miércoles. 24.04.2024

Administradores y políticos

Es imposible para cualquier persona dedicada al estudio de la política, de la sociedad o de la economía, dejar de destacar la obra de Antonio Gramsci. Y es imposible, no solo porque en sí misma tenga importancia, sino por el valor intelectual que tuvo el pensador italiano al elaborar una teoría política del marxismo como ha puesto de manifiesto con notoria admiración Hobsbawm en Cómo cambiar el mundo.

Es imposible para cualquier persona dedicada al estudio de la política, de la sociedad o de la economía, dejar de destacar la obra de Antonio Gramsci. Y es imposible, no solo porque en sí misma tenga importancia, sino por el valor intelectual que tuvo el pensador italiano al elaborar una teoría política del marxismo como ha puesto de manifiesto con notoria admiración Hobsbawm en Cómo cambiar el mundo. En este libro, de lectura algo reiterativa, pero con algunas interesantes ideas, el viejo marxista británico insiste en la insuficiencia de lo político como algo de lo que siempre adoleció Marx en sus análisis (aunque sea incuestionable la importancia del modelo base-superestructura o el análisis que tiene que ver con la economía política: El capital). Hobsbawm se refiere a lo político como elemento condicionante del cambio social, no tanto al análisis de las estructuras políticas. En cualquier caso, el modelo base-superestructura planteado por Marx resultaba rígido incluso para los propios comunistas italianos. Por supuesto, la aplicación ortodoxa del marxismo (Marx siempre rechazó la aplicación y utilización de su pensamiento político como si éste fuera un todo perfecto o algo fijo y acabado: “Yo desde luego no soy marxista” le confesó a Engels) era algo completamente residual en el socialismo europeo de principios de siglo (el que sale de la II Internacional creada en 1889). Solo se circunscribió a la URSS al final de la guerra con el ejército blanco, puesto que, anteriormente, Lenin y los Bolcheviques también pensaban que se trataba de algo que había que reformular (y vaya si reformuló el propio Lenin a través de la Nueva Política Económica que consistía en la aplicación pura y dura del mercado libre). Incluso el Marxismo-Leninismo difería en aspectos fundamentales del análisis de Marx, pero esto es algo imposible de abordar aquí.

En cualquier caso, paradójicamente, Gramsci, al ser encarcelado en 1926 por Mussolini, en palabras de Donald Sasson, encontró en la cárcel la suficiente libertad intelectual respecto de sus camaradas (especialmente frente su conflicto permanente con Togliatti y la URSS de Stalin), para elaborar una teoría política que, en realidad, es más un análisis de los movimientos de clase y del comportamiento de la sociedad y de las élites. Leyendo a Gramsci sucede lo mismo que con Nietzsche que, por motivo de graves problemas de salud, tenía que escribir de manera muy espaciada y a través de ideas sencillas y simplificadas (el filósofo alemán llamó a esas creaciones aforismos). Gramsci que, mientras escribía su teoría de la hegemonía estaba gravemente enfermo de tuberculosis, resulta en ocasiones críptico y algo disperso en su lectura. Pero en cualquier caso, la idea feliz que tuvo fue pensar al Estado como una estructura independiente frente a un número de variables (líderes políticos, intelectuales, poderes corporativos, grupos de interés, religiones, capitalistas de diverso tipo…) que sostenían una lucha para controlar y determinar el poder. Es decir, el Estado que para Marx era una superestructura burguesa sobre la que no quedaba otro remedio que la superación a través de la construcción de un Estado socialista que acabara con las clases sociales, para Gramsci, no era otra cosa que un contenedor en el que se libraban combates ideológicas (de ahí surge la idea no tan feliz – y funestamente interpretada – del intelectual orgánico). Había pues una relación entre Estado y sociedad civil. La sociedad civil envolvía y protegía al Estado. De manera que para transformar el Estado, había que conquistar primero la hegemonía de la sociedad civil. Lo novedoso de este análisis es el rechazo de facto de la teoría del derrumbe del capitalismo y, también, más importante, el esquema de estructura de clases que pasaba a ser móvil pero también permeable, puesto que las relaciones sociales son cambiantes.

Este breve recordatorio de las tesis del líder italiano, que, de facto, estaba reconociendo la validez de las ideas formuladas a principios de siglo XX por Bernstein del socialismo como proceso, en lugar de objetivo o estado final, resulta útil para poner de manifiesto un problema que arrastra nuestra democracia. No se trata de ninguna formulación teórica compleja. España tiene un problema en el comportamiento de su sociedad (pero especialmente de sus élites) -que tienden a la corrupción– y que en ocasiones, escapan con facilidad de cualquier tipo de responsabilidad (por supuesto, política, pero también legal). El motivo es sencillo. En España hay una delgada separación entre administradores y políticos.

Se ha estudiado poco y, sin embargo, es de vital importancia. Aunque para tratar de entender todo esto tenemos que superar la mera retórica: son corruptos, nos engañan, se llevan el dinero crudo… Por supuesto, todo esto es cierto, pero si no queremos caer en un bucle enunciativo que no lleva a ninguna parte concluyente, o mejor, que lleva a la más pura frustración, y, por otro lado, para evitar la afición que existe en el mundo académico de aniquilar procesos a través de categorías o fronteras conceptuales artificiales, tenemos que situar el debate en los orígenes sociales e ideológicos de las élites, en las concepciones que éstas tienen sobre la política y sobre la administración. Pero también, introducir una perspectiva temporal.

En la Transición política española, la teoría de Gramsci funciona a la perfección. En el tránsito de la dictadura a la democracia jugó un papel de enorme interés la clase política y las élites intermedias. El Estado franquista contaba con administradores que no eran otra cosa que los encargados de asegurar la vinculación entre el Régimen y la sociedad. De manera que podemos incluir a toda la burocracia jurídico-gestora del Movimiento: abogados, notarios, fiscales, Delegados provinciales del Movimiento y también cargos como el Presidente de la empresa nacional de turismo, Presidente del INI, Director de RTVE... (y los funcionarios a su cargo). Aquí estaba una persona como Suárez, pero también estaban comunistas, socialistas o nacionalistas.

El mayor o menor grado de espíritu de continuidad o de reforma de estas personas no obedecía tanto a la pureza esencial de fidelidad a la ideología del régimen, cuanto a su posición política y social. Por tanto, la mayoría de ellos, en la crisis final del régimen, son partidarios de la reforma en la medida en que rechazaban una ruptura que supusiera un riesgo para su posición. No tienen una fidelidad ideológica al régimen sino corporativa.

Conectados con los administradores figuraban los políticos. Eran personas pertenecientes al aparato franquista de la elite de la dictadura. Fieles esencialmente al nacional-catolicismo. Necesitaban a los administradores (cada familia tiene sus administradores) como medio para preservar su propia legitimidad y sus privilegios (aunque en esta ocasión basada precisamente en la permanencia de la destrucción de la democracia), ensalzaban el régimen, pero también necesitaban asegurar evoluciones. De acuerdo con lo anterior, la vía reformista de Arias-Fraga se articula como una solución política desde el interior del régimen a través de una oferta de pacto de adhesión a los cauces del Movimiento a la oposición (hasta el PSOE).

Esta vía fracasó porque la oposición consiguió oponer la fuerza sociedad civil (que, en buena parte envolvía al aparato del franquismo). Sin embargo, la vía hacia la normalidad encarnada en Suárez se fijó en la cultura cívica de la sociedad española y trató de encarnar sus intereses hegemónicos basados en el hecho de que el propio Suárez y el Rey garantizaban el objetivo final (la democracia) sin riesgos. Su éxito consistió en ser un administrador (considerado por sus pares como una persona de segunda categoría) sin dogmas políticos que, el ejercicio del poder, convirtió en un político puro.

Pero, a día de hoy, ¿qué sucede con los familiares de De la Vega, con Boyer, con Zaplana, con Acebes, con Botín, con Solchaga, con Rato, etc?. No son exactamente políticos, tampoco son solo miembros de consejos de administración o gestores de empresas estratégicas para un Estado (sean éstas públicas o privadas). Son las dos cosas y una de las dos dependiendo del momento político o del contexto económico. Las vinculaciones corporativas son manifestaciones perversas en la democracia actual, pero no es un fenómeno exclusivamente que atañe a la política. En realidad, las prácticas corporativas son un mal uso de nuestra de nuestro sistema de convivencia que la ley no ha sabido impedir porque no hay voluntad legal –ni de momento social- de acabar con la hegemonía corporativa que se ha forjado como fortificación. Solo una nueva hegemonía social podrá asaltar la fortaleza. En el franquismo, la relación entre administradores y políticos era oscura y el objetivo primordial era quitar valor a lo político para mantener la dictadura. No lo consiguieron puesto que tras la muerte de Franco perdieron el dominio hegemónico de la sociedad civil y no pudieron evitar que España se transformase en un Estado social y democrático de derecho. En cualquier caso, actualmente los múltiples ejemplos que se podrían poner de la turbia relación entre administradores políticos; muestran que la vinculación entre ambos (o entre la misma persona que hace la función doble de administrador y político), se explica por esta concepción del poder como una actividad a mitad de camino entre los intereses públicos y los privados. Y esto sucede a todos los niveles: en los partidos, en la medicina, en la Universidad, entre los periodistas, en la justicia…

En esta crisis que no tiene fin, han sido tan determinantes las políticas gubernativas y las instituciones reguladoras como las familias, las empresas y las entidades financieras del sector privado. Y eso ha imposibilitado varias cosas: en primer término, la transparencia, pero, en segundo lugar, la degradación de los representantes de la soberanía popular incapaces de limitar la soberanía financiera.

Esto no quiere decir en absoluto que los que hoy están al mando, deban olvidar -siguiendo a Gramsci-, que el poder político no descansa únicamente en ellos, las élites. De manera que lo sepan o no, las élites están sujetas a una multiplicidad de condicionantes que no se desvanecen súbitamente cuando se aparta a la sociedad civil porque, tarde o temprano, ésta puede asaltar la ciudadela del Estado. Y en ese caso, siempre lo hará en nombre de la percepción que tenga de sí misma.

Administradores y políticos
Comentarios