jueves. 28.03.2024

“Poner en valor”, más allá de una estupidez lingüística

El lenguaje no tiene nada de inocente aunque siempre es, el pobre, un falso culpable.

Ha de reconocerse que se están viviendo momentos importantes en la vida de este país y de toda Europa. Las elecciones municipales y autonómicas pasadas han roto para el futuro las añoradas por el PP y PSOE mayorías absolutas. También el bipartidismo cómodo y acomodaticio ha sido herido, aunque no creo ni con mucho que haya fenecido por mucho que muchos lo deseemos. Por otro lado, gran parte de las clases populares en Grecia han puesto en vilo la austeridad de la maldita troika y una nueva forma de entender la Unión Económica se esboza tímidamente. Y en septiembre se celebran las elecciones catalanes, y las generales cuando el Sr. Rajoy tenga a bien disponer desde su enfermizo tancredismo. Ahora estamos en plena canícula y todo se aplana y mengua en espera de futuras emociones. Y para los que somos futboleros también esperamos al día 20 de este mes. En este relax forzado, en este ínterin de emociones, me ha llamado la atención un artículo del periodista Álex Grijelmo “Poner en valor” que ha escrito en el diario El País. Grijelmo tiene ya un interesante curriculum o currículo –escribo curriculum sin acento en la i porque es una palabra latina que no debiera llevar acento ortográfico a pesar su prosodia–. Especialmente recomendable es su libro El genio del idioma porque, al menos a un servidor, le abrió la mente para entender el sentido y la evolución del idioma. Pues bien, llama la atención Grijelmo sobre el “uso deplorable” de la expresión “poner en valor”. Como dice el autor del artículo, en francés “mettre en valeur” significa “elogiar” o “resaltar”, muy alejado desgraciadamente del significado que se ha querido dar en español. En realidad, en nuestro idioma ha devenido en una frase vacía, sobre todo si lo referimos a la economía. Esto ya no lo dice Grijelmo puesto que él cumple con su papel de lingüista, y hace muy bien en seguir el dictamen de Wittgenstein de que “de lo que no se sabe más vale callar”. Por cierto, otro genio desconocido salvo por la tribu de los filósofos y pocos más. Recomiendo el libro de Carla Carmona La consciencia del límite sobre el autor del Tractatus logico-philosphicus, autor también de casi su contrario, Investigaciones filosóficas. No obstante, la expresión que nos ocupa tiene más enjundia –diría que por desgracia– que la comentada. Yo estudié economía en la Complutense más de 30 años -¡cómo pasa el tiempo!- y jamás oí semejante expresión. Es verdad que estudié economía general, es decir, Micro, Macro, Crecimiento, Equilibrio, Estructura, Historia y, también, Econometría, materias muy generales que no entraban en los intríngulis del mundo empresarial, pero estoy por apostar que tampoco la oían los que estudiaban empresariales, la otra gran división de los estudios de entonces.

Confieso que la primera vez que oí si no me falla la memoria la expresión “poner en valor” fue cuando la utilizó el compañero de pupitre y de fechorías de Aznar, un tal Villalonga, especulador en bolsa, cuando ya estaba al frente de Telefónica. Hay que recordar cómo colocó el secretario de entonces del PP y jefe de gobierno a partir de 1996 -ese tipo que estaba seguro que Sadam Hussein tenía armas de destrucción masiva, seguramente en la entrepierna, porque nunca aparecieron- el Sr. Aznar. Pues bien, el tipo este, es decir, Aznar, privatizó definitivamente Telefónica, desprendiéndose de la acción de oro que el Gobierno tenía sobre algunas de las grandes empresas del país. Eso sí, la jugada fue que previamente había colocado de presidente de la empresa a su compañero de pupitre en el colegio del Pilar, al especulador de bolsa, que de telefonía sabía lo que yo de papiroflexia. Este tal Villalonga hizo unas inversiones multimillonarias en Brasil –se habló de 10.000 millones ahora medidas en euros– que fueron un fracaso y que ha lastrado las telecomunicaciones en España. Se hablaba entonces de implementar por parte de Telefónica una red de fibra óptica en sustitución de la del cobre actual y aquello se quedó en agua de borrajas. Pero recuerdo que este mentecato –ahora me refiero al presidente de Telefónica– se dirigió en una Junta de Accionistas a los allí presentes sintiéndose orgulloso de que su política económica en la empresa “había puesto en valor a la empresa”. ¿Y eso qué significa? ¿Eso significaba y tenía como consecuencia que Telefónica producía más, mejor y más barato? La respuesta es no. ¿Significaba que Telefónica se había preparado para el futuro con más y mejores inversiones, con más tecnología punta, con más I+D+i? Menos aún. Sólo parecía apuntar a que las acciones valían más, que la hazaña de Villalonga había consistido en que los mismos productos valían más monetariamente, es decir, que nos saldrían más caros a los consumidores, lo cual favorecía a los accionistas y sólo a los accionistas, nunca a los clientes ni al país –ausencia de efectos externos– en general. Eso sí, siempre y cuando no se les ocurriera a los poseedores una venta masiva de sus acciones. Ya se apuntaba los pelotazos y la especulación y todo lo que eso luego ha supuesto. De pronto y por obra de un cretino, la empresa Telefónica, empresa pública antaño –luego semipública porque también participaba capital privado–, la empresa que bosquejó en su día un incipiente capitalismo popular con su famosas matildes –con el inolvidable Jose Luis López Vázquez incitando a la compra de las matildes desde una cabina–, se convertía en el paradigma del nuevo capitalismo de amiguetes que estaba creando el PP a modo de la Sra. Thatcher en el Reino Unido y de Regan en USA. Era entonces un aperitivo, una primera experiencia empresarial para la corrupción masiva que luego se desataría en contubernio entre empresarios y una parte de los políticos con capacidad y poder de corrupcibilidad. Eso situó al PP en el top-ten de este maridaje y al PSOE opositando a desbancarle. Supongo que ahora se estudia la expresión “poner en valor” en las escuelas de negocios que tanto pululan para que lo asimilen –aunque hay de todo– los niños de papá, escuelas que se han convertido en su mayoría en centros de adoctrinamiento neoliberal. Estas escuelas han sustituido al adoctrinamiento durante el franquismo en la Formación del Espíritu Nacional y a los catecismos del Ripalda o Astete en materia religiosa, en también “valores” religiosos. ¡Los curas, vendiendo humo, han sido siempre unos maestros en “poner en valor” su doctrina y su papel! No importa tanto el rigor o la preparación –de hecho en la mayoría se exige notas bajas para entrar y, si son privadas, pues sólo el dinero de papá– sino que lo que importa es creerse empresario antes que trabajador, aunque estés de momento en el paro (estadísticamente no figurarás); en separar el trigo (empresario, ejecutivo, manager) de la paja (trabajador, asalariado y demás escoria). Y si es necesario para “poner en valor” a la empresa, se miente a Hacienda, a la Seguridad Social, se manipula contablemente, se reparten dividendos que no se corresponden con los beneficios reales, etc. Por desgracia para los villalonga de turno, para los estudiantes de estas escuelas, para algunos profesores imbuidos teológicamente de Hayek y de doctrina austríaca, la crisis ha devaluado la propia expresión, no vaya a ser que estos mismos estudiantes puedan pensar que alguna relación existe entre los intentos de “poner en valor” a las empresas y la especulación con las hipotecas subprime, los hedge-fund, los cds, los nuevos instrumentos financieros, el mal uso de los derivados (Goldman Sachs en Grecia, año 2001), etc. El lenguaje no tiene nada de inocente aunque siempre es, el pobre, un falso culpable. El periodista Grijelmo –habría que añadir que también lingüista- no llega a tanto como aquí se dice porque, además de lo comentado citando al filósofo, en los diarios impresos en España de ámbito nacional no hubiera podido pasar de lo lingüístico. No olvidemos que existe la censura empresarial, la censura silenciosa y silenciadora, la censura sin antídoto. 

“Poner en valor”, más allá de una estupidez lingüística