jueves. 28.03.2024

La abstención del PSOE, el Gobierno de Rajoy y la frustración política

No nos gusta que las fuerzas emergentes del cambio político minusvaloren la potencialidad de lo institucional democrático y sustituyan su impotencia en ese espacio por una invocación retórica a la lucha y a la movilización social

Lo que se viene a llamar “actualidad política” en España no resulta nada atractiva. El grueso de las informaciones y comentarios se concentra en preparar el nuevo gobierno del Partito Popular liderado por Mariano Rajoy, una vez que se ha logrado que el sentido del voto de ambas elecciones, en diciembre del 2015 y en junio del 2016, desautorizando los cuatro años anteriores, sea reabsorbido y anulado mediante la neutralización de la propuesta de un gobierno de progreso. Afrontar esta realidad es muy duro, y genera un sentimiento de frustración. Casi cuatro años de intensas movilizaciones sociales se tradujeron en el comienzo de la quiebra del modelo bipartidista y en la emergencia de nuevas formaciones políticas que revelaban la pluralidad nacional y social de España y un evidente deseo de cambio político. El fracaso provocado de estas aspiraciones nos ha disgustado y nos ha puesto de mal humor a muchas y muchos de nosotros porque se consolida un espacio de gobierno que la mayoría de los ciudadanos ha rechazado explícitamente por dos veces en las urnas. Ese es el contexto en el que se escriben estas notas.

No nos gusta saber que las decisiones democráticas de las mayorías ciudadanas se vacían de contenido. No sólo en la utilización desviada de los discursos electorales y sus consecuencias prácticas, en donde se recalcaba la necesidad de evitar un nuevo gobierno del Partido Popular, para, finalmente, construir en la práctica la hipótesis de reeditar el bipartidismo como clave de la gobernanza interna, sino también en la exclusión política de más de un tercio de los electores considerados incompatibles con el juego político, aquellos que se decantaron por Unidos Podemos y las opciones nacionalistas y soberanistas. No hace falta más que leer los periódicos de régimen – hoy, ay! toda la prensa escrita de ámbito nacional – y escuchar algunas radios especialmente virulentas para saber que en torno a seis millones de votos no van a tener ninguna consideración en la regulación social llevada a cabo en la gobernanza prevista y que en consecuencia son considerados deshechos democráticos a eliminar, por no reciclables.

No nos gusta conocer que pese a que España se define como un régimen parlamentario, realmente los órganos legislativos donde se expresa la soberanía popular no tienen ninguna capacidad de actuar autónomamente sin la autorización del Gobierno, aunque este esté en funciones y por tanto no responda a las nuevas mayorías políticas que se han formado electoralmente ( y por dos veces). El Parlamento no puede legislar si no lo permite el Gobierno, lo único que efectúa son propuestas para que en su momento el gobierno las incorpore a su iniciativa legislativa. Los medios de comunicación cuentan que el Congreso aprobó – por ejemplo la igualación del permiso de paternidad al de maternidad, que era un derecho largamente suspendido por la crisis – pero realmente lo que el órgano legislativo ha hecho es someter una propuesta al juicio del gobierno para que éste la haga realidad en su día.

El gobierno además ha vetado iniciativas y propuestas de ley del parlamento, sobre la base de que conllevaban un aumento del gasto. Es inconcebible que un Gobierno impida al Parlamento expresar su voluntad de regular aspectos de la vida social sobre la base de una consideración económica que define unilateralmente. Un gobierno que carece de mayoría parlamentaria y que se encuentra en funciones. El gobierno compromete a España al suscribir tratados de importancia fundamental, como el CETA, sin debate parlamentario y sin someterlo a la aprobación del Congreso, aunque la movilización social haya obligado a aplazar su firma por el momento, lo que es una buena noticia, pero que se ha logrado fuera de aquí y sin que el espacio democrático formal en el que se manifiesta el pluralismo político y las mayorías democráticas haya estado implicado en ello. Los sindicatos acuden al Parlamento y obtienen el apoyo de todos los grupos menos el del Partido Popular, de forma que se registra una Proposición de Ley que recoge las propuestas de CCOO y UGT para revalorizar las pensiones en 2017  y garantizar la sostenibilidad del sistema público de pensiones, con medidas que incrementen los ingresos de la Seguridad Social, pero esa iniciativa no significa nada si el Gobierno no decide proponer al Congreso una ley al respecto.

No nos gusta contemplar cómo la institucionalidad democrática se anula en su componente más importante, el control de las decisiones del gobierno, que actualmente es inexistente. El parlamento puede reprobar a Fernández Díaz, pero esa censura no incide para nada en su actividad que sigue frenéticamente inmersa en la represión de los derechos ciudadanos, la denigración de las identidades nacionales que pueblan España, y  la promoción de elementos autoritarios y pre democráticos en las fuerzas de seguridad del Estado, sin que algo tan básico para el sistema parlamentario como es la reprobación de un ministro por el Congreso tenga ninguna repercusión, ni siquiera en la opinión pública, por otra parte ya habituada a que muchas de las personas que dirigen el gobierno tuvieron, hace una década, conocimiento de actos criminales que están siendo juzgados de los que su Partido se benefició directamente mediante las inyecciones de dinero a cambio de concesiones en los grandes contratos públicos.

No nos gusta que la ciudadanía perciba el Parlamento como un lugar sin sentido y sin función más allá de su utilización como medidor de las intenciones de voto de los ciudadanos, una suerte de materialización práctica de las encuestas de opinión. La quiebra del bipartidismo debería haber revitalizado el Parlamento como lugar de debate y discusión pública, donde se pudiera aprender a llegar a acuerdos y a impulsar iniciativas que acercaran las reivindicaciones sociales a los procedimientos de creación de normas y reglas de validez general. Un espacio donde se discutiera y se pusiera en práctica el resultado del debate, entendido éste no sólo como un diálogo con el gobierno, sino además como espacio de intercambio entre las diferentes opciones políticas presentes en él. La discusión de un nuevo Reglamento de las Cortes y de una nueva Ley Electoral son piezas claves institucionalmente en este diseño que parece truncado en el tiempo de interinidad en el que nos hemos movido.

No nos gusta que las fuerzas emergentes del cambio político minusvaloren la potencialidad de lo institucional democrático y sustituyan su impotencia en ese espacio por una invocación retórica a la lucha y a la movilización social. Ésta requiere, como bien se sabe, de actores y de proyectos convincentes que se materialicen en resultados concretos. Como los que se están obteniendo en los ayuntamientos, y como los que se plasman en el terreno de la negociación colectiva, o en la acción jurídica en los tribunales. Se requiere una estrategia que abarque la totalidad de la acción política y que piense en el espacio institucional de una manera completa, no simplemente centrada en el debate parlamentario como referente simbólico de la hegemonía política. La movilización social que mantuvimos en este país del 2011 al 2014 tiene que ser recuperada, sin duda, pero no va a resultar tan fácil, una vez fracasada ante grandes capas de la población, su salida electoral. La persistencia en la gobernanza económica que efectuará este gobierno, la más que probable confluencia de apoyo socialista ante los “grandes temas de Estado”, y la continuidad de un marco legal autoritario y antisocial, complicará el panorama.

Demasiadas cosas que no gustan por tanto. Y hay muchas más. Un catálogo de insatisfacciones que resulta de la frustración de un proyecto posible de cambio democrático que ha sido desviado y arruinado. Permaneceremos atentos mientras tanto a cómo se desarrollan los acontecimientos inmediatos.

La abstención del PSOE, el Gobierno de Rajoy y la frustración política