viernes. 29.03.2024

Asignatura pendiente

Suspensos que jamás se recuperan, asignaturas que no se aprueban, capítulos de la vida que formalmente no se cierran o cuentas que nunca se saldan eran conclusiones de la homónima película de J. L. Garci. Cada cual tiene, como parte de su pasado, asignaturas pendientes que arrastra como puede, porque la recuperación ya no es posible, se estima demasiado costosa o porque suscita la perspectiva de un nuevo fracaso.

Suspensos que jamás se recuperan, asignaturas que no se aprueban, capítulos de la vida que formalmente no se cierran o cuentas que nunca se saldan eran conclusiones de la homónima película de J. L. Garci.

Cada cual tiene, como parte de su pasado, asignaturas pendientes que arrastra como puede, porque la recuperación ya no es posible, se estima demasiado costosa o porque suscita la perspectiva de un nuevo fracaso. Quedan entonces esas malas notas como parte del equipaje vital, como epígrafes inconclusos de la biografía íntima de cada uno.

Pero un partido político orientado hacia el futuro no puede estar largo tiempo atado a un fardo, hipotecado por episodios del pasado, que, aunque hayan merecido la atención de sociólogos o politólogos, no han sido debidamente explicados y expiados por sus dirigentes, confiando en la generosa indulgencia de los votantes ante la perversidad, cierta o presunta, del adversario o en que queden sepultados por la rabiosa actualidad.

Zapatero, en 2004, aseguró a sus seguidores que no les fallaría, porque el ejercicio del poder no iba a cambiarle. Les falló, porque cambió. Pero, ¿qué tenía en la cabeza cuando hizo tal promesa? La frase, un desliz freudiano, revela que Zapatero pensaba que el ejercicio del poder había cambiado a González. ¿Sólo a González? No, la estancia en el Gobierno había cambiado a González y había cambiado profundamente al partido. Como la estancia en el Gobierno ha cambiado a Zapatero y, arrastrado por él, ha cambiado al PSOE hasta dejarlo irreconocible para millones de electores, incluso para muchos de los que le han votado. De lo cual se extraen varias conclusiones: una, que el PSOE es un partido cuyos máximos dirigentes cambian, desplazándose a la derecha, cuando están en el Gobierno. Dos, que es un partido que cambia dócil y profundamente detrás de sus dirigentes. Tres, que tales cambios amenazan con desnaturalizar el partido. Cuatro: que los cambios en la naturaleza del partido debilitan su perfil y lo hacen más vulnerable a las presiones externas.

Advirtiendo esa progresiva pérdida de identidad, desde las filas amigas se ha acusado a Zapatero y a su Gobierno de carecer de guión o de hoja de ruta y de no saber explicar sus decisiones ni justificar medidas que eran acertadas. Pero tal actitud no se debe a errores en materia de comunicación -falla que se remonta a la época de González-, sino a la dificultad de engarzar medidas coyunturales en un discurso único porque detrás no existía un programa coherente que sirviera de marco de referencia y les diera entidad. Como efecto de esa desnaturalización, el Gobierno daba la impresión de que carecía de guión, pero en realidad le faltaban una cartografía adecuada para saber dónde estaba -Hispaniaterra incognita- y una brújula que le marcara el Norte (obrero y socialista), pero sobre todo, necesitaba un psiquiatra para saber quién era.

La gran asignatura pendiente del PSOE es tenderse en el diván y hacer un examen crítico sobre su trayectoria reciente; un examen de conciencia, como dirían sus afiliados católicos, sin el cual no hay dolor de corazón ni propósito de enmienda. Y cuando se acepta que se tiene una conciencia muy laxa, para que la enmienda sea verosímil hay que cumplir la penitencia, que no es otra cosa que asumir las responsabilidades políticas pertinentes.

En el XXXVº Congreso (julio de 2000) se perdió la ocasión de realizar ese examen retrospectivo sobre los controvertidos mandatos de González, en los cuales, junto con innegables aciertos, habitualmente exhibidos, había no pocos aspectos merecedores de atención y aún de reconvención. No sólo el problema de la corrupción, gravísimo en sí mismo, o el del GAL, sino otros asuntos que contribuyeron a desdibujar la identidad del PSOE.

En primer lugar, al ocupar las instituciones, el partido se confundió con el Estado deviniendo en un vehículo dispensador de puestos, cargos y prebendas y, con la eficaz labor de la comisión de conflictos, en un disciplinado séquito del Jefe del Gobierno y Secretario General.

En segundo lugar, aparecieron actitudes poco ejemplares en el ejercicio del poder. El abuso de la mayoría absoluta y ciertas formas de autoritarismo, de caciquismo y de prepotencia marcaron no sólo la actividad de las instituciones  sino que levantaron una barrera ante la ciudadanía, inducida a la pasividad, a pagar impuestos y a callar ante los incuestionables aciertos del Gobierno, que, por otra parte, parecía sospechosamente cercano a la gente rica y guapa, o quizá mejor dicho, recientemente enriquecida. España es el país de Europa donde es más fácil hacerse rico, dijo en aquellos años, Carlos Solchaga, a la sazón ministro de Hacienda.

En tercer lugar, bajo la influencia de la revolución conservadora, un acusado pragmatismo sirvió para ir adaptando el programa al discurso económico dominante, por el que se abandonaron ideas aceptadas poco tiempo antes. El socialismo como proyecto de construcción de las condiciones sociales que hagan posible la felicidad de todos los hombres, poético objetivo del XXIXº Congreso (1981), que expresaba retóricamente el deseo de promover un cambio profundo, fue reducido poco después a proporciones más modestas: el cambio es que España funcione.

De la progresiva eliminación de la economía capitalista, anunciada por Felipe González en el XXVIIIº Congreso (1979), mediante el control del sistema de producción y una nueva distribución del trabajo, las rentas y el consumo, se pasó a la simple administración del capitalismo, término que se sustituyó por la economía. El capitalismo ya no era un modo de producir que explotaba a los trabajadores y repartía desigualmente la riqueza, sino el sistema que había que gestionar con lo que se tenía más a mano: las teorías neoliberales difundidas por Reagan y Thatcher, aceptadas también por la socialdemocracia europea. Felipe González siempre ha sentido una fascinación por la señora Thatcher, no física sino ideológica sobre su contundente manera de gobernar, diría un dolido Nicolás Redondo, tras la ruptura del PSOE con la UGT que condujo a la huelga general de 1988.

Sin llegar a la inconsistencia de Zapatero en los asuntos exteriores, también había aspectos a revisar en las relaciones de los gobiernos de González con la OTAN, el Mercado Común o el Vaticano, pero los casi mil delegados que asistieron al XXXVº Congreso, de los que las tres cuartas partes lo eran por primera vez, respaldaron la decisión de hacer tabla rasa con el inmediato pasado y dar por zanjada la etapa felipista con un relevo generacional.

Si ese cónclave saldó con una faena de aliño la etapa de González, en el próximo congreso una faena similar podría saldar la de Zapatero.

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