jueves. 25.04.2024

Almería no es Mississippi

Habrá que decir, de una vez por todas, que los almerienses no son intrínsecamente perversos. De un tiempo a esta parte, cada vez que en España se menciona la palabra “racismo” miramos hacia ese enorme mar de invernaderos como si en el resto de la Península estuviéramos cantando a coro el si podemos con Obama o el sueño de Martin Luther King.
Habrá que decir, de una vez por todas, que los almerienses no son intrínsecamente perversos. De un tiempo a esta parte, cada vez que en España se menciona la palabra “racismo” miramos hacia ese enorme mar de invernaderos como si en el resto de la Península estuviéramos cantando a coro el si podemos con Obama o el sueño de Martin Luther King.

En España, incluso, nos permitimos el lujo de decir que no había racismo cuando no había negros, ni sudacas, ni moros ni fumanchús. Pero que se lo pregunten, sin ir más lejos, a los gitanos, que llevan quinientos años en este país como perpetuos inmigrantes.

Aquí somos racistas con una intensidad similar a la del resto del mundo: esto es, con el miedo a lo desconocido por una parte y con la creencia absoluta de que sólo lo nuestro va a misa, por la otra.

Sega Siroco, un hombre que llegó de Mali para buscar curro, encontró la punta de una navaja que le segó la vida, a manos de un joven marroquí, Mohamed S., que acudió hasta Almería en pos del paraíso europeo y encontró la rabia. El simple robo de una cartera, que al parecer desencadenó tales acontecimientos, provocó una batalla generalizada, una revuelta en la que decenas de seres humanos venidos de un continente humillado, se enfrentaron entre sí en vez de enfrentarse juntos a unas condiciones vitales y laborales que necesariamente parecían empujarles a la refriega mutua.

La batalla tomó cuerpo en La Mojonera, como meses atrás, una riña provocaba otros alborotos en una batalla suburbial de Roquetas. De nuevo, como ocurriera con los célebres sucesos de 2000 en El Ejido �que no se redujeron a dicha localidad sino a otras del Poniente Almeriense--, un suceso concreto �en aquel caso, dos asesinatos�destapa un volcán colectivo, conatos de linchamiento y otras prácticas desaprensivas.

Si vivimos en un estado de derecho garantista y partimos de la idea de que Almería no es el temible estado sureño de “Arde, Mississippi” (Alan Parker, 1989), ¿debemos resignarnos a que este tipo de acontecimientos se reproduzca periódicamente? Creo que la respuesta es obvia pero para encauzarla tendríamos que plantearnos otros interrogantes. Y es que, desde luego, todo el esfuerzo preventivo de los brotes racistas llevado a cabo benevolentemente por la Junta de Andalucía y otras instituciones ha chocado con la terquedad de los hechos reales. Y es que, por ejemplo, sigue sin resolverse el problema de la infravivienda, denunciado sucesivamente durante los últimos ocho años y que no pudo paliarse ni siquiera por un esfuerzo conjunto del Gobierno central y el autonómico, por la falta de voluntad municipal a la hora de liberar suelo para viviendas sociales. ¿Qué tiene que ver un apuñalamiento con la existencia o no de casas dignas? Miren, el pequeño municipio de La Mojonera agrupa a unas ocho mil personas, pero en 24 kilómetros cuadrados de extensión. Es decir, su densidad es de 326,96 hab/km�, mientras que la de España en su conjunto no llega este año a 91,2 hab/km�, mientras que la media europea se sitúa en 115. Eso no es vida: eso es un polvorín que habrá que desactiva más temprano que tarde.

Es cierto que las tensiones raciales entre marroquíes y las personas llegadas del sur del Sáhara no es un fenómeno que haya comenzado en tierras españolas: en Marruecos se hace meridianamente palpable con la misma intensidad que a esta orilla del Estrecho practicamos la islamofobia. Pero si los poderes públicos tienen la obligación democrática de ejercer una pedagogía social que evite este tipo de conflictos, ¿por qué hemos permitido en gran medida, tanto en Almería como en otros lugares del territorio, un claro proceso de segregación racial en las contrataciones campesinas? La comunidad marroquí y, en menor medida, la argelina se ha visto relegada por la contratación de senegaleses, malienses, camerunenses y nacionales de otros países de Africa, cuando no por contingentes llegados del Este de Europa.

Ignoro si cabe calificar estos sucesos como enfrentamientos raciales, sociales o mediopensionistas. Lo más probable es que Mohamed S. se coma �él solo o con sus compañeros de fechorías-- el marrón del homicidio de Sega Siroco, pero tengo la turbia sensación de que ese puñal lo sosteníamos entre todos aquellos que, de una manera o de otra, nos encojemos de hombros ante todo aquello que no ocurra en el patio trasero del chalé adosado de nuestras conciencias.

Juan José Téllez
Escritor y periodista

Almería no es Mississippi
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