viernes. 19.04.2024

¿Cómo hemos llegado a esto?

Cuando los gurús económicos no hacían sino asegurar una y otra vez que se habían acabado los ciclos económicos y que el crecimiento, que ya duraba 15 años, se iba a prolongar indefinidamente.
Cuando los gurús económicos no hacían sino asegurar una y otra vez que se habían acabado los ciclos económicos y que el crecimiento, que ya duraba 15 años, se iba a prolongar indefinidamente. En un tiempo en que las empresas conocían cifras de beneficios nunca vistas, que las Bolsas superaban niveles de cotización jamás alcanzados y que los gestores de las grandes corporaciones se hacían multimillonarios con remuneraciones exorbitantes y se “arriesgaban” con contratos blindados escandalosos.

En el momento en el que corría la especie de que cualquiera podía hacerse rico endeudándose y de que para asegurarse la vejez lo arriesgado eran los sistemas públicos de pensiones y lo seguro los privados. Cuando el capitalismo se había convertido en “turbo capitalismo” y en “capitalismo total” y el liberalismo de los padres fundadores, Smith, Ricardo o Malthus, había quedado arrinconado por el ultraliberalismo de Milton Friedman, para el que el equilibrio óptimo es el que proviene del mercado y que, por tanto, cuanto menos reglas se establezcan más fácil será que dicho equilibrio se alcance.

Alcanzado el momento histórico en que ese tipo de capitalismo ya no tenía, como decía la Sra. Tatcher, alternativa. En la hora en que cualquier regulación o intervención por parte del Estado, salvo para favorecer la regulación pro-mercado, era considerada una herejía. Mientras que, según algunos de sus exegetas, la Responsabilidad Social de las Empresas “ha venido para quedarse”, cuando, en la práctica, se generalizaban en algunos sectores � como la banca - los comportamientos empresariales más irresponsables; y de la idea de partenariado se había pasado a la de la defensa exclusiva del “valor del accionista”.

Llegada la hora en la que ya hasta quienes se afirmaban de izquierdas consideraban que bajar impuestos no era una práctica de derechas, como tampoco el mantener el gasto público en los niveles más bajos posibles. Una vez demolidos, en gran parte, los derechos laborales, debilitadas las organizaciones sindicales y alcanzados niveles de desigualdad social incluso disfuncionales para el propio sistema.

Habiéndonos llegado a creer que España era un modelo económico de éxito a exportar por el mundo. Y que la Unión Europea realmente constituía una Unión supranacional capaz de representar un modelo de capitalismo diferente del anglosajón y de protegernos, a los ciudadanos europeos, frente a la mundialización ultraliberal. Cuando estábamos en esas, hete aquí que el “capitalismo de casino” viene estando aquejado de un infarto prolongado desde hace más de un año. Víctima de su propia auto-“regulación”, de la avaricia de los capitalistas y de la codicia de sus gestores, víctima de la dejación de responsabilidad de los poderes públicos y de su propia lógica generadora de escasez y desigualdad, víctima de su propio éxito.

Y, de pronto, pareciera que nos hayamos caído de un guindo y que lo que ayer era imposible y aberrante hoy es posible y loable. Así, ahora resulta que, para socializar pérdidas, es muy bueno que intervengan los Estados. Y que la presumida impotencia de éstos ante el poder omnímodo de los mercados se ha esfumado: ahora sí pueden. En realidad, siempre han podido ya que el neoliberalismo no hubiera sido posible sin la re-regulación política realizada por los Estados.

De golpe descubrimos que un gestor de empresa puede ganar en un año lo que a un asalariado medio le costaría ganar dos siglos. O que en 15 días sí podemos dar a los bancos el dinero que todos los países dan en un año en concepto de ayuda al desarrollo. Alemania descubre que las empresas prototípicas del “capitalismo renano” son las mejor preparadas para afrontar la crisis y Japón comienza a valorar los efectos devastadores de la precariedad laboral y social.

La realidad de la Unión Europea se ha relevado como una Unión de Estados más que como una construcción “comunitaria” y menos aún como una entidad federal. Y, en España, empezamos a pensar que más que a California nos parecemos a Florida, con una economía basada en el turismo, el ladrillo, la precariedad laboral, el endeudamiento de las familias y el déficit con el exterior. En fin, la opinión pública mundial descubre, con espanto, que las materias primas, como el petróleo, o los alimentos han sido objeto de especulación y que el libre y desenfrenado juego del mercado produce catástrofes sociales, económicas, ecológicas. Incluso hemos vuelto a descubrir que el capitalismo sigue existiendo, o, al menos, de nuevo parece normal utilizar el término.

Pero, ¿cómo hemos llegado a esto? Remedando el verso de Bertold Brecht y del pastor Niem�ller, primero fueron a por los trabajadores, luego atacaron las políticas públicas y, finalmente, la economía financiera fue sustituyendo a la economía real.

Restituir dos principios esenciales del capitalismo: el excedente empresarial y la valoración social del empresario

La crisis que ahora estamos viviendo como consecuencia de un capitalismo absolutamente desbridado, tiene su inicio en los años 60 cuando el capitalismo empieza a poner en cuestión el pacto � llamado pacto keynesiano o pacto socialdemócrata � que se había ido conformando tras la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado. Y, sobre todo, después de la segunda guerra mundial y la instauración de un mundo bipolar, con los acuerdos de Yalta. Sobre dicho pacto � que implicaba salarios reales crecientes, pleno empleo, derechos sociales y laborales, seguro de desempleo, educación obligatoria y gratuita, sanidad pública, pensiones por invalidez o jubilación - se edificaron los llamados Estados del Bienestar.

Pero, como tan bien nos explicó David Anisi, el pleno empleo y la seguridad derivada de la protección social habían incrementado el poder de los sindicatos y el espacio de la provisión de servicios al margen del mercado. Con ello se ponían en cuestión, de acuerdo con un eminente economista llamado Schumpeter, dos principios esenciales del capitalismo: el excedente empresarial y el “clima social” favorable a los empresarios. La retribución de los salarios ganaba terreno sobre los beneficios empresariales, el gasto público había dejado de ser una oportunidad de inversión para el sector privado y la valoración social de los empresarios era claramente peyorativa. Había llegado el momento de disciplinar a los trabajadores y de revalorizar la función social de los empresarios. Un economista americano, Lester Thurow, sentenció que “el capitalismo declaró la guerra a la clase trabajadora, y la ganó”. Llegaron Reagan y Tatcher y decretaron más mercado y menos Estado, más empresa y menos sindicato, menos impuestos y menos gasto público. El capitalismo decretó el final del “pacto keynesiano” y del Estado del Bienestar.

Aprovechando las crisis del petróleo de 1973 y de 1978 y, sobre todo, la caída del muro de Berlín, en 1989, el nuevo capitalismo se dedicó a “disciplinar” a la fuerza de trabajo. En primer lugar, el pleno empleo deja de ser un objetivo de la actuación de los gobiernos, con lo que la inseguridad se cebó en los trabajadores y los sindicatos perdieron capacidad reivindicativa. Con ello y con las repetidas “reformas” laborales se consiguió que los salarios crecieran por debajo de la productividad, aumentó la precariedad laboral (actualmente, según CEDEFOP, de 220 millones de asalariados europeos, 108 están en situación precaria y 30 millones de entre ellos son pobres) y disminuyó la capacidad de presión y negociación colectiva de los trabajadores. A su vez, la internacionalización de la economía ha creado un mercado de trabajo mucho más amplio, con un exceso global de mano de obra, generando una gran presión sobre las rentas salariales y continuados procesos de deslocalización empresarial.

Como consecuencia de estas políticas, en todo el mundo desarrollado asistimos a una dramática erosión del mercado de trabajo y de los salarios, al tiempo que crece la distribución a favor de las empresas. A causa de esta deriva, desde hace más de veinte años los países desarrollados crecen la mitad de lo que crecían durante los “30 gloriosos” (entre 1945 y 1975) y en torno a un tercio de su población (bastante más en el caso español) es pobre, desempleada o precaria. Este modelo de capitalismo, genera crecientes desigualdades y está en la base de que cada vez más trabajadores voten a favor de opciones pujadistas y xenófobas o de que simplemente no voten. Ese es, igualmente, el factor que hace tan grave la crisis financiera y real en la que estamos inmersos y esa es, asimismo, la causa que está detrás de los pronósticos que la anuncian tan larga.

Este primer asalto del capitalismo contra el Estado del Bienestar se ha sustentado en unos valores que han modificado profundamente las conquistas sociales alcanzadas por el movimiento obrero durante dos siglos de luchas. En primer lugar, se ha ninguneado la dignidad del trabajo: en nombre del empleo se pretende que esté justificada casi cualquier medida sobre la calidad y la dignidad del trabajo (desde la ruptura del principio de igualdad de trato al aumento del tiempo de trabajo, pasando por la más completa inestabilidad en las trayectorias profesionales). La idea de que “más vale un mal empleo que ninguno”, ha hecho furor. En segundo lugar, se ha ido transfiriendo progresivamente el riesgo a los trabajadores: éstos se han convertido en la primera variable de ajuste; se ha acrecentado su inseguridad ante los avatares de la existencia (desempleo, enfermedad, vejez, incapacidad); bajo el concepto de empleabilidad se pretende que los trabajadores sean, como se ha dicho por algunos teóricos de la “tercera vía”, los empresarios de sí mismos; y aumenta el porcentaje de trabajadores “autónomos” pero económicamente dependientes. La seguridad � garantías de rentabilidad, contratos blindados � para los accionistas y los gestores, la inseguridad para los trabajadores. Finalmente, asistimos, por procedimientos diversos cuya manifestación más emblemática es la Responsabilidad Social de las Empresas, a la creciente sustitución de los procedimientos obligatorios � ley, convenio � por los voluntarios � códigos de conducta, labels, indicadores, orientaciones, etc-, como vía, en el fondo, de auto-regulación social y laboral. De nuevo, la filantropía, la caridad, queriendo sustituir a los derechos.

La demolición de lo público

En el segundo asalto, el capitalismo colocó en el centro de mira de su tarea para recuperar tasa de beneficio e influencia social, a las políticas públicas. A la desregulación, o mejor cabría decir re-regulación, laboral siguió la privatización. En el objetivo antedicho, le resultada imprescindible abrir al beneficio privado a todos los nichos rentables que estaban en manos del poder público: los transportes, la energía, las telecomunicaciones, los bancos, la enseñanza, la sanidad, las pensiones, la cultura. Con el argumento de que, así, serían más eficientes y baratos. Basta, para darse cuenta de la falsedad del argumentario, recordar lo que pasó en EEUU con el huracán Katrina; lo que sucedió con los ferrocarriles británicos; el ejemplo de eficiencia y austeridad que están dando las entidades financieras; la calidad del servicio que prestan algunas de las empresas de servicios esenciales tras ser privatizadas; la “seguridad” de los fondos de pensiones: los americanos han perdido desde que se inició la crisis financiera unos 1.500 millardos de euros, más del 20% de su valor; la “eficiencia” del sistema sanitario estadounidense que, gastando más del doble de lo que gastamos nosotros los españoles, deja sin asistencia a 47 millones de personas; etcétera.

Particularmente negativas han sido las políticas orientadas a “reformar” los sistemas públicos de pensiones. Reformas y contrarreformas guiadas siempre por dos objetivos: recortar, por diversos procedimientos, el gasto y las prestaciones públicas e incentivar, con gasto público, las pensiones privadas. Como si éstas fueran más baratas, más seguras o no estuvieran afectadas por los cambios demográficos. Reformas también guiadas por una premisa: nunca se puede actuar sobre los ingresos � cotizaciones, fiscalidad, aportaciones del Estado � ni sobre el reparto de la riqueza del país. Tampoco sobre las medidas que aseguren una mayor tasa de empleo de los jóvenes o de las mujeres; o una mayor permanencia en el empleo de las mujeres o de los trabajadores mayores, por ejemplo, para garantizar a largo plazo los sistemas públicos de pensiones.

No menos pertinaz ha sido la ofensiva dirigida a reducir los impuestos, sobre todo de las rentas más altas (según P.Krugman, el 40% de la reducción de impuestos de Bush ha favorecido a personas con rentas anuales superiores a 210.000 euros). La eliminación del impuesto del patrimonio en España, por ejemplo, supone una pérdida anual de ingresos de 1.400 millones de euros, mientras que no hay dinero para financiar la Ley de Dependencia. Desde hace treinta años, con el inicio de la revolución ultraliberal, se ha producido una enorme redistribución negativa de las rentas y de la riqueza: los ricos son más ricos y los pobres bastante más pobres. En ello ha jugado un papel central las reducciones fiscales directas y el aumento continuado de la imposición indirecta sobre el consumo. El tipo máximo del impuesto, en el promedio de la OCDE, bajó desde el 67% en 1980 al 43% en el 2000 (en EEUU, pasó del 70% al 35%, y en España del 66% al 43%). Las consecuencias han sido, y están siendo, evidentes: deterioro de la calidad de los servicios públicos, como sanidad o educación, y aumento de las desigualdades y de la exclusión social.

En el terreno de los valores, esta segunda ofensiva ha ido acompañada por la idea de que la solidaridad tiene que ser una solidaridad entre pobres (los funcionarios tienen que sacrificarse para que suban las pensiones; las pensiones más altas no tienen que crecer conforme a la riqueza del país sino moderarse para que puedan subir las mínimas, y así sucesivamente) y de los pobres hacia los ricos, con menos impuestos directos y más indirectos, por ejemplo. Y si necesario fuera, que lo ha sido, mediante la salvaguardia de los depósitos de los ahorradores. También se ha caracterizado por la progresiva sustitución de la idea de igualdad por la de no discriminación. Sin duda, para que haya igualdad no tiene que haber discriminación. Pero, igualmente, la igualdad tiene otros componentes � el poder de los trabajadores para influir en la distribución de la riqueza, la enseñanza pública para propiciar la igualdad de oportunidades, un sistema fiscal progresivo para financiar servicios esenciales de calidad � que han sido arrinconadas en las prioridades políticas.

La apoteosis financiera del capitalismo

Limitado, mediante la desregulación, el poder de los trabajadores para incidir en la distribución de la riqueza � desconexión entre salarios y productividad -; reducida la capacidad de ahorro de la población, mediante los recortes del Estado del Bienestar � desconexión entre riqueza y solidaridad � el paso siguiente consistía en responder a la cuestión de cómo, en esas condiciones, se podía seguir creciendo y produciendo beneficios en los países ricos. La respuesta consistió en desconectar los gastos de los ingresos, estimulando el consumo mediante el crédito. El capitalismo seguía creciendo mediante un endeudamiento rampante. Por ejemplo, EEUU, gracias a la globalización y a los privilegios del dólar, había adquirido la costumbre de vivir muy por encima de sus medios: su endeudamiento total alcanza el 316% de su PIB, recibe el 80% del ahorro mundial y el déficit de su balanza comercial supera los 500 mil millones de euros.

La economía crecía también mediante la especulación (40 dólares en títulos por cada dólar real), favorecida por todo un conjunto de mecanismos de ingeniería financiera. Innovación financiera que liberaba de riesgos a los bancos para seguir prestando y trasladaba tales riesgos, a través de productos derivados, de una forma totalmente incontrolada e irresponsable. El exprimer ministro francés, Michel Rocard, ha dicho que a esas prácticas habría que llamarlas por su nombre: robo.

Esa carrera hacia la especulación financiera estuvo, de entrada, alimentada por la liberalización de los tipos de cambio y, posteriormente, de los tipos de interés de la tutela de los Estados. La volatilidad incesante de estas variables implicaba potencialmente consecuencias nefastas para las empresas (un beneficio anticipado se podía convertir en fuertes pérdidas como consecuencia de la variación en la tasa del tipo de cambio monetario). Mediante formas de innovación financiera, se comenzaron a ofrecer productos para poder asegurarse contra las variaciones de precios (tasas de cambio y de interés), productos derivados que luego fueron centrándose cada vez más, con el boom inmobiliario, en operaciones puramente especulativas. El resultado de todo ello ha sido la creación de una enorme fosa entre la esfera financiera y la esfera productiva de la economía: en 2005, del total de transferencias interbancarias, el 2,2% correspondían a la economía real y el 97,8% a la economía financiera. Consecuencia: una economía financiera mundial a la deriva y una gran depresión sobre la economía real.

Este nuevo tipo de capitalismo, de hegemonía financiera, es profundamente unidimensional: sólo le interesa el beneficio y el valor del accionista; tiene una profunda desconsideración hacia la naturaleza; equipara bienestar a riqueza producida, al margen de su reparto; considera que el único regulador ha de ser el mercado y no las instituciones políticas democráticas, nacionales o mundiales. Es un capitalismo que hace tabla rasa del pacto social y que no se nutre, como sucedía antes, del aumento de otras rentas (para que consuman las riquezas producidas) sino de la punción que realiza sobre las mismas. Este nuevo capitalismo financiero es un capitalismo sin proyecto que limita la posibilidad de inversión productiva, de crecimiento e innovación; que provoca un fuerte desplazamiento de la solidaridad fiscal y de la distribución de la riqueza producida; que se basa y produce grandes desigualdades sociales; que amenaza el equilibrio económico, social, político, ético y ecológico del planeta.

Y ahora ¿qué?

Muchos son los que opinan que este es el final del capitalismo de casino, del ultraliberalismo. Es posible, pero tampoco es nada evidente. Es cierto que hace mucho tiempo que el capitalismo no ha estado tan al borde de su propia auto-destrucción y que probablemente nunca como ahora tantas cuestiones esenciales dependen de que se aborde una profunda transformación y regulación del mismo. Pero ello requeriría una acción coordinada y conjunta de la comunidad internacional. Y esa es una primera condición que no parece garantizada. Las tentaciones hacia respuestas proteccionistas, xenófobas y nacionalistas pueden ser muy fuertes, si no se adoptan políticas que protejan realmente a las poblaciones. La elección de Obama es un factor que resulta positivo para una respuesta multilateral y solidaria.

La segunda condición es que exista una masa teórica capaz de proponer, como sucedió con las aportaciones de Keynes durante la gran depresión de 1930, una salida regulada a la economía de mercado. La concesión del Premio Nóbel de Economía a Krugman y la notoriedad de otros economistas poco fanáticos de la mano invisible del mercado y decididos regulacionistas, como Stiglitz o Rodrik, puede indicar que el clima ideológico está cambiando. Pero no es seguro que los Jefes de Gobierno sigan sus postulados. A favor de un cambio de modelo puede jugar, igualmente, la creciente influencia de algunos países emergentes que, como Corea del Sur, China o India, han asentado su prosperidad económica sin seguir los postulados del consenso neoliberal. Pero, también aquí existe un pero, no está claro que tales países no quieran apostar por un capitalismo sin democracia.

El que exista una masa crítica de cambio es el tercer pre-requisito. Que tampoco parece asegurado. Ello requeriría un cambio radical del discurso económico de la izquierda de gobierno (que se ha mimetizado, en no escasa medida, con los postulados neoliberales) e incluso de una parte de la derecha liberal. También una decidida política de refuerzo del movimiento sindical y el establecimiento de nuevas alianzas entre las fuerzas políticas y los movimientos sociales. Pocas son las señales, reflexiones o pronunciamientos que se observan en ese sentido todavía. Pero es posible que la crisis termine siendo tan profunda que esa resulte la única alternativa para evitar, de nuevo, la emergencia incontrolable de fuerzas populistas, reaccionarias y autoritarias.

Una vez asegurada la liquidez de los bancos, restablecida la capacidad crediticia y la garantía de los depósitos, habrá que abordar otra serie de políticas para afrontar la crisis. Establecer, por ejemplo, una nueva regulación internacional del sistema financiero, con reglas obligatorias y mecanismos de seguimiento y de sanción. La eliminación de los paraísos fiscales que sustraen 250.000 millones de dólares de ingresos fiscales a los Estados. Proteger al capitalismo de los capitalistas: regulando las remuneraciones astronómicas de los gestores, estableciendo criterios de remuneración más sostenibles a largo plazo para los accionistas y apoyando sistemas de gobierno de las empresas basados en la participación real de los trabajadores. Restablecer, en suma, el papel regulador del poder público en el ámbito internacional, nacional y local. Parece, en este sentido, esencial dotar a la UE de las facultades que se han echado en falta en esta crisis: un gobierno económico común, la facultad de crear impuestos, dotarse de un presupuesto suficiente y de endeudarse como gobierno europeo, la vinculación de la autoridad monetaria a los poderes políticos, la capacidad de una regulación común.

Para salir de esta crisis, con los menores daños posibles para la mayoría, será imprescindible, así mismo, recurrir al gasto público. Al objeto de impulsar el crecimiento y la creación de empleo. En España, por ejemplo, que es un país que tiene muy poco porcentaje de la población activa empleada en servicios públicos, como enseñanza, educación, servicios sociales, guarderías, servicios a domicilio � el 9%, frente al 15% de promedio en la UE y el 25% en algunos países nórdicos -, tendría que ser el momento de crear empleos vinculados a la ley de dependencia, a la ley de igualdad y la creación de guarderías, a la enseñanza o la sanidad. Además de en otros sectores industriales, como todo lo vinculado con el ahorro energético y el cambio climático, o de servicios. Los Estados han de volver a situar el objetivo del pleno empleo en el centro de sus objetivos, Y recurrir a un esfuerzo equivalente al que realizaron en los años 30 y 40 del siglo pasado para evitar una recesión como aquella y los daños que de la misma pudieran derivarse en todos los órdenes.

Igualmente, en una situación en la que el crecimiento no va a poder seguir siendo alimentado por el endeudamiento, y en el que las profundas desigualdades se han convertido en nuestras sociedades en un freno al crecimiento, será imprescindible asegurar el incremento de los salarios al mismo nivel que la productividad. Y reivindicar, de nuevo, como está sucediendo en EEUU con la promesa de establecer un sistema sanitario universal, la protección a los parados, la finalización de los regalos fiscales, la consolidación y profundización de la protección social pública. Es necesario de nuevo establecer las condiciones para garantizar la seguridad a la gente. Porque si los ciudadanos tienen miedo, todos los desastres son posibles. Poner freno al ultraliberalismo es apostar, por tanto, por la seguridad � ante las deslocalizaciones, ante el paro, ante el futuro- mediante una vuelta a las políticas públicas. En realidad, la gran conquista del movimiento obrero fue una mayor seguridad para la gran mayoría. Eso ha significado el Estado del Bienestar. Mientras que el neoliberalismo significa justamente lo contrario: la vuelta desde la seguridad a la inseguridad, al miedo. Por eso tenemos que volver a regular el capitalismo. Porque la inseguridad, además de generadora de profundas desigualdades e injusticias, es la madre de todos los desastres.

José María Zufiaur
Representante de UGT en el Comité Económico y Social Europeo

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