martes. 16.04.2024

Abuelos

Uno pensaba solicitar a los poderes públicos la erección -no se alarmen por la palabreja- de un monumento a la labor desplegada por los abuelos con sus nietos, en los momentos en que éstos son más histéricos, más insoportables y más polimorfos. Pero, después de haber leído lo que he leído, parece que sería un grave error hacerlo.

Uno pensaba solicitar a los poderes públicos la erección -no se alarmen por la palabreja- de un monumento a la labor desplegada por los abuelos con sus nietos, en los momentos en que éstos son más histéricos, más insoportables y más polimorfos. Pero, después de haber leído lo que he leído, parece que sería un grave error hacerlo. ¿Por qué? Porque no sólo mostraría a las claras el fracaso estrepitoso de los padres modernos en la crianza de sus hijos, sino que, para más vergüenza, dejaría a la posteridad un monumento dedicado a recordar permanentemente su inutilidad.

Y no sólo por esa sutilísima razón, sino, especialmente, porque, debido a la educación y los modales que reciben de sus abuelos, los niños regresan a la sociedad mucho más histéricos, mucho más consentidos y más insoportables de lo que ya lo son por naturaleza. Yo, a los datos estadísticos me remito: el setenta por ciento de alumnos con problemas de disciplina en las escuelas y en los institutos pasan más tiempo -televisión aparte- con sus abuelos que con sus padres. Y si la sociología lo dice, por algo será.

Sobrecoge, ciertamente, el dictamen sociológico, pero no podemos aislarlo en la cámara interior de nuestra indiferencia. Dura sentencia, pero inapelable:

De la relación entre abuelos y nietos nada bueno se deriva para la conformación espiritual del cerebro y corazón de dichos imberbes. La mayoría de los niños, que pasan más tiempo con sus abuelos que con un puzzle, padecen del síndrome de autoridad. Como los niños hacen con sus abuelos lo mismo que con sus osos de peluche y mecanos de plástico, tienden a pensar que todos los adultos están fabricados con la misma mantequilla autoritaria. Y como estos niños no andan escasos de pensamiento hipotético-deductivo, cuando se enfrentan a un adulto con las amígdalas autoritarias bien puestas, el conflicto resulta inevitable: o, el niño se cae con todo su apolillado equipo de imágenes formadas sobre el poder del adulto o, en su defecto, si el niño no es niño, sino un hombretón de la ESO, quien lo paga suele ser el profesor que ha tenido la mala baba del azar de toparse con un alumno educado por sus abuelos. Los hay que, al igual que hacían con el abuelo, hacen con el profesor: darle de guantazos hasta hacerle callar y regalarle una baja.

Que los abuelos son un estorbo en esta sociedad, excepto ellos, nadie lo pone en duda. Los viejos, como los niños, son insoportables. Por eso, la manera más inteligente de domesticarlos es hacer que se despedacen entre ellos en el asilo o, como se dice ahora, en una residencia de la tercera edad.

Cuando el abuelo se queda solo en esta deliciosa vida, está obligado a pensar, como profilaxis, que su sitio natural está en el asilo, junto a otros chopos en proceso de celulosa. El ya ha cumplido su ciclo. Lo único que le queda es prepararse para sobar eternamente el vacío y nada mejor para este viaje a la definitiva Ítaca que hacerlo en compañía de otros senectos Ulises insersibles. ¿Para qué, leches, tratar de hacerse el vivo, cuando uno percibe en su entorno familiar que es un estorbo? Nada más patético que alardear de un vitalismo que no sirve ni para hincarle la dentada a un buen solomillo.

La sociedad repite una y otra vez que los abuelos no tienen sitio en esta sociedad. Y en la familia, tampoco. El ritmo de vida, que hemos imprimido a nuestro tiempo, es incompatible con perderlo con los abuelos, y, dicho de paso, con nadie. Y la prisa es enemiga de toda ternura y de toda amistad. Y tanto la ternura como la amistad requieren tiempo, dedicación, en suma, horizontes sin futuro. Pero todos, sin excepción, tenemos una prisa impresionante. Nadie está dispuesto a perder un cuarto kilo de su tiempo charlando con alguien de quien no se espera absolutamente nada, porque ya no tiene futuro. Ni está dispuesto a aprender de la experiencia ajena, porque la experiencia no enseña nada.

Toda situación siempre es nueva. Menos para los abuelos.

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