distintas reconstrucciones reflejaban diversas arquitecturas, según el momento en el que fueron hechas y parecían transmitir a Catalina que sobre las cenizas de lo destruido,  el Ave Fénix podía renacer. Buscaba la esperanza para reconstruir, de nuevo, su familia.

Apareció el párroco saliendo de una de las puertas laterales. Se dirigieron a él:

-Buenos días don Venancio.

-Ya sé lo que me vas a preguntar, Catalina, lo mismo que el otro día y que el otro –contestó el cura–. Ya te he dicho que, desgraciadamente, tu hijo, al igual que otros muchos, ha sido entregado por los rojos al anticristo ruso. El cielo no puede tener comunicación con el infierno y no es posible hacer nada en estos momentos.

-Pero don Venancio, quizás una gestión, aunque sea a través de la Cruz Roja.

-Con ese color no me acerco ni aunque sea una “cruz” –dijo cortante el párroco; aunque, luego, edulcorando la voz, añadió– rezo por él a diario. No pierdas la fe y haced vosotras lo mismo. Cuando las autoridades eclesiásticas consideren que es el momento de exigir la vuelta de los críos, estaré atento para interesarme por tu hijo.

-Muchas gracias. Dios se lo pague –y le besaron ambas las manos, como era preceptivo con cualquier sacerdote en la España nacionalcatólica.

Según salieron a la plaza, Catalina, comentó a su hija a media voz:

– Esta no va a mover un deu de esa mano tan besuqueada. ¡Ye de los de “a Dios rogando y con el mazo dando”¡San Tirso no se merez semejante párrocu. Ya nos apañaremos para mover algo con la Cruz Roja.

–Mira, ahí llega Feli –dijo Ina agitando la mano.

Felisa venía toda apurada andando deprisa y poniéndose el velo.

-Non fai falta que te pongas el velo, que nosotras acabamos de salir y ya sé que tú no tienes tiempu de entrar –la detuvo la madre.

-¡Que no, Mamina! –dijo cariñosamente Feli. Luego entro yo cuando charlemos un ratu, que tengo ganes de darle a la parpayuela con vosotres.

Antes de ir a casa entró a rezar una salve.

-Eso. ¡A ver si te salva la salve! ¡Que buena estás tú, llegando siempre tarde!

-Bueno, Mamina! No me regañes que ya tengo bastante con mi suegra. Estoy farta de esa muyer “metementodo” –y mirando a su hermana continuó– hermana, cásate lo más tarde posible; no hagas como yo, que metí la pata a los catorce años y al poco tenía dos fios.

-¡No será para tanto!

-¿Qué no?; Bernardo nunca está en casa. Con lo de hacer de mensajero entre los cuarteles encontró el choyu de su vida. ¡Ya le puedes echar un galgo! Siempre tiene una disculpa para no estar en casa. Como si no supiera yo, por les perres que falten en la cartera, que se lo gasta en farras.

-Unes copines ye normal tomase, ¡ho! –siguió Ina intentando poner paños calientes.

-¡Unes detrás de otres, hermana! Y lo que no son copines, que en cuanto ve un fandangu va detrás de él –insistió Feli –pero eso no ye lo peor. Lo peor ye que encima su madre anda todo el día tras mío. ¡Que dónde vas!;

¡que dónde subes!; ¡que dónde bajes! Yo creo que él le encarga que me controle; porque además ye celosu.

Cada hija cogió un brazo de la madre y se fueron camino del almacén para adquirir los alimentos que se dispensaban mediante las cartillas de racionamiento y el pago correspondiente.

– Vamos a ponenos  a la cola, no sea que se acaben les coses –dijo Catalina–. Primero la obligación y luego la devoción, ya vendrás luego a rezar si te da tiempo.

Por las tardes, en la casa de Catalina, se cosía sin parar. Era la fuente principal de ingresos, además del sueldo de Mari; se cosía para el ejército, para la Diputación; y vestidos para quienes podían permitírselo.

La moneda en metálico de la República se declaró sin valor en la zona “nacional”. Pero sí se aceptaba el valor de los depósitos bancarios. Los que tenían poco y no merecía la pena guardarlo en el banco, se encontraron con que no valía nada. El que tenía más y lo tenía en el banco, sí pudo canjearlo.

La familia de Catalina no tenía un real en ahorros, por lo que se mantenían al día del trabajo que eran capaces de buscar.

Cuando el hospital psiquiátrico fue trasladado fuera de Oviedo, Mari pidió no incorporarse y hacerlo en algún otro centro sanitario de la ciudad; tuvo varios destinos en pocos meses, pero tras los crímenes a las enfermeras en Valdediós cada vez le pesaba más el ambiente sanitario.

-Si estás incómoda en ese centro puedes pedir otro destino. Una enfermera con experiencia se la rifan en cualquier hospital –le comentó Galo a su novia.

-No se trata de eso. Cada vez que veo una bata blanca me trae el recuerdo de mis compañeras. Antes iba feliz al trabajo, ahora, a cada paso, cada vez que veo a una enfermera de espaldas pienso que se parece a Rosa o a cualquier otra de ellas. Cada vez disfruto menos con esto y más con la costura. Las señoras ricas otra vez están dispuestas a encargar cosas y a gastar más dinero según van viendo que van ganando la guerra –continuó Mari–. Lo que pasa es que hay que hacer prendas, cada vez, de más categoría y a mi madre, con la aguja, no la gana nadie, pero no es sastra ni sabe de diseño y “corte”. No llega a sastra, y yo, menos. El otro día estuvimos hablando con la oficiala de su taller, que sí lo es, para que nos dé clases a Ina y a mí. Hay dos vecinas, de por allí cerca, que también están interesadas. Con parte del aceite y de la leche del racionamiento y un porcentaje de lo que vayamos consiguiendo con la costura, se da por satisfecha. Así que, con lo que confeccionemos en las clases, lo vamos a ir vendiendo y así pagaremos el aprendizaje y las telas.

-Me parece una idea excelente –dijo Galo–. Pero ya sabes que solo si te apetece. Ya te he dicho que lo principal es que organicemos la boda y si quieres trabajar, es cosa tuya.

-Ya me lo has dicho, pero, ¡casarnos en mitad de la guerra!, cualquier día te mandan a otro sitio, además me gustaría que a la boda pudieran venir todos… También Tino. ¡Sobre todo él!

-La guerra es una razón más para casarse –dijo Galo–. Primero, porque hay que aprovechar mientras se está con vida. Segundo y siendo prácticos: si me pasa algo, que te quede la pensión. Si no, todo sería para mis hijos que ni me hablan, pero sí aceptan el dinero. Si muero una vez casados, Clara tendría la pensión de orfandad mientras sea soltera y los varones hasta la mayoría de edad; y tú la de viudedad.

-Mira Carolo, como te llama mi madre. Cuando te pones así lleva razón ella en que te pareces al monarca del cuadro –ironizaba Mari quitando hierro al tema de la muerte–. Yo voy a trabajar, sea de soltera o de casada, necesito la autonomía que eso da. Y lo de “aprovechar” mientras se esté vivo, ya nos estamos “aprovechando” sin necesidad de pasar por el altar.

-Razón de más para saber que no es plan de, hoy sí, mañana no, buscando donde poder estar tranquilos. Casémonos y punto. Y que se aguanten mis hijos.

(GRABACIÓN. Madrid 2011)

-¡Calla! ¡No ladres, Trekko! –dijo el abuelo dirigiéndose al perro negro y lanudo que miraba nervioso y atento, ¡no ves que estamos grabando! Aprende de Shisha, que no dice nada –refiriéndose a la perra marrón que estaba tumbada apaciblemente.

-Da igual abuelo, si los ladridos no los voy a pasar al texto –se rió Carol.

-¡Eso es, callado! ¡Muy bien! –seguía Tino hablando con los perros–. Mira, de premio os voy a dar este felpeyu de cecina, que está como lo que le dieron a Cigaña–. Los dos se acercaron rápidamente cogiendo, con cuidado, los trozos del pellejo de corteza de cecina que les ofrecía la mano de Tino y que tragaron visto y no visto.

-¿Quién era Cigaña? –preguntó Carol.

-Cigaña era un albañil y sobre todo tabernario, muy conocido en Oviedo, por las ocurrencias que tenía –contestó el abuelo–. Una tarde de lluvia entró en una iglesia a refugiarse mientas estaban dando la misa. Al ver que se formaba una cola y que daban algo, se puso en ella. Cuando le iba a llegar el turno, el cura, que le conocía perfectamente, en vez de la hostia consagrada cogió un trozo de la media suela de su zapato que tenía algo rota y la introdujo en la abierta boca de Cigaña, que fue a sentarse en un banco, igual que el resto de la gente. Masticó y masticó sin conseguir hacer digerible el cuero. Se volvió a una de las mujeres preguntándole: “Oiga señora, ¿en esa fila qué es lo que dan?”. “El cuerpo de Cristo”, respondió la beata. Y Cigaña exclamó en alto: ¡Pues a mí tocóme el forro de los coyones!

-O sea, ¿que finalmente fuisteis a Saint-Nazaire? –retomó Carol el tema, evitando que el abuelo se dispersara en los recuerdos–. Porque, en algún sitio lo he leído al revés, que ibais a Saint-Nazaire pero acabasteis en Burdeos.

-Yo creo recordarlo así; pero en la propia Asociación de los que es- tuvimos en Rusia, los de esa expedición no nos ponemos de acuerdo. Es normal, teníamos pocos años y las cosas, a veces, no se recuerdan según fueron realmente. La mente los trastoca. Además, íbamos aturdidos, cansados. Puede que fuese de una u otra manera, pero lo lógico es que fuésemos más al norte para salir a aguas internacionales y dejar las de España cuanto antes. También hay documentación que dice que salimos de Gijón el 23 y otros el 24 de septiembre. Yo creo que fue en la madrugada del 23 al 24 sobre las tres o las cuatro de la mañana. Hasta he leído que fue en el día de San Mateo; ¡y eso sí que no!, porque San Mateo es el 21, que son las fiestas de Oviedo y además mi cumpleaños, digo yo que me acordaría.

En lo que sí estamos de acuerdo es que cuando atracamos en el puerto, fuera el que fuese, nos estaba esperando el “Kooperatssia”, un yate de pasajeros ruso. Cuando subimos a él entre que aquello nos pareció de lujo, porque lo era, y por el trato que nos daba la tripulación, consiguieron que pasáramos de sentirnos huérfanos a sentirnos príncipes. Eso tenía mérito. Porque lo fácil es que toda una corte dedicada a una persona le haga saberse especial. Pero que una tripulación y los cuidadores hagan que más de mil niños y niñas se sientan príncipes y princesas:
¡eso sí tiene valor!


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Capítulo 15

Pisaré sus calles nuevamente. Todos los capítulos publicados
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