jueves. 28.03.2024

La civilización de la derecha

El procesamiento en masa de huelguistas, con condenas graves incluidas, o la regulación de la “seguridad ciudadana”...

Ha sido un lugar común en el discurso político referirse a la “derecha civilizada” como un concepto que implicaba la aceptación por las fuerzas del privilegio económico y social de un compromiso en torno a la democracia y a la participación ciudadana y la conclusión de un pacto social con las clases subalternas. La aceptación de estos estándares de comportamiento político no impedía el juego dentro de ellos para modificar en su favor la correlación de fuerzas y por tanto garantizar el mantenimiento de las asimétricas relaciones de poder económico, social, cultural y político frente a las posiciones contrarias de nivelación de las mismas.

Durante un largo tiempo esta posición de partida era aceptada, al menos en el espacio de las economías desarrolladas y dominantes del planeta. La implantación progresiva y hegemónica de planteamientos políticos ligados a un neoliberalismo económico y social en las democracias de los países centrales, que vino acompañada de la desestructuración profunda del socialismo democrático en las mismas y su liquidación práctica como proyecto alternativo de sociedad, no cambió sin embargo formalmente este punto de partida, sino que reformuló a su favor los términos de ese acuerdo: acentuación de la formalidad de la democracia representativa, limitación o incapacitación del pluralismo político mediante leyes electorales y reglamentos parlamentarios, manipulación de la opinión pública mediante el control de los medios de comunicación, fortalecimiento de la violencia del intercambio salarial a través de la progresiva remercantilización de la relación de trabajo, privatización creciente de los servicios públicos.

Con la crisis que comienza en el 2008 y su permanente realidad, se ha producido un salto cualitativo. El que enfrenta directamente la hegemonía económica y política neoliberal y el acuerdo democrático en el que ésta se encuadraba. Boaventura dos Santos lo ha explicado con gran elegancia en el análisis del caso brasileño: El neoliberalismo aprovecha la crisis y sus efectos desoladores para “reconstruir El Dorado, más mítico que real, de la acumulación del siglo XIX”, declarando solemnemente que no existe alternativa política al capitalismo neoliberal y, en consecuencia, que no tiene sentido la aceptación del pacto democrático que permitiría acoplar la administración de la realidad y el proyecto de sociedad a visiones diferentes de la que sostiene el propósito liberal. Un retorno al pasado en el que la lectura de las grandes obras naturalistas que describían la explotación obrera y el trabajo infantil durante la industrialización  -Rosso Malpelo de Verga, La Taberna de Zola, o David Copperfield de Dicken- funcionan como afrodisíacos que excitan la imaginación de los funcionarios del capital, proporcionándoles un escenario de desprecio ante el embrutecimiento y la miseria de las clases trabajadoras ante  cuya eventual resistencia  solo cabe enarbolar el bastón y la represión policial de una parte, y la manipulación de la opinión pública de otro.

Son muchas las señales que muestran este cambio profundo, y en Europa el rastro de las mismas se debe seguir a través de la suscripción del tratado de estabilidad, los memorándums de entendimiento, y la anulación del sentido democrático en los países con sobreendeudamiento. Pero es también especialmente llamativa la pérdida de “civilidad” que este proceso ha provocado en las formas de expresión política de los poderes económico-financieros dominantes. 

Lo estamos experimentando en los últimos encuentros electorales. En USA, ya lleva tiempo creciendo la ideología para-fascista y antidemocrática del Tea Party, que se ha apropiado del republicanismo democrático original. En los análisis sobre este tema, se pone el acento en la debilidad del partido demócrata americano, sus compromisos con poderosos lobbies económicos  y la incoherencia de la política del presidente Obama, pero se deja en la sombra el crecimiento exponencial de una forma autoritaria y excluyente de concebir la política y el gobierno en USA que parece  acumular victoria tras victoria. No es sólo un fenómeno del norte. Las elecciones presidenciales que han tenido lugar en Brasil y que han culminado con la reelección de la presidenta Dilma Rousseff,se han caracterizado por un nivel de agresividad y de violencia verbal contra el PT y sus candidatos inconcebibles en una democracia, y la derecha perdedora presiona en las calles y en las instituciones que controla, fundamentalmente los medios de comunicación, para imponer su visión autoritaria del proceso democrático, llegando incluso a exigir un golpe de estado para acabar con la “dictadura” del PT. No se trata por tanto del continuo cerco sobre el gobierno y la presidencia de Venezuela al que ya estábamos acostumbrados, sino de la degradación del propio intercambio democrático, mediante la consideración del poder político como patrimonio privativo de quienes detentan el poder económico. En estas posiciones se abre paso un odio de clase verdaderamente atronador, que se expresa además en consideraciones xenófobas o abiertamente racistas.

Europa no está a salvo de esa pérdida de civilización de la derecha. Con grandes problemas porque la reducción de los márgenes democráticos en una buena parte de los países de la UE está generando una resistencia no sólo social, sino política, con la presencia de nuevos sujetos que agregan consensos importantes de la ciudadanía en torno a sus programas alternativos. También, ciertamente, otras figuras representativas están rompiendo, desde perspectivas diferentes y renacionalizadoras, la construcción del sistema de partidos sobre el que se basa la democracia representativa de los países europeos. Estos otros elementos irrumpen con gran fuerza en países importantes como Francia o Inglaterra, y presentan plataformas políticas de exclusión social y de persecución xenófoba.

En España hemos padecido este ataque a la democracia por parte del partido gobernante en demasiadas ocasiones aliado al partido de oposición. La construcción del proceso de reformas en torno al fortalecimiento del dominio autoritario en los lugares de producción -el ecocentro de trabajo, como le gusta llamarlo a López Bulla- expande la negación de la participación y del conflicto al espacio de los servicios públicos, privatizando y remercantilizando las necesidades sociales, y, consecuentemente, desemboca en la progresiva restricción de libertades públicas mediante la incriminación penal o la actuación policial. El procesamiento en masa de huelguistas, con condenas graves incluidas, o la regulación inconcebible en términos democráticos de la “seguridad ciudadana”, no son sino señales de este proceso. Que se continua en el plano electoral, con la aprobación de leyes y procedimientos electorales que quieren impedir la emergencia de posiciones contrarias o diferentes de aquellas que mantienen el único proyecto político coherente con las intenciones del capitalismo financiero dominante.

La situación requiere por tanto nuevas reglas que disciplinen democráticamente a los sujetos representativos de las distintas fuerzas en juego, de la (re)presentación de las clases y fracciones de clase que se disputan la hegemonía en la administración del curso de las cosas realmente importantes para los ciudadanos y ciudadanas de un país determinado. Por eso cada vez más se determina el campo de lo constituyente como un espacio de lucha en el que se debe articular un proyecto político que posibilite una ampliación profunda de los mecanismos democráticos. Que no sólo – ni fundamentalmente – se localizan en el terreno de la participación política o las libertades ciudadanas, sino que afectan directamente a las relaciones de poder en los lugares de producción y en la configuración progresiva de instrumentos de emancipación en los mismos.

La civilización de la derecha