viernes. 19.04.2024

Cañada Real: Conocer la verdadera dimensión del problema (I)

De nuevo han vuelto, con toda su carga de dramatismo, los derribos de edificaciones ilegales en la Cañada Real Galiana de Madrid. Las imágenes, siempre dramáticas, de personas junto a sus escasos enseres, entre los escombros de lo que fueron sus viviendas, nos introducen de golpe en una realidad, que solamente es noticia cuando ocurre alguna desgracia (atropellos, detenciones de presuntos delincuentes) o un derribo.
De nuevo han vuelto, con toda su carga de dramatismo, los derribos de edificaciones ilegales en la Cañada Real Galiana de Madrid. Las imágenes, siempre dramáticas, de personas junto a sus escasos enseres, entre los escombros de lo que fueron sus viviendas, nos introducen de golpe en una realidad, que solamente es noticia cuando ocurre alguna desgracia (atropellos, detenciones de presuntos delincuentes) o un derribo. Por otra parte, las declaraciones de algunos líderes vecinales, de abogados y de curas, nos trasladan la idea de que estamos ante una acción despiadada de la administración pública, en este caso del ayuntamiento de Madrid y de los juzgados correspondientes.

El problema de la Cañada Real Galiana y su ocupación por miles de personas (se habla de 40.000) no se ha producido en los últimos años, sino que viene de muy lejos y es necesario profundizar en él para comprender su verdadera dimensión humana y social.

No es una cuestión que se pueda esquematizar, como hacen algunos cronistas o los defensores de algunos colectivos asentados en La Cañada, en un asunto de pobres, como los que recordamos en Los Olvidados, de Buñuel, frente al Estado especulador y opresor; ni mucho menos, por el otro lado, en una concentración de delincuentes a las puertas de Madrid. Es, en primer lugar, una ocupación paulatina, que se ha venido produciendo a lo largo de los últimos treinta años, de una cañada cuya finalidad ganadera, como las múltiples que cruzan nuestra geografía peninsular, hace ya muchas décadas, que se perdió. Ocupación fruto, en primer lugar, de la desidia y el abandono de las autoridades responsables de su cuidado y vigilancia (Administración General del Estado mientras fue su competencia, Comunidad Autónoma desde su transferencia y Ayuntamientos por cuyos términos discurre) y en segundo del oportunismo de personas que vieron en lo que es de todos, algo que “no era de nadie” y de lo que se podían apropiar impunemente.

Así, por la inacción de algunos políticos y la acción de algunos “listos”, fueron apareciendo aquí y allá, pequeños núcleos de edificaciones, que primero eran chamizos para entretener ocios de jubilados, cobertizos y chabolas, que con el paso del tiempo se fueron transformando en chalets (algunos de gran porte), naves industriales, talleres, hoteles, bares y hasta bloques de pisos, construidos todos ellos sin más proyecto, dirección de obra, medidas de seguridad y autorización, que las que se otorgaban a sí mismos sus propietarios. Incluso, andando el tiempo, se produjo una cierta parcelación de los terrenos públicos, por el método norteamericano (del Oeste) de estaca y valla, que incluyó, a partir de entonces, el nuevo negocio de compraventa de parcelas baratas en el Madrid del boom inmobiliario.

Con la llegada masiva de población inmigrante, La Cañada experimentó una oleada de ocupantes de diversas procedencias geográficas, entre las que destacan un numeroso y organizado colectivo de magrebíes, parece que bien atendidos (aquí) por su propio Gobierno, que establecieron un ámbito propio de convivencia con mezquita incluida y las de diferentes grupos familiares de etnia gitana de procedencia balcánica. Por último, las sucesivas demoliciones de barrios marginales, que daban refugio al escalón más bajo del tráfico de drogas ilegales, han llevado a La Cañada a sucesivos grupos de traficantes y camellos de todo pelaje y, en tropel, a su clientela.

A lo largo de los últimos años el problema no ha hecho más que crecer, hasta alcanzar ya hoy, dimensiones de favela brasileña, con sus propia estructura social interna, en la que se concentra toda la variada y lacerante tragedia que conlleva la marginación social, especialmente grave en lo que atañe a niños y adolescentes.

La actitud de los dirigentes políticos, desde Leguina�Mangada, juntamente con algunos arriesgados alcaldes, que, excavadora y compañía de la Guardia Civil en ristre, derribamos cientos de edificaciones ilegales en los años ochenta, que consiguieron, al menos durante un tiempo, frenar la ocupación de nuevas zonas públicas o privadas, pasando por la larga inacción de algunos ayuntamientos (especialmente el de Madrid) y la inhibición manifiesta de la Comunidad presidida por Aguirre, hasta la decidida actuación actual, han pasado muchas cosas en La Cañada y su entorno.

Mientras el problema solo afectaba a sus habitantes y a los de los municipios colindantes, sobre todo Rivas�Vaciamadrid, no parecía despertar mucho interés en el Ayuntamiento de la Capital, pero ahora que los nuevos barrios llegan hasta sus mismos linderos, ya es otra cosa. Y ahora se actúa. Bien es verdad, que más vale tarde que nunca y que en algún momento se tenía que producir el efecto de saturación: la población aledaña no aguanta más la presión que sobre su calidad de vida produce la concentración de la marginación, la delincuencia y la mendicidad a las puertas de sus casas; no aguanta más el trasiego de vehículos de lujo, de gran cilindrada, de narcos, que avasallan a los conductores que regresan a casa agotados tras una dura jornada de trabajo; no aguantan más la situación en los colegios públicos, en los que la Comunidad pretende concentrar a todos los niños que se logran escolarizar, sin más criterio que el de la proximidad geográfica; no aguantan más la basura amontonada en paradas de autobús y los incendios diarios de montones de residuos, que han convertido en anécdota las dioxinas de la incineradora de Valdemingómez y que generan ese inconfundible paisaje observable desde la distancia, de la mancha negra en el cielo del sufrido Sureste madrileño.

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