viernes. 19.04.2024

La centralización judicial y el control de los tribunales

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Hace unos días, un Juzgado de lo Contencioso Administrativo de Madrid se pronunció sobre determinadas medidas solicitadas por la Comunidad de Madrid con relación al ejercicio de su competencia sanitaria respecto del Covid-19.

Poco importa la poca claridad de la resolución o su adecuación legal. Pese a que el Magistrado hizo determinadas aclaraciones, fuera de lugar, que salvaban la vigencia de las medidas adoptadas por la Administración autonómica, lo cierto es que tanto Fiscalía como Comunidad las entendieron denegadas procediendo a recurrirla. La Sala del TSJ acabaría revocando la resolución dictada en la instancia, por el Juzgado “de base”, como periodísticamente se le calificó.

Más relevante es el ataque de la Comunidad de Madrid a la resolución. Legítima pero fuera de lugar también porque en definitiva otras autorizaciones solicitadas por otras Comunidades habían sido denegadas total o parcialmente y cada cual asumió el papel que le correspondía en el proceso: recurrir o subsanar los defectos formales para reiterar la solicitud. Máximo cuando, como se ha visto, la tramitación y resolución del recurso es tan urgente como requiere la materia, absolutamente perentoria, de que tratamos. La previsión de recurso contra la mayoría de las resoluciones judiciales institucionaliza el error judicial y su subsanación. Cabe recurso porque está previsto legalmente que la resolución pueda no acomodarse a Derecho.

La centralización judicial favorece el control de la función judicial por los demás poderes

Raro el feroz ataque de la Comunidad de Madrid y más rara todavía la reacción del Gobierno de España anunciando la reforma legal de la Ley Orgánica del Poder Judicial para que una vez aprobada no sean los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo sino las Salas de los Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia las competentes para autorizar o denegar la adopción de las medidas. Parece que, ante la menor posibilidad de que los Tribunales se aparten de lo que ambos consideran, quieran cambiar las reglas del juego. Ya pasó anteriormente con los Despidos colectivos en el ámbito del orden social, a resultas de las quejas de las organizaciones empresariales, entre otros supuestos.

La justificación de una y otro, la necesidad de resoluciones homogéneas, su uniformidad, difícilmente justifica un cambio legal. De un lado porque porque una golondrina no hace verano ni una resolución crea doctrina. Por otro porque aunque la unidad de criterio de los Tribunales es, en principio, deseable en virtud del principio de seguridad jurídica, ya que los ciudadanos esperan que ante unas mismas circunstancias la respuesta sea la misma, no siempre es posible porque las peticiones no son iguales ni tampoco las realidades sociales de que nacen esas peticiones. A veces incluso la discrepancia entre órganos judiciales resulta finalmente enriquecedora porque ante principios apriorísticos y dogmáticos  hace evolucionar la doctrina judicial aproximándola  a un mejor concepto de justicia. Las respuestas tradicionales no siempre han de mantenerse porque la tradición a veces no es la bondad experimentada, sino la perpetuación de la ignorancia. Finalmente, tampoco puede pasarse por alto que la administración de justicia tiene un importante componente artístico: sobre el material fáctico objetivo opera la sensibilidad subjetiva del juez.

La reacción del Gobierno resulta un tanto ininteligible. Por un lado porque parece que hay unas relaciones dialécticas entre el Gobierno de la Comunidad de Madrid y el Gobierno de España en virtud de las cuales el primero viene haciendo lo que le viene en gana (¡así nos va con la pantemia!) hasta tal punto que por momentos su falta de diligencia y desidia apunta a que morosamente viendo cumpliendo lo que se le exige sin ninguna convicción, como si disimularan un negacionismo de fondo. Y el segundo, achantado y acobardado, acaba por dar por bueno lo que hace aquél se trate de no contratar rastreadores, o profesores, se trate de no practicar pcr, de dar información cuando le apetece o no dándola cuando no. Diríase que unos provocan y otros rehuyen el conflicto. Lo que sería de todo punto legítimo cuando sólo estuvieran en juego sus competencias y no el derecho a la salud de los ciudadanos.

Malamente puede garantizar la uniformidad resolutiva asignar la competencia a las Salas de lo Contencioso de los TSJ, cuando hay diecisiete, tantas como Tribunales Superiores de Justicia o sea una por Comunidad Autónoma, cuando menos, y menos cuando las Salas se dividen en Secciones y son éstas las que en realidad deberían resolver de acuerdo con las normas de reparto. Baste un ejemplo fácilmente entendible: hoy hay Secciones de la Sala de lo Social del TSJ de Madrid que sostienen criterios enfrentados y hasta contradictorios. Incluso la misma Sección ha llegado a dictar Sentencias encontradas en el mismo supuesto, sobre la base de distintos Ponentes. Este problema ya se planteó en el orden social con la sustitución del Tribunal Central de Trabajo, único para todo el territorio nacional, por las Salas de lo Social de los TSJ autonómicos que llegó a provocar una relativa diferenciación en el derecho aplicado en los diferentes territorios, hasta el punto de que fue preciso crear el llamado recurso “de unificación de doctrina” atribuido al TS para evitar esa dispersión interpretativa.

En realidad, la cuestión evoca la discusión que en su día sostuvieran Eduardo García de Enterría y Vicente Conde Martín de Hijas a propósito de la Ley reguladora de la Jurisdicción de lo Contencioso-Administrativo. Se trataba de si precisamente se creía en la aptitud de Juzgados unipersonales para controlar la actividad del Estado. Conde Martín de Hijas, que había desarrollado buena parte de su carrera en las Magistraturas de Trabajo, la afirmaba. García de Enterría se sumaba a la tesis tradicional de que sólo Tribunales colegiados eran aptos para dicho control. Se adscribía a la tradición de que fueran las Audiencias Territoriales, sustituidas por los TSJ, los que asumieran dicho control. Con el tiempo rectificaría su oposición y valoraría positivamente la tarea desarrollada por los Juzgados. Pero de todo ello, surgió una Ley de la Jurisdicción Contenciosa que consagraba como órganos “de instancia” (los que asumen el conocimiento del pleito de manera plena y sin perjuicio de los recursos ordinarios y extraordinarios), una posición ecléctica que atribuía ese carácter a los Juzgados de lo contencioso, a las Salas de lo contencioso de los TSJ, a los Juzgados Centrales de lo Contencioso y a las Salas de lo Contencioso de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo. Con ello se limitaba la influencia de la organización judicial del orden de lo social, la más exitosa, caracterizada sustancialmente por la atribución de la función de instancia a Juzgados unipersonales en principio provinciales y la revisión extraordinaria de sus resoluciones a las Salas de lo Social de los TSJ y del TS. Por vía de excepción se atribuyó ese carácter “de instancia” también  a la Sala de lo Social de la Audiencia Nacional en materia de conflictos colectivos cuyo ámbito excediera del territorio de una Comunidad Autónoma.

La discusión, entonces curiosa, hoy resulta un tanto artificiosa porque lo importante no es cuántas personas integran el Tribunal. Aquello de que seis ojos ven más que dos es un apriorismo condicionado a la capacidad funcional de los ojos, la servidumbre a prejuicios y rutinas y por la voluntad laboriosa. Lo importante es la efectividad del control de la actividad del Estado y demás Administraciones. Y llevando la discusión a sus últimos extremos, el grado de autonomía de los Tribunales respecto de los otros poderes del Estado. Esto es, la concurrencia de unas condiciones de independencia judicial que posibiliten ese control efectivo.

Y a este respecto ha de concluirse que aún admitiendo la mayor posibilidad de resoluciones erróneas provinientes de los Juzgados unipersonales, posibilidad absolutamente cuestionable de principio, lo cierto es que los Tribunales colegiados son más susceptibles de control político. Especialmente con referencia a Tribunal Supremo y Tribunales Superiores de Justicia. Respecto de la Sala de lo Contencioso Administrativo del TS la situación es paradigmática ya que tiene encomendada el control de la actividad de todas las Administraciones Públicas y singularmente del Estado, incluyendo el Consejo General del Poder Judicial. Pero esta es una situación peculiar porque el Presidente de la Sala, con importantes funciones y capacidades organizativas, y todos sus Magistrados son nombrados prácticamente con discrecionalidad por el CGPJ. Así lo reconoce la Sala en una de sus últimas Sentencias sobre nombramientos del CGPJ. El controlador es nombrado discrecionalmente por quién debe ser controlado.

Y lo mismo puede decirse de las Salas de lo Contencioso Administrativo de los TSJ cuyo Presidente es igualmente objeto de designación discrecional por el CGPJ y que goza de iguales posibilidades y facultades en su ámbito. A ello debe adicionarse el peculiar mecanismo de ascenso de los llamados especialistas (seleccionados por superación de una segunda oposición de carácter memorístico) en los órdenes social y contencioso-administrativo, que sustrae plazas vacantes a las reglas comunes del ascenso por antigüedad. Y finalmente, y de fondo, una judicatura marcadamente conservadora que asegura mayorías de esas características a todos los niveles y en todos los grados.

Decían los viejos abogados que en la instancia se hace justicia y en los grados superiores se aplica la Ley. No creo que sea cierto ni un aserto ni el otro. De lo que sí estoy seguro es que la centralización judicial favorece el control de la función judicial por los demás poderes. Y que con la centralización judicial, los intereses del Estado quedan mejor garantizados, coincidan o no con los de los ciudadanos.

La centralización judicial y el control de los tribunales