martes. 19.03.2024

La necesidad de la vuelta al Keynesianismo

Nadie pone en duda el éxito de la reconstrucción de Europa desde el final de la II Guerra Mundial hasta nuestros días. Europa en general y la Unión Europea en particular es, a pesar de sus desigualdades, crisis, avances y retrocesos, objeto de envidia sana y modelo para el resto del planeta. Y ello por dos motivos básicamente: por su nivel económico medio alcanzado en relación con otros continentes y por su envidiable Estado de Bienestar. Es verdad que en los últimos tiempos los países del Pacífico están alcanzando niveles de desarrollo económico notables, pero muy lejos de esa segunda pata del Estado de Derecho –también deseado por la fuerzas progresistas de otros países– que es todo lo relacionado con el aseguramiento de mínimos de sanidad, educación, asistencia a mayores, derechos civiles, pensiones, etc., que van desde la cuna hasta la sepultura. Nada es comparable a Europa en estos temas si, además, le añadimos cultura, arte, educación, patrimonio histórico, sin menospreciar otras culturas, otras manifestaciones artísticas. USA es uno de los países con más PIB per capita, más que la UE, pero muy mal repartido, con mucha desigualdad y con enormes insuficiencias para el bienestar de sus ciudadanos aportado desde lo público. En Asia hay países y zonas con fuerte crecimiento económico desde hace décadas, pero sus ciudadanos y, especialmente, sus trabajadores, no lo disfrutan ni de lejos como en este que llaman a veces apéndice de Eurasia. Solo Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica parecen alcanzar niveles de crecimiento, bienestar y reparto homologables. ¿Y por qué ha sucedido todo esto? Puede buscarse muchas explicaciones, pero si pensamos cómo quedó Europa y cómo está –a pesar de la crisis– ahora, nos avoca a una explicación de la política económica que se implementó en nuestro pequeño subcontinente desde la terrible contienda hasta mediados de los años 70. Hubo desarrollo y/o crecimiento económico impresionante, especialmente de Alemania, Francia, Italia, Reino Unido, países nórdicos, resto de países centro-europeos y, también, España, aunque en menor medida porque, debido a la dictadura que ahora quieren resucitar las huestes de Abascal, se impidió la llegada del plan Marshall. Por aquí pasó el plan de largo, como en la genial película de Berlanga, hasta más allende de los Pirineos. Por eso solo nos queda una explicación económica, al menos en lo que atañe al papel de lo público en la vida de los ciudadanos, en su economía y finanzas: la implementación y construcción desde lo público, con los impuestos, de una educación y sanidad públicas, inversiones públicas en carreteras y medios de transporte, en pensiones públicas, en investigación y tecnología, incluso en financiación pública, sin menospreciar la iniciativa privada. Todo ello desde una cobertura teórica y analítica que nos legó un bon vivant inglés, un hombre conservador, elitista, gran coleccionista y muy inteligente, un verdadero talento, que se llamó John Maynard Keynes (1883-1946). Aunque había publicado otras obras antes, fue en 1936 que publica su obra Teoría general del empleo, el interés y el dinero cuando revoluciona el marco teórico del análisis económico imperante en la época. Recordemos que entonces la Biblia de los economistas eran los Principios de Economía de otro inglés, Alfred Marshall (1842-1924). En ese libro se formaban todos los economistas de la época porque Marshall supo recoger de forma ecléctica, en una simbiosis complicada, el marginalismo (Gössen, Menger, Jevons, Walras) que se había desarrollado en el último tercio del siglo XIX, con la visión de los clásicos de la economía como eran Adam Smith, Thomas Malthus, David Ricardo, John Stuart Mill, etc. Otros quedaron olvidados o menospreciados en esa especie de enciclopedia de la época -el equivalente a los Elementos de Euclides- que fue la obra de Marshall, especialmente los fisiócratas (Quesnay) o los Petty y Cantillon, que reclamaba Piero Sraffa como padres de la economía. ¿Qué pasó para que todo el análisis de Marshall, la de sus discípulos ortodoxos y epígonos se viniera abajo? Pues la crisis del 29, la Gran Depresión, que los economistas ortodoxos –los educados a los pechos de Marshall y su biblia– no pudieron explicar, ni prever, ni dar recetas sobre el qué hacer cuando una cuarta parte de la población ocupada estadounidense se quedó en paro en poco más de un año. Todavía peor, porque los consejeros áulicos del presidente de USA, Franklin Delano Roosevelt (1882-1945) –entre los que se encontraba el afamado Schumpeter, el de la Historia del Análisis Económico–, le aconsejaban que no hiciera nada, que era contraproducente la intervención de lo público, que el solo mercado lo arreglaría tarde o temprano, incluso que nada hiciera para salvar a los bancos. Roosevelt, aunque con dudas y retrocesos, no hizo caso e implementó el New Deal, un programa gigantesco de gasto público. Pues bien, la obra de Keynes venía a confirmar, desde el plano intelectual y analítico, la bondad de ese proceder. Tuvo éxito, aunque nunca sabremos exactamente evaluarlo por el advenimiento de la II Guerra Mundial 10 años más tarde que trastocó todo. 

Keynes demostraba que ¡la economía podía estar en equilibrio con paro indeseado! Pensemos que lo que se produce debe ser consumido por medio de las rentas del trabajo, de las pensiones, de los beneficios obtenidos, y que eso determina la demanda de los consumidores

¿Qué decía Keynes? Pues el inglés salía al paso de varios de los elementos intelectuales y analíticos imperantes que, según este economista, habían fracasado. Decía en 1936 que “… las características del caso especial supuesto por la teoría clásica no son los de la sociedad económica en que hoy vivimos, razón por la que sus enseñanzas engañan y son desastrosas si intentamos aplicarlas a los hechos reales”. Aunque parezca increíble y a pesar de las crisis y ciclos anteriores a las del 29 mencionada, el análisis económico derivado del marginalismo neoclásico –expresión que puede recoger la síntesis aludida– no preveía ni consideraba que la economía pudiera caer en depresiones de semejante calado. Si acaso se daban tiranteces entre oferta y demanda en los mercados de bienes, servicios y trabajo, pero nada que la flexibilidad de precios y salarios no pudiera solucionar. Además imperaba la ley de Say –un economista francés– que decía que la oferta creaba su propia demanda. Y un tercer elemento, que la inversión y el ahorro siempre estaban en equilibrio por mor de los tipos de interés, es decir, del precio del dinero. El análisis económico de la época –y en cierta manera la imperante en la nuestra– era una Alicia en el País de las Maravillas. Keynes subvertió todo esto. Puso en duda la ley de Say y en su obra no había necesariamente equilibrio entre ahorro e inversión porque sus protagonistas no eran exactamente los mismos, y porque la inversión determinaba el ahorro como diferencia entre lo que se produce y lo que se consume y no al revés. Por último Keynes demostraba que ¡la economía podía estar en equilibrio –es decir, sin motivos para que nada cambiara– con paro indeseado! Pensemos que lo que se produce debe ser consumido por medio de las rentas del trabajo, de las pensiones, de los beneficios obtenidos, y que eso determina la demanda de los consumidores: ¿por qué una economía va a alcanzar el nivel necesario para que eso dé lugar al pleno empleo? En realidad es lo contrario y debemos considerar que casar los deseos de ganancia de las empresas, la retribución a sus trabajadores más las pensiones y ganancias, y los consumos necesarios para que produzcan bienes y servicios a niveles que den un pleno empleo es un milagro, es pura casualidad. Son actores diferentes en parte y, sobre todo, con motivaciones diferentes. Es lo que llamaba Keynes la demanda efectiva, es decir, que solo por casualidad, el consumo más las inversiones (hay que añadir las exportaciones) que pueden originar ganancias a las empresas van a dar empleo a todos los que quieren trabajar. Y más si las rentas del trabajo no se pagan en función de un consumo suficiente para llegar al pleno empleo. Decía Keynes textualmente que “si la propensión a consumir y el coeficiente de inversión nuevo se traducen en una insuficiencia de la demanda efectiva, el volumen real de ocupación se reducirá hasta quedar por debajo de la oferta de mano de obra potencialmente disponible al actual salario real”. Todo esto daba pie a una solución, que es la mayor bondad de la obra de Keynes a pesar del conservadurismo de su autor: que cuando la demanda efectiva –la suma del consumo más la inversión más las exportaciones– no eran suficientes para inducir una producción de bienes y servicios suficientes para alcanzar el pleno empleo, ¡el Estado podía intervenir mediante el binomio del gasto público/impuestos! (y cotizaciones). La razón de que eso tuviera efectos positivos sobre la producción y el empleo era porque se produce un efecto multiplicador de estos aumentos del gasto –incluso con equilibrio presupuestario– a través de las rentas. En efecto, ante un aumento del gasto se produce un aumento de la producción –lo que da lugar a un aumento de las rentas salariales y ganancias–, que da lugar a su vez a un aumento del consumo, lo que da lugar de nuevo a un aumento de la producción, y así sucesivamente, aunque los efectos sobre el empleo vayan menguando a cada ciclo producción-renta-consumo de la economía. Es verdad que la obra de Keynes fue adulterada por sus epígonos como fueron Hicks, Hansen, los teóricos de la síntesis (Samuelson), con el modelo IS-LM, los monetaristas aunque no antikeynesianos (Friedman), etc., pero en la reconstrucción de Europa y la construcción de su envidiable Estado de Bienestar podemos estar seguros de que el keynesianismo –en todos sus aspectos teóricos, ideológicos, prácticos, con sus defectos e insuficiencias– implementado desde lo público tuvo un papel relevante por no decir decisivo. 

Pero como todo tiene su punto de saturación y los enemigos de lo público son muchos –entre otros el egoísmo y los deseos de privilegios de los propios ciudadanos– a mediados de los años 70 del siglo pasado el paradigma keynesiano fue orillándose en las políticas, en la enseñanza, en las cátedras, en catedráticos y profesores, con la aparición de un fenómeno que decían que era nuevo: paro con inflación. Ni era nuevo ni la culpa la tenía el keynesianismo, pero daba igual, porque los enemigos de lo público esperaban en el banquillo y los Friedman y Hayek de turno fueron imponiendo sus tesis y surgieron nuevos discípulos como los Sargent y Lucas de turno, con mando en plaza en las cátedras. Es verdad que no fueron capaces de crear un cuerpo analítico suficiente para explicar el mundo económico y sus vicisitudes, pero eso daba igual: al keynesianismo lo adormecían, lo orillaban, incluso era objeto de burla de profesores neoliberales de universidades y de escuela de negocios. Pero he aquí que viene la recesión del 2007/8 y de nuevo los neoliberales, empresarios, profesores, políticos, que decidían, influían o mandaban, no pudieron ni prever la recesión ni dar soluciones que no fueran a través de la reducción de los tipos de interés de los bancos centrales (Reserva Federal) o ni eso (en el BCE hasta que llegó Draghi en el 2012). Incluso contra eso, contra las soluciones monetaristas estaban en desacuerdo si eso se hacía con políticas monetarias por el lado de la oferta (porque siempre estábamos en la trampa de la liquidez).

De ahí la oportunidad histórica de restaurar un nuevo keynesianismo a la altura del siglo XXI, teniendo en cuenta que hay nuevos fenómenos que no se daban en la época de Keynes: la informatización de las noticias y conocimientos, la robotización parcial del trabajo, la gigantesca deslocalización que viene produciéndose desde hace más de dos décadas. También la terrible desigualdad de rentas y patrimonio en el mundo actual, que tampoco contemplaban como problema los economistas de hace casi un siglo. Tampoco la crisis ecológica del planeta, que hace que con el solo mercado no tenga solución la polución, el cambio climático. También el subdesarrollo en zonas de América Latina, África, incluso en zonas asiáticas y europeas del este. Pero un keynesianismo adaptado a los tiempos presentes y como herramienta no única para combatir todos estos fenómenos y situaciones es obligado. Pero no es seguro que ello pueda triunfar en esa lucha de clases en lo teórico que decía Althusser. La coyuntura es favorable porque el adversario en la teoría ha fracasado en lo práctico, pero de nuevo está ahí, esperando su oportunidad y, remedando el cuento, a lo mejor cuando despertemos –sin hacer nada– el cocodrilo neoliberal nos habrá comido de nuevo.

La necesidad de la vuelta al Keynesianismo