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¿Qué pasa si España tiene que ser rescatada?

nuevatribuna.es | 21.01.2011España no tiene un problema en sus cuentas públicas tan grave como Grecia ni un sistema bancario tan frágil como Irlanda. Tampoco carga con el lastre de las mediocres tasas de crecimiento del producto que, desde la creación del euro, arrastra Portugal.

nuevatribuna.es | 21.01.2011

España no tiene un problema en sus cuentas públicas tan grave como Grecia ni un sistema bancario tan frágil como Irlanda. Tampoco carga con el lastre de las mediocres tasas de crecimiento del producto que, desde la creación del euro, arrastra Portugal.

Esas u otras afirmaciones parecidas se utilizan profusamente en los medios de comunicación para reforzar la idea de que los rescates de Grecia e Irlanda no van a alcanzar a España. Aunque ciertas, las razones que se alegan no acaban de convencer a muchos analistas que aportan otros datos y argumentos para respaldar su convicción de que el rescate de España es muy probable o, incluso, inevitable. Por lo que se ve, tampoco convencen a los mercados. Si las razones que se alegan fueran convincentes, los inversores modificarían su percepción del riesgo y de las incertidumbres que ofrece la deuda soberana de España y reducirían las actividades especulativas y sus exigencias de intereses y rentabilidades cada vez más elevados.

Pese a todas las medidas tomadas por la UE a partir de mayo de 2010, que no han sido pocas, y pese a la envergadura de unos problemas que han sido capaces de poner en jaque al euro y que amenazan, en sentido estricto, al proyecto de construcción de la unidad europea que encarnan la UE y la eurozona, la crisis de la deuda soberana no está resuelta ni la medicina aplicada ha sido capaz de aplacar sus síntomas o detener el contagio sufrido por otros Estados miembros, entre los que Portugal y, en segundo lugar, España concentran todas las miradas y preocupaciones.

Se piense lo que se piense sobre la gravedad de la situación económica y los riesgos de la deuda pública española, la pelota sobre el posible rescate de España sigue en el tejado. Puede decantarse por caer del lado de los que creen que no habrá rescate, sea porque la situación no es tan grave como parece o porque las instituciones europeas hagan todo lo necesario para arreglar las cosas; pero también puede deslizarse hacia el lado de los que temen que ese rescate va a producirse e incluso estiman que hay altas probabilidades de que vaya a materializarse en el corto plazo, antes de que acabe este año de 2011.
Naturalmente, el análisis de los factores, datos e indicios que apuntan en una u otra dirección es tan interesante como necesario, ya que de ese examen se derivarán las tareas que atañen a los órganos de gobierno de los Estados miembros y de la UE para tratar de solucionar los problemas o, al menos, impedir que sigan creciendo. Que no hayan sido capaces hasta ahora de encontrar esas soluciones, que las mejoras conseguidas con las medidas aplicadas hayan sido transitorias, que las dudas de los inversores hayan ido en aumento o que la crisis se haya agravado no significa que no se vayan a tomar las medidas adecuadas a partir de ahora, pero parece razonable dudar de que estos líderes y la ideología conservadora y ultraliberal con la que la mayoría están equipados favorezcan la búsqueda de medidas más cooperativas y menos desequilibradas en el reparto de los costes que las que hasta ahora han barajado y aplicado.

A principios del año 2010, la crisis de las cuentas públicas griegas era extremadamente grave, pero tenía un alcance muy limitado (el PIB de Grecia apenas supone un 2,5% del total de la zona euro y su deuda soberana es tan sólo algo más del 4% de la que acumulan los países de la eurozona). Con el transcurrir de los meses, acabó transformándose en una crisis del euro capaz de poner en cuestión medio siglo de integración económica europea. Y esa escalada ha sido compatible con los rescates efectivos de Grecia e Irlanda y con la creación de un dispositivo financiero que, de entrada, parece suficiente para atender las necesidades de liquidez de Portugal y España, por lo menos hasta 2013.

La hipótesis del rescate de España tiene muy mala prensa por estos pagos. Y es natural que así sea. En primer lugar, su mero enunciado contribuye a generar desconfianzas e interrogantes sobre la eficacia de las medidas gubernamentales que se han tomado en los últimos meses y, de paso, deteriora la posición y la credibilidad de los líderes, medios de comunicación y contertulios que han respaldado sin ningún tipo de reserva esas medidas. En segundo lugar, debilita aún más la credibilidad de unas instituciones europeas capaces de imponer unas exigentes políticas de ajuste que no aseguran resultados aceptables y de crear un multimillonario cortafuegos financiero que facilita préstamos para que no se produzca una situación de impago de un Estado miembro, pero no cierra la puerta a nuevas vueltas de tuerca en las políticas de austeridad ni ahorra nuevas medidas de presión sobre los costes salariales, supresión de derechos laborales, recortes de bienes públicos y protección social que, como contrapartida, se exigen al socio que recibe los préstamos. Y en tercer lugar, refuerza un horizonte de excepcionalidad para España, tanto por la pérdida de soberanía en materia fiscal y presupuestaria que supondría (sin que se ofrezcan contrapartidas de integración en esos ámbitos) como por su impacto sobre la reactivación económica, alejándola y debilitándola.

Tal y como están las cosas, no parece demasiado conveniente reforzar ni en lo más mínimo el campo de los agoreros, pero tampoco vale de nada evaluar los muy graves problemas que padecen las cuentas públicas y la economía española desde posiciones de ciego o interesado optimismo. Para comprender el alcance de la crisis de la deuda soberana y sus conexiones con los problemas de fondo de la economía española podría tener algún interés discurrir sobre un posible escenario de rescate de España y prever qué consecuencias cabe esperar de tal escenario. Aceptemos como simple hipótesis que se llega a una situación en la que resulta insoslayable que el Gobierno solicite la ayuda financiera que está a disposición de los Estados miembros que la requieran. ¿Qué pasaría entonces?

¿Estaría asegurado el rescate?

Puede afirmarse que el rescate está asegurado, por lo menos durante los próximos dos años. Aunque no se ampliaran los fondos que están ahora comprometidos por la UE y el FMI (en total, 750.000 millones de euros), los recursos disponibles serían suficientes para cubrir las necesidades de financiación de la deuda pública de Portugal y España que vence en los próximos años 2011 y 2012 y de la nueva deuda pública que se generará en ese periodo como consecuencia de los inevitables nuevos déficit públicos.

Otra cosa es que el contagio y la necesidad de rescate alcanzaran también a Italia. En ese caso, dado que la deuda soberana italiana (1.800.000 millones de euros) es más del doble que la española (675.000 millones), el problema alcanzaría una envergadura que haría muy compleja su resolución. Téngase en cuenta que el total de las deudas públicas de Grecia (320.000 millones de euros), Irlanda (150.000 millones) y Portugal (140.000 millones) suma menos que la deuda pública española, por mucho que en porcentaje del PIB la deuda soberana de España (64%) se sitúa veinte puntos por debajo de la media de los países de la eurozona (84%) y es muy inferior a la de Grecia (140%), Italia (119%), Irlanda (97%) o Portugal (83%).

Ante la crisis de la deuda soberana de los países periféricos del euro, las autoridades de la UE se han aplicado en apagar cada explosión cuando las llamas alcanzaban una intensidad que podía terminar por alcanzar a otros socios y abrasar al conjunto de la eurozona y, por extensión, generar una nueva recesión en la economía mundial. La acción de los líderes e instituciones de la UE para atajar la crisis ha ido siempre muy por detrás de los problemas. Han permitido con gran displicencia que mercados y especuladores agravaran la situación y han mostrado una escasa prudencia al defender sus particulares interpretaciones de los respectivos intereses nacionales, olvidando las necesidades específicas de los socios con mayores problemas y desechando soluciones cooperativas que exigen más Europa o, lo que es lo mismo, mayores dosis de integración económica, mutualización permanente de los riesgos y mejor gobernanza.

No obstante, las respuestas puntuales y limitadas a cada episodio de crisis han terminado por crear un notable dispositivo de ayuda financiera que está listo para ser solicitado por los socios que sean abandonados por los inversores o atacados por los especuladores. En principio, el mecanismo fundamental de ese dispositivo de asistencia es el Fondo Europeo de Estabilización Financiera (FEEF) que fue diseñado con un carácter temporal, hasta junio de 2013. Posteriormente se aprobó que a partir de esa fecha, el FEEF será relevado por un nuevo mecanismo de estabilidad del que debe concretarse casi todo, aunque por lo que se ha adelantado hasta ahora tendrá un carácter permanente, afectará a los títulos de deuda que se emitan a partir de esa fecha y podría acabar pareciéndose bastante a un “FMI europeo”.
El primer rescate de la eurozona se produjo en mayo de 2010, cuando se aprobó una ayuda a Grecia de 110.000 millones de euros que tomaría la forma de préstamos provenientes de los otros quince socios de la eurozona (que aportarían 80.000 millones), mientras el resto correría a cargo del Fondo Monetario Internacional. Siguió, apenas una semana después, la creación del FEEF, que podrá obtener unos recursos totales de hasta 440.000 millones de euros emitiendo títulos de deuda pública garantizados por los países de la eurozona. Esos recursos obtenidos en los mercados de deuda se pondrían a disposición de los socios con problemas de financiación en forma de préstamos comunitarios con su correspondiente carga financiera. En términos efectivos, la cuantía que podría ser prestada es inferior a esos 440.000 millones, ya que una parte debe utilizarse como garantía de los títulos emitidos. En total, los fondos de rescate disponibles sumarían 750.000 millones de euros gracias a la suma de los 60.000 millones que podría aportar la Comisión Europea y otros 250.000 millones del FMI.

Este dispositivo de rescate se activó por primera vez a finales de noviembre de 2010 en el caso de Irlanda, poniendo a su disposición 67.500 millones de euros, de los que 22.500 millones provendrían del FMI, otros 22.500 millones del FEEF, 17.700 millones de la Comisión Europea, 4.831 millones de préstamos bilaterales de Reino Unido, Suecia y Dinamarca y otros 17.500 millones que aporta la propia Irlanda. Como ya hiciera antes Grecia, Irlanda se comprometió a respetar una estricta disciplina fiscal y llevar a cabo una dura terapia de choque que se concreta en fuertes recortes del gasto público, reducción de pensiones y sueldos de funcionarios, alzas de impuestos indirectos, capitalización de bancos…

En próximas cumbres europeas volverán a plantearse medidas de ampliación de esos fondos de rescate y mayores dosis de flexibilidad en su utilización. El objetivo de tales cambios no sería tanto afrontar en mejores condiciones los nuevos episodios de rescate de Portugal y España como el contribuir a evitarlos. A cambio de aceptar unas medidas que ya fueron planteadas y rechazadas por la última cumbre europea del pasado mes de diciembre, Alemania encabezará al grupo de socios que reclamará y conseguirá mayores dosis de disciplina fiscal, medidas de vigilancia temprana o preventiva, controles más estrictos sobre las cuentas públicas, sanciones más duras para los países que no cumplan con los nuevos compromisos y concreción de las modalidades y el alcance de la participación de los inversores privados concernidos por la insolvencia de un Estado miembro de la eurozona en las negociaciones sobre reestructuración de pagos y quitas de la deuda que sufrirán a partir de junio de 2013.

¿Qué solucionaría el rescate?

El posible recurso por parte de España al rescate financiero previsto por la UE solventaría sus problemas de liquidez y reduciría, sin evitarlos, la pesada carga financiera que exigirían en tan delicada situación los mercados. Como contrapartida, debería aceptar un nuevo y estricto plan de ajuste. El efecto combinado de ambos factores ocasionaría un duro castigo político al Gobierno.

Hay que preguntarse si los problemas de solvencia que probablemente afectan a las cuentas públicas españolas y, quizás, a los agentes económicos privados pueden solucionarse con los préstamos provenientes de los fondos de rescate. La garantía de una financiación suficiente y unos costes asumibles, como los que soportan por su rescate Grecia o Irlanda (con unas tasas de interés que rondan el 5,5%), solucionarían los problemas de liquidez, pero no resuelven los problemas estructurales de modernización que debe superar la economía española para afianzar su solvencia. Cuestión de suma importancia, ya que los préstamos permiten ganar tiempo y refinanciar la deuda que vence, pagar sus intereses y financiar los nuevos déficit públicos, pero no pueden arreglar un problema de solvencia, si es que existe.
Por otra parte, que el rescate financiero del Estado español esté garantizado durante los próximos dos o tres años no significa que los inversores entierren sus dudas sobre la solvencia o la capacidad de pago de España, dejen de ser reticentes a financiar la deuda soberana española, mantengan en sus carteras los títulos que actualmente poseen o relajen sus exigencias de mayor rentabilidad.

El rescate de cualquier Estado miembro sólo puede solucionar problemas de liquidez durante el limitado periodo de tiempo en el que los mercados de deuda pública no cumplen su papel de proporcionar financiación o exigen rentabilidades inasumibles para los Estados emisores de deuda. El rescate no puede solucionar el problema central de conseguir unas tasas de crecimiento del producto compatibles con el objetivo de la estabilización fiscal. Y este es uno de los grandes interrogantes que afectan a la economía española y que aprecian analistas y mercados. No es previsible en los próximos años un crecimiento suficiente del PIB. Las políticas de austeridad y consolidación fiscal dificultan que el crecimiento efectivo del producto alcance un nivel suficiente: la inmensa mayoría de las previsiones estiman que la media de crecimiento del PIB en el periodo 2011-2013 no alcanzará el 1,5% anual.

Hay problemas esenciales que no puede solucionar ningún rescate

La justificada relevancia otorgada a la solución del problema de la deuda soberana ha tenido la nefasta consecuencia de relegar la importancia de dos problemas claves de la economía española que deberían concentrar las preocupaciones de responsables políticos y las exigencias de la ciudadanía.

El primer problema está relacionado con la inexcusable tarea gubernamental de reforzar y extender las redes de protección social y generar a corto plazo tanto empleo como sea posible, porque los mercados van a ser un año más incapaces de generar empleos netos. El segundo problema está vinculado con el impulso de una modernización del aparato productivo que favorezca los imprescindibles cambios de las especializaciones y el modelo de crecimiento. Hay que remarcar que esa necesaria apuesta por una economía avanzada y sostenible requiere un esfuerzo colectivo prolongado en el tiempo. No se pueden lograr de la noche a la mañana cambios sustanciales en una economía como la española en la que predominan unas especializaciones productivas basadas en servicios no exportables de escasa intensidad tecnológica, actividades vinculadas a un sector de la construcción que no podrá recuperar el peso que tenía antes de la crisis y una industria manufacturera menguante, escasamente competitiva y centrada en productos de baja y media densidad tecnológica.

El protagonismo de la crisis de la deuda pública y las políticas de ajuste que se han puesto en acción para tratar de superarla han tenido la mala virtud de que el Gobierno del PSOE acabara desentendiéndose de la búsqueda de soluciones para esos dos grandes problemas y sólo tenga ojos y oídos para la cuestión de la deuda pública y para la solución que exigen los mercados y las instituciones de la UE.

Inversores y fuerzas económicas, con la inestimable ayuda del poder político, han impuesto su verdad: la solución al problema de sobreendeudamiento público y privado que padecen los países periféricos de la eurozona pasa por una devaluación interna larga y dolorosa que combinará al menos tres procesos: primero, una recapitalización inmediata del sector bancario y una reordenación que concentre el negocio en los bancos más solventes; segundo, una reestructuración y reducción de la deuda soberana acumulada (los inversores deberán aceptar a partir de 2013 una quita o pérdida de parte de sus derechos de cobro) y mayores garantías para la deuda restante por parte de instituciones solventes; y tercero, una disminución sustantiva (de alrededor del 10%) de costes laborales, pensiones, gastos públicos y presión fiscal sobre las empresas encaminada a aumentar la competitividad de las exportaciones y a que el consiguiente aumento de las ventas en los mercados internacionales pueda compensar la inevitable caída de la demanda interna.

Con matices diversos, no pocas inconcreciones y algunas diferencias entre las fuerzas políticas y económicas que la respaldan, ésa es la solución que ha comenzado a imponerse y que aplican los órganos de poder político de la UE y de los Estados miembros. No está claro, sin embargo, que sea una solución idónea para resolver los problemas que afectan a los países periféricos del euro. Está por ver si economías con un peso reducido de su sector exportador pueden compensar con ganancias en los mercados exteriores el retroceso de su demanda interna; está por ver hasta qué punto una reducción del 10% de los salarios (que podría suponer una reducción de costes y, por tanto, de precios de no mucho más del 3%) permite ganar mercados a costa de los productos procedentes de unos países emergentes que son capaces de ofrecer bienes de similar calidad a precios mucho más bajos; está por ver hasta qué punto la sociedad acepta una pérdida tan importante de poder adquisitivo y bienestar; y está por ver, finalmente, cómo se gestiona el difícilmente evitable incremento del conflicto social, la inestabilidad política y la desafección ciudadana resultantes.

En el caso de España, los voceros gubernamentales, los poderes económicos y los medios de comunicación que defienden el brusco giro político realizado por el Gobierno del PSOE intentan dar lustre a una idea: aunque tarde, por fin Zapatero ha cogido el toro de la crisis por los cuernos y está decidido a aplicar las políticas y reformas que hagan falta, por muy impopulares que sean y por mucho que le cuesten. Es evidente que el núcleo central de las políticas y reformas estructurales que ha aprobado el Gobierno en los últimos meses o se declara dispuesto a aprobar en un futuro inmediato son impopulares. En eso no se equivocan los valedores de las medidas gubernamentales, en todo lo demás yerran.

Los datos están a disposición de quien quiera leerlos: las medidas aprobadas no están sirviendo para resolver los graves problemas de paro y precaria actividad económica que sufre la economía española, son profundamente injustas y desequilibradas en sus impactos sociales y económicos, reducen el bienestar de la mayoría y ya han empezado a extender la exclusión y la pobreza. Hay que insistir en que los daños sociales y económicos de esas políticas se van a intensificar y extender en el futuro. Y hay que remarcar que el problema no es que las reformas lleguen tarde, es que no sirven para lograr los objetivos que dicen pretender.

La denuncia de las políticas de austeridad y reformas estructurales que está imponiendo el Gobierno no sólo es imprescindible para frenar sus negativos impactos sobre las condiciones de vida y trabajo de la mayoría de la población, es más necesaria aún para impulsar la conciencia crítica y la movilización de la ciudadanía a favor de una alternativa progresista de salida de la crisis. Y es también un requisito indispensable para mantener viva la posibilidad de aplicar unas políticas y unas reformas que sintonicen con los intereses de la mayoría y, en consecuencia, vayan encaminadas a generar empleos, reforzar la protección y la cohesión social, emprender una reforma fiscal que haga pagar más a los que tienen mayores patrimonios y obtienen mayores rentas y financiar con recursos públicos la modernización de las estructuras productivas y la puesta en pie de una economía sostenible.

Gabriel Flores | Economista

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