jueves. 28.03.2024

Cataluña: una tercera posición frente a la polarización identitaria

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Respecto a la articulación política en un Estado propio o el continuismo autonómico (aun con el amago de una imprecisa reforma constitucional) se ha consolidado la división en Cataluña, prácticamente, por la mitad: 47,5%

La ciudadanía catalana, el pasado 21 de diciembre en la elección del Parlament, se ha polarizado en torno a la cuestión más candente: la independencia o no del Estado español, de forma inmediata y unilateral (República catalana). La campaña electoral se ha desarrollado dentro de una dinámica de confrontación tras el aval o refuerzo de dos objetivos básicos de las principales fuerzas contendientes: por un lado, continuar el ‘proceso’ independentista, partiendo de su incapacidad fáctica derivada por la insuficiente legitimidad social y el limitado poder (institucional, económico, internacional y popular) para su implementación y junto con el evidente fracaso de la simple Declaración Unilateral de Independencia-DUI; por otro lado, la aplicación por el Gobierno de Rajoy, con el apoyo de PP, PSOE y Ciudadanos, del art. 155 de la Constitución con el cese del Govern y la imposición de la legalidad uninacional, con la expectativa de las derechas españolas de un reequilibrio en la representación institucional y el refuerzo de su hegemonía política en España.

Respecto a la articulación política en un Estado propio o el continuismo autonómico (aun con el amago de una imprecisa reforma constitucional) se ha consolidado la división en Cataluña, prácticamente, por la mitad: 47,5% independentista frente al 43,5%, unionista. Los resultados reafirman la conformación de dos bloques dominantes, que cabría denominar conglomerados dada su diversidad interna.

Pero ese relativo empate tiene algunos matices significativos y está condicionado por diversos factores, cuya explicación es necesaria para evaluar las tendencias sociopolíticas y electorales de fondo y las perspectivas de bloqueo o superación de esa relación de fuerzas.

En primer lugar, hay que destacar una tercera tendencia, más débil en estas elecciones autonómicas en que se quedó en el 7,5%, aunque más amplia en lo sociopolítico y cultural y, en particular, en las municipales y generales de 2015 en las que llegó a cerca del 25%, con más de novecientos mil votos. Es un campo intermedio, integrador, federativo y crítico con ambos polos identitarios, representado por los Comunes (y en algunos aspectos por el PSC). Tiene su base social y está arraigado en el tradicional catalanismo progresista de las izquierdas, solidario con la transformación social y política de España (y Europa), reforzado y renovado por la protesta social y democrática de estos últimos años frente a la gestión antisocial y antidemocrática de las élites poderosas (españolas, catalanas y europeas). Y pone el acento también en otro plano fundamental para las capas populares (clases trabajadoras y clases medias estancadas o descendentes): la agenda social para hacer frente a las graves consecuencias de la crisis socioeconómica y las políticas de austeridad.  

A mi modo de ver, su doble posición en lo nacional y lo social es globalmente acertada pero insuficiente para contrarrestar la atracción de los dos grandes polos de poder y su dinámica de polarización identitaria. Su propuesta de superación de los dos bloques nacional-identitarios a través de una opción de pertenencia más inclusiva con un avance cívico e integrador es la más sensata para la gran mayoría ciudadana (en torno al 70%) que comparte rasgos identitarios o de pertenencia mixtos catalán-español o español-catalán. Conlleva valores democráticos y solidarios fundamentales: respeto y convivencia respecto de la diversidad cultural plurinacional interna y en relación con España, desarrollo del autogobierno y un procedimiento negociador y pactado, no para profundizar la división sino para encauzarla y resolverla democráticamente mediante un referéndum pactado. Los tres criterios están refrendados por una amplia mayoría social de más de dos tercios de la población catalana pero no han cristalizado como factores determinantes en una opción electoral.

Los límites de ese discurso tienen que ver con la sobrevaloración de la solución procedimental (referéndum) de un conflicto entre otras dos partes ajenas (independentista y ‘este’ unionismo) que pretenden imponer su punto de vista. Igualmente, con el escaso desarrollo sustantivo de una tercera posición propia en los dos ámbitos, catalán y, especialmente, español, del debate nacional y social: la alternativa para otra Cataluña y el proyecto de país plural y social para otra España en el que encajar ambas.

Pero el mayor problema no es programático o que, tal como han dicho algunos críticos, su discurso haya sido ambiguo o equidistante. Su orientación general de combinar un proyecto integrador, solidario y democrático en lo nacional con un plan progresivo de cambio socioeconómico es la más adecuada para la disputa por la hegemonía político-institucional y cultural de ambas derechas –catalana y española- e imprescindible para el futuro de progreso solidario en Cataluña y España.

Insuficiente credibilidad fáctica

En segundo lugar, la dificultad más grave de la tercera posición era su insuficiente credibilidad fáctica o, si se quiere, su incapacidad comparativa de poder e instrumentación gubernativa para garantizar su implementación. Para llevar a cabo ese proyecto diferenciado, no estaban claros los instrumentos político-institucionales y democráticos (y menos los apoyos económicos e internacionales). Es decir, la consistencia y amplitud de las fuerzas sociopolíticas alternativas y sus alianzas para conseguir mayorías electorales, la dificultad de conformar ambos gobiernos de progreso y solidarios e implementar los cambios constitucionales y políticos necesarios; o sea, la capacidad para derrotar a las derechas y caminar hacia un cambio de ciclo progresista, teniendo en cuenta el giro del aparato del Partido Socialista hacia su pacto con PP-Ciudadanos y su cierre a una alternativa de cambio de progreso.

En los otros dos bloques hay fuerzas económicas e institucionales poderosas; también una gran legitimidad social, incluido una parte de las clases trabajadoras. Solo se puede contraponer con una consistente y democrática fuerza político-social, todavía enraizada en gran parte de la juventud precarizada e indignada. Partía de una amplia simpatía popular por sus objetivos básicos, sociales y democráticos, e incluso por su talante mediador e inclusivo. Pero en su traducción electoral influyen las mediaciones político-institucionales, es decir, también pesa la operatividad de la prioridad inmediata en que se ha dividido la mayoría: reforzar la independencia o frenar la independencia.

Por tanto, existe la tercera posición: más autogobierno y más democracia en una España más justa y plural. Y, es el aspecto a destacar, la relevancia de la autonomía y la diferenciación del proyecto propio, aunque se compartan aspectos concretos de cada uno de los otros dos bloques y se reciban por ello las críticas del contrario. La delimitación principal no es dictadura (española) frente a democracia (catalana). El tablero no es binario, sino más complejo, con dos conflictos (democrático-social y democrático-identitario) y tres posiciones en cada polarización, diferentes en su articulación: un circo de dos pistas entrecruzadas con tres actores principales en cada una de ellas. Por ejemplo, estar contra la aplicación del art. 155 y las medidas autoritarias coincide con la posición del bloque independentista, y estar contra la independencia unilateral (DUI) coincide con la del bloque unionista. Priorizar la agenda social se enfrenta a su instrumentalización nacionalista o, directamente, al bloque causante de los poderosos que pugna por su marginación.  Ello hace más difícil el discurso y la alternativa política, pero más realista, justa y potencialmente arraigada.

La cuestión es que esa propuesta superadora de ambos bloques, no se ha constituido como alternativa realista e inmediata y ese espacio identitario intermedio ha sufrido fugas hacia un campo u otro presionado por la dinámica de utilidad de la garantía principal: avanzar o frenar la independencia. Y ello no solo como respuesta a la problemática nacional, sino también, y así ha sido divulgado por los principales contendientes, como garantía para la mejora económica y la reforma social de las capas populares, cuestión en disputa por todos.

Combinar democracia social con patriotismo cívico

Un proyecto de país (de países), como España, debe dar respuesta clara y democrática a dos cuestiones candentes: la social y la territorial

En tercer lugar, ambos discursos nacionalistas también prometían resolver la cuestión social. La vinculación a esta España o la República catalana, además de reportar mayor certidumbre identitaria y seguridad en los vínculos sociales respectivos, se presentaba como la mejor garantía de estabilidad y crecimiento económico y capacidad distributiva. Incluso Ciudadanos, escondiendo su plan neoliberal, llegaba a emplazar a los Comunes con admitir (parte) de su programa de reformas sociales a cambio del apoyo a la investidura de Arrimadas. Y las élites independentistas, a pesar de su responsabilidad en la consolidación de los recortes sociales, la precarización y las políticas neoliberales, aseguraban que sin el supuesto lastre de España y con un Estado independiente, las condiciones materiales de la población de Catalunya estarían entre las más avanzadas de Europa. Espejismo que se traducirá en frustración.

La cuestión no es que lo social estuviese ausente de la motivación y preocupación de la gente (estratificada por clases sociales) sino que en los discursos de los últimos años, tras el susto de la movilización social frente a la crisis socioeconómica y los recortes sociales, se subordinaba a la racionalidad económica dictada por la UE (y los mercados) y, cuando ha ido fallando, a la lógica de ambos nacionalismos y su polarización; primero las élites gobernantes catalanas, desde la Diada de 2012, y luego el PP y Ciudadanos, en respuesta al procés iniciado tras las elecciones autonómicas de 2015.

La cultura de izquierdas y el profundo proceso de protesta social, particularmente masivo en Cataluña, ha fortalecido una cultura de justicia social pero sin una maduración político-electoral consistente para sortear las mediaciones de la última movilización y polarización nacionalista. Por tanto, la agenda social clara no ha sido capaz de tener suficiente credibilidad fáctica para su implementación frente a los poderosos de ambos campos (y de la UE). Y, especialmente, para interrelacionarla con una posición de identidad nacional propia e integradora.

La seguridad institucional de cada campo (Estado español o República catalana) atraía el voto útil en unas elecciones donde la cuestión central no era cambiar España (Gobierno y Congreso) o la gestión municipal (por ejemplo, el ayuntamiento de Barcelona), sino precisamente, el Govern de la Generalitat y sus vínculos con el Estado Español… como construcción de país y también como mediación para la mejora socioeconómica (del país).

Por tanto, el hándicap para una estrategia nacional-integradora y social-progresista es que el proceso de confrontación nacional de los dos polos dominantes subordina lo social, favorece la hegemonía de ambas derechas y el continuismo neoliberal y regresivo y perjudica la agenda social real y la convivencia inter-identitaria. O sea, para activar y dar credibilidad a una opción democrática y popular es necesario combinar el giro social en confrontación con los poderosos con la tercera opción en la pertenencia nacional: superación de la brecha identitaria, profundización del autogobierno y resolución democrática y pactada del conflicto nacional, irresoluble por la imposición autoritaria o la unilateralidad. Y con mayor apoyo cívico y democrático, contrapesar los déficits de poder económico e institucional respecto de los otros dos bloques de poder.

No se trata de abandonar el espacio con una posición propia en el tema territorial, aunque hoy se esté a la defensiva en los dos ámbitos, España y Cataluña. Se trata, frente a los nacionalismos excluyentes e insolidarios, de combinar la democracia social y económica con un patriotismo cívico, plural y solidario, basado en la experiencia y los vínculos sociales compartidos e interrelacionado con distintos niveles y combinaciones de pertenencia e identidades colectivas.

Un proyecto de país (de países), como España, debe dar respuesta clara y democrática a dos cuestiones candentes: la social y la territorial. Dicho de otra forma, un cambio democrático y de progreso en España sería mucho más difícil sin las fuerzas progresistas de Cataluña; y difícilmente se va a construir una Cataluña progresista y más autónoma sin el desalojo institucional de las derechas españolas y la hegemonía política de las fuerzas progresistas (y su avance en Europa). La España y la Cataluña neoliberales y homogéneas en su composición nacional no se corresponden a la realidad y las necesidades de las mayorías sociales. Están agotadas y su retroalimentación mutua con el pulso identitario y su desprecio por la desigualdad social profundizan las fracturas sociales y la cohesión cívica. Necesitan recambio, un nuevo patriotismo cívico democrático-igualitario y solidario, y ese es el desafío del cambio social y político.

En consecuencia, la plasmación gubernamental de un gobierno tripartito progresista o de izquierdas, entre En Común Podem (7,5%), PSC (13,9%) y ERC (21,4%) -incluso añadiendo la CUP (4,5%)- no estaba madura, política y numéricamente. No obstante, haciendo ahora abstracción de sus ambivalencias, esas fuerzas nominalmente de izquierdas han conseguido una representatividad importante: 47,2% (bajando algo desde el 50,1% de las primeras elecciones autonómicas en el año 1980 y modificando su composición) frente al 51,2% de las derechas. Ello no supone que no sea la principal alternativa institucional para abordar mejor el doble conflicto, social y nacional, o que la dinámica de movilización popular y los resultados en las próximas elecciones municipales y generales no modifiquen la relación de fuerzas, cuestionando los actuales equilibrios y se pueda avanzar hacia ese cambio de hegemonía.

En todo caso, hace falta concretar sus difíciles condiciones para superarlas con un nuevo compromiso trasversal en lo nacional y firme en lo social. Pero superando la experiencia del Tripartito, en otro contexto, con un proyecto de reforma político-territorial, democrática y social con un Gobierno de progreso en España y otro en Cataluña. Para ello es imprescindible un mayor peso de Catalunya en comú Podem, al menos similar a los otros dos partidos, así como la ruptura del PSC (y PSOE) de sus compromisos con las derechas españolas y la desvinculación de ERC de su dependencia de Junts per Catalunya y el exclusivismo nacionalista. Mucho camino por andar.

No obstante, existe una dificultad adicional. En España, el giro de la dirección socialista hacia su pacto con las derechas y el aislamiento de las fuerzas del cambio –Unidos Podemos y sus aliados de confluencias y candidaturas municipalistas- neutraliza las expectativas unitarias y restringe las opciones de un cambio institucional de progreso. Aunque haya un reequilibrio en la representación política de las derechas españolas (Ciudadanos en perjuicio del PP), con la subordinación de la dirección del PSOE, el plan de los poderes fácticos pretende un cierre normalizador centralizador y continuista de la gestión socioeconómica liberal y regresiva, así como imponer una legalidad constitucional restrictiva y el continuismo institucional con insuficientes medidas regeneradoras.

La dirección socialista adquiere una grave responsabilidad: tapar en falso la crisis social y la crisis territorial, hacer más prolongado y difícil el cambio institucional y distanciarse de la parte más dinámica de la sociedad, la juventud precarizada y las capas populares urbanas. Así, asumiría un costo histórico (adicional a la crisis de la socialdemocracia por su ambivalencia) por asociarse o mirar para otro lado respecto de una respuesta fallida a la crisis social, democrático-institucional y de valores de las viejas élites gobernantes (española y catalana, con dos de los partidos más corruptos de Europa –PP y la antigua Convergencia), así como del ascendente (neoliberal y centralizador) Ciudadanos.

Cataluña: una tercera posición frente a la polarización identitaria