jueves. 18.04.2024

El timo del fin del bipartidismo

partidosHoy —por ayer, lunes 20 de junio—ha sido el último día que me ha tocado desayunado leyendo esas encuestas que, más que pronosticar, inculcan sibilinamente la intencionalidad de voto a gran parte de la población, algo que a partir de mañana estará prohibido según establece la ley electoral. Aunque siempre he preferido los desayunos con diamantes, y a ser posible con música de Henry Mancini y la compañía de Audrey Hepburn, mi vena curiosa y masoquista me ha predispuesto las últimas jornadas a leer todos los periódicos que podía conseguir a primera hora de la mañana para desenmarañar los, a veces absurdos y casi siempre sesgados, análisis demoscópicos, tan divergentes en sus conclusiones al analizar una misma realidad.

Las he leído y estudiado creo que todas —me refiero a las encuestas— pero ha sido justamente hoy cuando me he dado cuenta de algo que durante las últimas semanas he tenido delante de mis ojos sin haber reparado en ello. Se trata de unas apreciaciones relacionadas con el bipartidismo que tantos querían ver reventado en mil pedazos, y que finalmente se ha fraccionado en un heterogéneo grupo de piezas de puzzle que, hoy por hoy, serían difíciles de ensamblar sin modificar o forzar alguna de ellas a través de unos pactos a los que nadie —o casi nadie— está dispuesto a llegar si a cambio tiene que conjugar los verbos ceder o transigir.

Si bien es un hecho que el bipartidismo ha pasado —de momento— a mejor vida, no sucede así con la enconada bipolaridad de las dos españas machadianas, una singularidad definitoria que en la coyuntura actual queda más patente que nunca, con la salvedad de que la pugna entre la izquierda y la derecha ya no se articula desde dos grandes bloques representados por dos, también grandes, partidos, sino a través de un menage à quatre en el que la derecha apenas si ha quedado tocada en sus esencias (excepto el microcisma que ha supuesto la irrupción de Ciudadanos), mientras que la izquierda, paradójicamente en un intento por convertirse en un bloque compacto y homogéneo,  se ha transformado en una sopa de siglas cuya cohesión, ubicación ideológica, posibilidad de hacer realidad unos planteamientos utópicos y capacidad para una gobernabilidad eficaz y eficiente, se erigen como unas incógnitas que muchos, desde la derecha, el centro y la izquierda más moderada, intentan despejar recurriendo a comparaciones con otros países que, hasta hace bien poco, eran un referente para los emergentes más radicales, países en los que hoy han fracasado las propuestas que antes se aplaudieron.

A título personal,  siempre he deseado que la desaparición del bipartidismo diera paso a nuevos modos de gobernar como esa fraternal transversalidad que hace dos años —y hasta hace poco—proponía la nueva izquierda en las tertulias televisivas que le sirvieron de trampolín. También, iluso de mí, hice una asociación en mi subconsciente al fusionar el adiós al bipartidismo con el fin de las dos españas. Pero, mira por dónde, pobre de mí y a punto de votar por segunda vez en unas elecciones generales en tan sólo medio año, compruebo que esto no es así y concluyo que, por muchos que ahora sean los partidos que configuran la tarta de reparto de ilusiones, porcentajes y promesas destinadas a ser incumplidas, me siento más que nunca como aquél pobre españolito al que una de las dos españas, y quien sabe si tal vez las dos, le acabó helando su ya compungido corazón.

Algo me dice que el próximo domingo volveremos a equivocarnos cuando votemos, o al menos eso dirán muchos de los inútiles que no sepan administrar el mensaje que les hagamos llegar a través de nuestros votos.

El timo del fin del bipartidismo