jueves. 25.04.2024

¿Dejaremos que los canallas se vayan de rositas?

Nunca fue un filósofo relevante ni un pensador político de altura, sin embargo, las teorías del alemán Leo Strauss, tan simplistas y engañosas como antiguas, fructificaron en Estados Unidos dando lugar al surgimiento de una de las generaciones de políticos, economistas, pensadores, guerreros, empresarios y hombres de ciencia más desaprensiva de la historia: La generación neoconservadora.

Nunca fue un filósofo relevante ni un pensador político de altura, sin embargo, las teorías del alemán Leo Strauss, tan simplistas y engañosas como antiguas, fructificaron en Estados Unidos dando lugar al surgimiento de una de las generaciones de políticos, economistas, pensadores, guerreros, empresarios y hombres de ciencia más desaprensiva de la historia: La generación neoconservadora. Hombres y mujeres como Irving Kristol, Allan Blom, Milton Friedman, Richard Perle, John Ashcroft o Paul Wolfowitz bebieron directamente en su prédicas y creyeron a pies juntillas que Estados Unidos era el país elegido por Dios para liderar el mundo, que el Estado era enemigo del individuo y que sólo un grupo de hombres preparados, inteligentes y con capacidad inusitada para ilusionar a la población haciéndole ver que tirar piedras contra su propio tejado era lo más conveniente, podía salvar al mundo de la ola de “relativismo y materialismo ateo” que amenazaba con sumirlo en la mayor de las decadencias.

Leo Strauss decía que el buen político no tenía por qué creer en lo que decía, pero que tenía que ser un magnífico actor capaz de eliminar el racionalismo de las masas populares y de regresarlas al mito

Leo Strauss decía que el buen político no tenía por qué creer en lo que decía, pero que tenía que ser un magnífico actor capaz de eliminar el racionalismo de las masas populares y de regresarlas al mito, pues es éste el principal aliado del orden y la grandeza de las naciones y aquel, el origen del espíritu crítico, la decadencia y el derrotismo pusilánime. Inoculado por Mc Carthy el virus del miedo en la sociedad americana, ésta se retrajo y comenzó a creer en fantasmas. Los intelectuales se escondieron en sus guaridas universitarias, en los cafés y librerías de Manhattan, los actores –salvo muy honrosas excepciones- se dedicaron a hacer películas para analfabetos y los científicos a no pensar más que en el dinero. Aquella sociedad –anulada su ilusión utópica colectiva- estaba perfectamente preparada para ser el campo propicio donde los neoconservadores plantaran la semilla del miedo, de la religión hipócrita, de la guerra y del hombre hecho a sí mismo que desconfía de todo lo que venga del Estado, siempre que no sea dinero.

Se pusieron manos a la obra. Desmantelaron los servicios públicos de sanidad entregándoselos a compañías aseguradoras que cobraban pólizas que sólo estaban alcance de una minoría, desaparecieron la asistencia social –las cárceles privadas eran un negocio más rentable y una medida social más efectiva-, degradaron la escuela pública mientras dejaban en manos de corporaciones privadas la creación de lujosos colegios, institutos y universidades para mayor gloria de sus cuentas corrientes, desmantelaron el incipiente sistema público de pensiones para regalárselo al sistema bancario y, en su locura, delegaron la fabricación de armas atómicas en empresas privadas más poderosas ya que el propio Estado. Fotos de familia por Navidad, asistencia –Antiguo Testamento en mano- a los oficios religiosos de los domingos, campañas electorales diseñadas por Micky Mouse y el Pato Donald y el mensaje repetido hasta la saciedad, subliminar y directamente, de que América era la patria de la “libertad”, de las oportunidades y del renacimiento moral del mundo, hicieron creer a muchos que estábamos ante un nuevo orden en el que la “buena gente” podría, por fin, ser feliz.

Los neoconservadores, hoy rebautizados como liberales ante el hedor que desde hace tiempo despide ese cadáver lleno de joyas, decidieron que había que exportarlo a todo el planeta

Una vez conseguida la realización de su programa en Estados Unidos, los neoconservadores, hoy rebautizados como liberales ante el hedor que desde hace tiempo despide ese cadáver lleno de joyas, decidieron que había que exportarlo a todo el planeta, que la Tierra se les quedaba pequeña. No tuvieron el menor problema en el sureste asiático, pero quedaba Europa, la vieja Europa, que fue volada por los aires en cuatro operaciones, el colapso de la URSS con la consiguiente secesión de varias de sus Repúblicas, la desmembración de Yugoslavia, la guerra de Irak para controlar las rutas de los combustibles fósiles y la admisión en la Unión Europea de los países secesionistas. El círculo estaba casi completo, faltaban unos flecos por atar: Introducir otro nuevo Caballo de Troya en la Vieja Europa, para lo que eligieron a Sarkozy y a la Francia de las libertades, y emprender la progresiva desmantelación de los Estados del Bienestar europeos, entregando millones de euros públicos a las nuevas corporaciones que sustituirían a los Estados en funciones que le son irrenunciables.

Todo estaba hecho, apenas quedaban cabos sueltos, la libre circulación de capitales –nunca de personas-, la proliferación de paraísos fiscales al margen de la ley, la amenaza de la deslocalización industrial, el individualismo, la claudicación de la ciudadanía –incluso de la más preparada y crítica- y la conversión de las democracias europeas al nuevo orden, cerraban definitivamente el círculo donde el escorpión termina –desesperado- por inocularse su propio veneno antes de morir víctima de las llamas.

Millones de personas que confiaban en el mito inventado por los falsarios, se ven abocados al paro, el desahucio y la miseria.

Sin embargo, se olvidaron de una cosa, de un antiguo refrán español que dice –perdonen por la simpleza, es contagiosa-, que “la avaricia rompe el saco”. Y el saco se rompió. Millones de personas que creyeron que los bancos eran mejores garantes de sus pensiones que el Estado, tiemblan ante la oscuridad de los balances de las entidades donde depositaron sus ahorros; millones de ciudadanos indolentes que pagaban hipotecas descomunales para casa, coche y vacaciones en el Caribe, ven como el castillo que tan inocentemente contribuyeron a construir, se cae sobre sus costillas; millones de inversores que pensaron hacerse ricos con fondos de inversión de dudosa etiología, se mesan los cabellos ante el mayor fraude que ha conocido la Humanidad y millones de personas que confiaban en el mito inventado por los falsarios, se ven abocados al paro, el desahucio y la miseria. Pero, siempre hay una salida diciendo diego donde dije digo y ahora es el Estado, o sea todos, quienes debemos salvar a las grandes corporaciones “ad maiorem capital gloriam”. Entre tanto, los urdidores de todo este descomunal engendro, con sus dineros a buen recaudo en los paraísos fiscales creados al efecto, se lavan las manos y, sin que nadie lo dude, se irán de rositas como si aquí no hubiese pasado nada, esperando a que escampe para seguir haciendo agujeros. Salvo que…, despertemos y decidamos poner algunas cabezas en el sitio que les corresponde…

¿Dejaremos que los canallas se vayan de rositas?
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