martes. 23.04.2024

1931; la fallida transición hacia una concreta República

El 16 de abril de 1936, tres meses antes de la insurrección militar, Manuel Azaña se dirigía a las Cortes, en calidad de presidente del Consejo de ministros: "¿Y es que vosotros creíais, o alguien creía que la República iba a ser siempre o iba a nacer para un régimen de inmovilidad, para un régimen de contemporización, para un régimen de conservación de todos los abusos o de todos los errores, o de todos los desaciertos que causaron el hundimiento de la monarquía? No, no. Esto no lo podía esperar nadie. Ya sé yo que cuando la República se puso a dar los primeros pasos, muchos que habían sido simpatizantes con la idea republicana, cuando era elegante ser republicano, con comodidad, dijeron al ver marchar la República: “¡Ah! ¡Esta no es la República que habíamos soñado!”

El advenimiento de la República daba paso, en efecto, a un tiempo incierto, aún por definir

Un par de meses antes, en Toledo, había añadido en puertas del triunfo electoral de febrero: "¿Por qué? Pues porque muchas gentes de España, lanzadas al sentimiento republicano por motivos que desconozco, creían que la República era de mentirijillas y que íbamos a tener una República consistente en quitar a Alfonso XIII para poner otro señor con sombrero flexible y un poco menos bien vestido que el rey. Y que íbamos a tener las mismas oligarquías gobernantes, los mismos caciques, los mismos recaditos subalternos, las mismas conferencias en los gabinetes de los políticos, los mismos emisarios en provincias, la misma red opresora del pueblo español. Cuando vieron que nosotros, unos cuantos, unos cuantos cientos, unos cuantos miles, habíamos tomado en serio el régimen republicano, empezaron a proferir grandes gritos: “¡Esto no es la República! Estas gentes son unos perseguidores de la sociedad, enemigos de la Libertad, que van a destrozar la economía nacional. ¡Y este señor, Azaña! ¡Ah! ¡Este señor Azaña es un chofer loco que nos lleva al abismo!

El advenimiento de la República daba paso, en efecto, a un tiempo incierto, aún por definir. Más que conquistarse aquella, colapsaba, una vez más, la monarquía. Pero el paso al costado del rey –en realidad, Alfonso XIII ni siquiera abdica en su Manifiesto–, y la formación del primer gobierno provisional ya pergeñado en San Sebastián, no parecía desafiar la tradicional comprensión aristocrática del Estado.

La irrupción de un excepcional outsider como Azaña, capaz de aunar insospechadas sinergias republicanas, iba a desbaratar todas las presunciones. Sólo dos meses después, las elecciones a Cortes constituyentes determinaban un claro mandato progresista

Si los ultras monárquicos comenzaron a conspirar desde el mismo nacimiento de la República, a ojos del pensamiento liberal conservador mudado al republicanismo, el nuevo consenso no prefiguraba una vertiente social especialmente significativa. Connotados conservadores católicos como Maura y Alcalá Zamora simbolizaban un oficialismo director llamado a confluir con los serenos ímpetus republicanos liderados por el siempre agradecido Lerroux.

Repasemos en palabras de Solé Tura y Eliseo Aja, la fisonomía del gabinete de Concentración que nace del nuevo proceso constituyente: “Alcalá Zamora y el ministro de Gobernación, Miguel Maura, eran católicos conservadores y habían servido a la monarquía; Alejandro Lerroux y Martínez Barrio, eran los dirigentes del partido radical, de un republicanismo histórico, cada vez más conservador. El PSOE [pilar colaborador, no ha de olvidarse, de la dictadura alfonsina] estaba representado por tres ministros: Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos y Largo Caballero, el líder de la UGT. Nicolau D’Olwer y Casares Quiroga eran regionalistas, catalán y gallego, respectivamente. Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz pertenecían al partido radical-socialista, que como la Acción Republicana de Azaña era un partido de clases medias, ilustrado y anticlerical”. En La Pobleta, el propio Martínez Barrio confesaría a Azaña que ya en 1933 el partido radical apenas albergaba en sus filas 40 o 50 escaños verdaderamente republicanos. "Los demás eran tanto o más monárquicos que Gil Robles". En otras palabras: Pase, pues, la República, pero pase una República que no desafíe, más allá de la expulsión del rey, los principales fundamentos heredados. Este era, si así puede condensarse, el pensamiento imperante en buena parte de la clase política moderada que saludaba la llegada de la democracia.

La irrupción de un excepcional outsider como Azaña, capaz de aunar insospechadas sinergias republicanas, iba a desbaratar todas las presunciones. Sólo dos meses después, las elecciones a Cortes constituyentes determinaban un claro mandato progresista. El presumible entendimiento de conversos ex monárquicos y lerrouxistas, se veía superado por una coalición de republicanos progresistas en conjunción con el PSOE. Para estupor de la gran reacción católico-monárquica en ciernes, comenzaba a construirse un país en clave progresista: reforma militar, separación Iglesia-Estado, relaciones laborales, cuestión territorial, reforma agraria, derechos de la mujer, educación laica... Todo sin la tutela de los tradicionales grupos rectores: Ejército, Iglesia y oligarquías financiera y señorial.

El 14 de abril de 1931 todo estaba, en efecto, por hacer. El 5 de julio de 1937, Louis Fischer, corresponsal norteamericano en España, respondía a la curiosidad de su entrevistado, Manuel Azaña, respecto a la perspectiva que le merecían los últimos años de la historia de España. "Para mí –respondía Fischer–, el proceso más interesante es la emergencia de la nación española".

Ciertamente, el pueblo español buscaba, desde hace más de un siglo, una nación que no había sabido o podido construir. Lejos de permanecer en la impostura como había sucedido hasta ahora, aquella burguesía reformista se lanzó a la siempre postergada creación de aquella. ¿Pero dónde había quedado aquel presumible moderantismo? No tardaron en retraerse quienes nunca albergaron verdadero espíritu transformador. Una cosa era consentir el advenimiento reformista-democrático; otra muy distinta, que sus protagonistas, lejos de pervertirse como de costumbre, pretendieran transformar de raíz el país en detrimento de sus tradicionales castas dirigentes. 

Con el fracaso del primer Golpe de Estado en agosto de 1932 llegaron los contactos con la Italia fascista. En marzo de 1934 Mussolini ya garantizaba su apoyo al nuevo Golpe. Poco importaba el acceso de las derechas al poder y el regreso a los modos monárquicos. A ojos conservadores, la Constitución resultante no era satisfactoria; menos aún, a ojos ultras, el incierto exotismo democrático. Con el regreso de las izquierdas al gobierno sólo quedaba certificar la vuelta a la dictadura para garantía de los tradicionales intereses a preservar. Violentada por los monárquicos a un lado, por el hambre en el agro y el anarco-sindicalismo al otro, la República precisaba de un Estado fuerte del que carecía. Lejos de defenderlo, los damnificados por la llegada de la democracia, prefirieron asaltarla. Tras la restauración de la monarquía por parte de Franco, aquellos mismos altos intereses moderarían, pasadas cuatro décadas, la segunda transición.

En puertas del exilio escribe Machado en su Juan de Mairena: "Veamos el caso de una nación como la nuestra. Pobre y honrada. En ella unos cuantos hombres, de buena fe, nada extremistas, nada revolucionarios, tuvieron la insólita ocurrencia, en las esferas del gobierno, de gobernar con un sentido de porvenir, aceptando, sinceramente,  como bases de sus programas políticos, un mínimum de las más justas aspiraciones populares, entre otras la usuraria pretensión de que el pan y la cultura estuvieran un poco al alcance del pueblo. Se pretendía gobernar no sólo en el sentido de la justicia, sino en provecho de la mayoría de nuestros indígenas.  Inmediatamente vimos que la paz era el feudo de los injustos, de los crueles y de los menos. Y sucedió lo que todos sabemos: primero la calumnia insidiosa y el odio implacable a aquellos honrados políticos, después la rebelión hipócrita de los militares, luego la rebelión descarnada, la traición y la venta de la patria de todos para salvar los intereses de unos cuantos. Y vosotros me diréis: ¿Cómo es eso posible? Yo os contestaré: el por qué de esa monstruosidad se ve muy claro desde el mirador de la guerra. La paz circundante es un equilibrio entre fieras y un compromiso entre gitanos (perdón, ¡pobres gitanos!, es un decir), llamémosle mejor un gentlemen’sagreement.

1931; la fallida transición hacia una concreta República