sábado. 20.04.2024

Democratizando Oriente Medio

Circula un vídeo por la red de Pablo Iglesias sobre la guerra en Libia remarcando el carácter estrictamente económico de la intervención occidental...

Circula un vídeo por la red del eurodiputado Pablo Iglesias sobre la guerra en Libia remarcando el carácter estrictamente económico de la intervención occidental en aquel país. En él la indignación parece apoderarse de una diputada portuguesa hasta que la réplica de Iglesias provoca en ésta un elocuente gesto de repliegue, casi infantil, que más que desvelarnos lo que en verdad opina la chica de los recados europeos, sintetiza el cinismo de una cierta comprensión de la política, capaz de volver a arrastrar a la humanidad a un futuro tan caótico como incierto.



Entre Irak, Libia o Siria, últimos países devastados por EEUU y sus aliados, encontramos relevantes coincidencias. Tanto con Sadam en Irak, como con Gadafi en Libia o actualmente con Bashar al-Assad en Siria, hablamos de jefes de estado laicos de sociedades de mayoría islámica, no inclinados hacia los intereses estratégicos occidentales. (Si deseamos denominarlos dictadores debemos quizá medir la facilidad con la que extrapolamos nuestro sistema de partidos occidental a sociedades de marcada y diversa gravedad confesional, huérfanas históricamente de Renacimiento, de Reforma religiosa, de Ilustración y de Revolución burguesa). En el plano interno, Sadam o al-Assad consagraron la laicidad como un principio general de sus Estados; de igual modo, el panarabismo socialista de Gadafi rechazaba cualquier tentación integrista. En el plano internacional, Rusia, China y otros países emergentes ocupaban un lugar preferente en sus acuerdos comerciales. En otras palabras, estos indeseables dictadores no sólo mantenían a raya al integrismo islámico, hacían algo peor: no volcar la riqueza y materias primas de sus países, a las exclusivas preferencias comerciales europeas y estadounidenses.

Hoy, macabros vídeos llegan de oriente anunciando la buena nueva fundamentalista. Sus protagonistas apenas habían nacido en la década de los 80. Hay que remontarse a la invasión de Afganistán por parte de la Unión Soviética. En plena guerra fría, un nuevo país se suma a la órbita de influencia rusa y EEUU no está dispuesto a tolerarlo: los muyahidines islámicos pronto dispondrían de armamento proporcionado por Washington. Si en 1981 la financiación para auspiciar la insurgencia islámica era de 30 millones de dólares, en 1985 ésta ascendía ya a 300 millones (1). Los feudales opositores al régimen de Kabul y sus armas estadounidenses terminarían con la paciencia de una Unión Soviética en descomposición que completó su retirada a comienzos de 1989. Pero el régimen de Kabul dejó ya entonces motivos para la reflexión: en apenas una década la laicidad se abrió camino en la sociedad afgana, las mujeres aprendieron a leer, se incorporaron al mundo laboral y adquirieron el derecho a la asistencia sanitaria. Las más capacitadas llegaron a cursar carreras y a licenciarse. Un negro velo se impuso sobre todas ellas.

A comienzos de los años 90, Sadam sintió nostalgia por los jugosos pozos de petróleo kuwaitíes. Los integristas islámicos disfrutaron sin duda con la denominada Guerra del Golfo (1990-1991): ¿y si por fin cayera el infiel gracias a esos malditos americanos? La indecencia llegó con la Segunda Guerra del Golfo (2003-2010) que siguió a los atentados del 11-S de 2001 bajo el pretexto de un supuesto ataque con armas de destrucción masiva por parte de Sadam, quien pese a ser enemigo de Bin Laden, era presentado como coautor del 11-S y su mayor aliado. Cheney, Rumsfeld, Condoleezza Rice, todos sabían que mentían. Por eso falsificaron los informes que Colin Powell presentó a la comunidad internacional y por la misma razón, ésta acabó rechazando la intervención. Así lo denunció el director de la Agencia Internacional de Energía Atómica, Mohamed el-Baradei, a quien de nada le sirvió documentar la realidad. El negocio estaba ya cerrado: el petróleo para Halliburton y los amigos de Cheney, pingues migajas para los aliados de la masacre, y la sociedad civil iraquí entregada a las tropas de Muqtada al-Sadr, el enemigo fundamentalista de Sadam. “Muqtada! Muqtada! Muqtada!” gritaba nuestra oposición mientras le colocaban la soga al cuello al líder iraquí. Pero en el Irak de Sadam convivían millón y medio de cristianos iraquís en perfecta armonía con el resto de una población islámica que aceptaba un factor religioso plural. Hoy todos ellos han desaparecido; todo ha quedado sumergido en un caos de violencia del que aún no hay salida.

Siria, además de albergar una potente base de la armada rusa en el mediterráneo, era, es hasta ahora, otro estado árabe laico, tradicional defensor de la libertad religiosa donde islam y cristianismo convivían en paz. Tras una guerra iniciada en 2011 frente a una oposición de mercenarios de más de veinte nacionalidades, un ataque con armas químicas nunca aclarado señaló en 2013 la cuenta atrás mediática de un al-Assad, que a día de hoy resiste gracias a sus apoyos rusos e iranís. Las ruinas de Siria evocan hoy la Palmira de Volney. ¿Pero qué compromiso por la democracia puede tener el terrorista checheno a sueldo que combate en Siria? ¿Y el fundamentalista islámico? ¿Y los sórdidos hombres de fortuna de la CIA que buscan a fondo perdido cohesionar la rentable alternativa opositora? A día de hoy, se trata (aparentemente) de acabar con el Estado Islámico siempre que unos y otros acaben antes con al-Assad, pero el destino de éste hubiera sido bien distinto de haberse plegado a los deseos occidentales en sus relaciones comerciales y militares.

En definitiva, todo ha valido las últimas décadas contra un difuso eje del mal al calor de los más rigurosos titulares. La oposición ganaba terreno al tirano sin preguntarse nadie qué firmas integraban los comunicados de la oposición, qué facciones la componían o con qué objetivo eran financiados. Noam Chomsky declaraba hace poco que el verdadero creador del Estado Islámico no es otro que EEUU; otros arrepentidos como el general Wesley Clark se entretienen ahora denunciando el macabro juego de ajedrez imperialista. Recientemente un veterano de guerra español destinado a supuestas misiones de paz declaraba: “En Irak no hacíamos otra cosa que no fuera escoltar camiones de petróleo”. ¿Pero entonces, no es un súbito altruismo y amor por estos pueblos el que nos impulsa a extender allí nuestros valores democráticos? ¿A qué razón asirnos si carecemos de prescriptores que ensalcen nuestra nobleza de espíritu?

Dice alguien tan poco sospechoso de populismo como Giovanni Sartori (2) que las actuales sociedades de la imagen han convertido a la gente en autómata suscriptora de la verdad oficial, en homo videns. El error del homo videns de hoy está en querer redimir su lógica, una lógica otorgada bajo la simplificación de un mensaje que no excede más allá de una frase, o hace imposible cualquier razonamiento crítico. ¿Puede alguien racionalmente justificar las políticas llevadas a cabo en Oriente Medio durante los últimos años? Ahora, el Frankenstein occidental se reproduce para alumbrar su más hermosa y sublime creación: en junio de 2014 la prensa anunciaba la toma de un paso fronterizo entre Siria e Irak que proclamaba un nuevo Califato entre estos dos países. El Irak confesional de oscura gestión, impuesto por EEUU a partir de la Constitución de 2005, contempla la erección del Leviatán; tras la verdad medieval la muerte queda desprovista de toda valoración, es simplemente el único lenguaje posible. El ejemplar proceso de democratización occidental se extiende como una sombra siniestra. Sólo la guerra permite asegurar sus intereses en la región. ¿A quién interesa la paz?



1-. “De los neandertales a los neoliberales” / Neil Faulkner
2-. “Homo videns” / Giovanni Sartori.

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