Los otros

Dice el gobierno que está dispuesto a hablar de Cataluña siempre que “se respete la ley”. Ciertamente, lo de respetar la ley es importante.

Dice el gobierno que está dispuesto a hablar de Cataluña siempre que “se respete la ley”. Ciertamente, lo de respetar la ley es importante. El unilateralismo castellano le cogió el gusto a saltársela hace más de tres siglos y aún seguimos pagando las consecuencias.

El declinar de la hispanidad universal vino acompañada de un imperialismo de andar por casa. Cuando Castilla comprendió que la recompensa de sus católicos empeños no pertenecía a este mundo y que básicamente se había convertido en las Indias financieras del extranjero, sólo se le ocurrió limitar pérdidas recaudando entre los hermanos menores: “tenga V.M por el negocio más importante de su monarquía el hacerse rey de España; quiero decir señor, que no se contente V.M con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona, sino que trabaje con consejo mudado y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia, que si vuestra majestad lo alcanza, será el príncipe más poderoso de la tierra” sugería Olivares a Felipe IV, con la mente puesta en aquella primera unión de armas.

En Cataluña llegaron luego los Segadores, la vinculación a Francia, la guerra de sucesión, y con ella la disputa por una determinada concepción de la península. Tras los Austrias y la Nueva Planta se empezó a dejar de hablar de las Españas. “Es todo es una gran falacia” nos recuerda periódicamente el tradicionalismo: “hace tres siglos Cataluña luchaba también por España”. Y tienen razón: la lógica catalana se enmarcó siempre dentro de la lógica peninsular. Se les olvida aclarar sin embargo que Cataluña luchaba por otra manera de entender esa idea de España. Idea que siglos después no renuncia a rescatar, tras capas y capas de horrenda pintura, el lienzo original de una fraternidad aún por consumar.

Igual que Schumpeter diagnosticó la muerte del capitalismo a partir de su éxito, España se encuentra en sempiterno riesgo por exceso. Su elemento desintegrador no es otro que una españolidad mal concebida. Si Unamuno sugería “catalanizar España”, el poeta latino Ovidio resumía en un delicioso consejo el secreto para ser correspondido: “si quieres ser amado, ama”. Ocurre que para bien amar hay que aprender primero, y por desgracia para España, quienes se erigieron siempre en sus amantes sólo buscaron poseerla, nunca enamorarla. Los amantes de España han sido siempre “amantes apaches, amantes de los de la maté porque era mía, dispuestos a cada instante a estrangularla, a pasarla a sangre y fuego en el momento en que, a su juicio, consideren que les ha sido infiel” nos dice Sánchez Ferlosio.

Pero la voluntad de Cataluña y su renovado encaje constitucional serán reconocidos tarde o temprano porque el necesario proceso reconstituyente sólo puede ser con Cataluña. En otras palabras, la España realizada [no hablamos aquí de la cuestión social, sino de su cohesión y su arquitectura] será con Cataluña o no será. Lejos de ser el problema, Cataluña debe verse como oportunidad. Si esmerarse por un país menos bochornoso debe ser la única manera decorosa de practicarlo, comprender que hay diferentes maneras de entenderlo, es hoy el único modo de resolverlo.