jueves. 28.03.2024

¿Queréis saber qué es lo que detesto?

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Detesto la intransigencia, la terquedad, la obcecación, la mentira, la falsedad y la corrupción.

Detesto ese tipo de españolismo impuesto por la gracia de Dios del que algunos se apropian sin dar una oportunidad de sentirse patriotas, por ejemplo, a los ateos. 

Detesto la mentira y el incumplimiento de contrato con que nos engatusan los políticos (de todos los colores e ideologías), solo porque sus promesas electorales no tienen entidad de contrato como tantas veces he reivindicado.

Detesto el rancio orgullo de raza con olor a naftalina, a tauromaquia, y a familia que reza unida como aquellas cruzadas del rosario del padre Peyton en la década de los sesenta. Y ya puestos, detesto también las cruzadas, tanto las medievales en sus guerras contra los infieles, como la de la segunda mitad de la década de los años treinta que sufrimos en España, unas y otras hechas en defensa de la Iglesia y de sus valores, y lo que es peor, con su auspicio y consentimiento.

Detesto el fanatismo en todas sus variedades y procedencias, pero especialmente el religioso, el ideológico, el sectario y el político, este último cuando aúna la incongruencia entre lo que se proclama y lo que se hace (o lo que es peor, lo que nunca se hace).

Detesto la ininteligible nostalgia que algunos jóvenes sienten por símbolos caducos como el yugo y las flechas o el Cara al sol que me hacían cantar cada mañana en el instituto cuando izábamos las banderas, unas consignas y referentes de una época que los nacidos en democracia nunca conocieron.

Detesto la unilateralidad de quienes sólo censuran lo que abominan (por ejemplo las muertes provocadas por el fascismo o el nazismo) y silencian evidencias históricas (por ejemplo las víctimas durante el mandato de Stalin) con un mutismo que resulta tan ridículo como encubridor.

Detesto la hipócrita pureza de quienes en pleno siglo XXI se aferran a una moral presuntamente cristiana mientras dan muestras de homofobia, xenofobia y machismo, incompatibles con el respeto a los derechos humanos más elementales.

Detesto la incoherencia de los progres que presumen de  izquierdismo sin asumir su burguesía. Ser de izquierdas y ser burgués es compatible, y negarlo descalifica a quienes nadan en la abundancia y predican conciencia social sin sacrificar un ápice de su tiempo y de su poder en ayudar a los desfavorecidos. Estos progres nunca reconocerán su incoherencia. Gordon Liddy los definió como «aquellos que se sienten en deuda con el prójimo y proponen saldarla con dinero ajeno".

Detesto a los estirados pijos de los barrios bien, esos que pasean con el mentón alzado, pulserita rojigualda, el pelo engominado, suéter de marca anudado al cuello y unos zapatos Manolo Blahnik  increíblemente limpios. Los detesto por ser unos elitistas, por lo general urbanitas, ególatras, de derechas, con un ego a veces afianzado por la fortuna familiar y edulcorado por los zalameros cumplidos que desde la infancia les prodiga el servicio doméstico (sobre todo la tata, la única desclasada a quien permiten el tuteo).

Detesto la hipocresía de esos maridos perfectos de misa y comunión dominical a la que acuden con su esposa y prole, mientras miran el reloj por si se les hace tarde para visitar a la amante después de cumplir con el precepto y con la familia. 

Detesto los extremismos como el fascismo o el marxismo, por el sectarismo que les caracteriza y por las técnicas populistas con las que abducen a las masas, propiciando gobiernos donde las libertades individuales se diluyen en el control de absolutismos dictatoriales de los que el siglo XX ha dejado ejemplos más que suficientes para entender lo que no debería ser una democracia.

Detesto a los meapilas, a los beatos de boquilla que en su día me censuraron por no bautizar a mi hijo; a los pastores evangélicos que en Hispanoamérica y en cualquier lugar del mundo se alinean con la extrema derecha; a los curas que saludaban con el brazo alzado durante el franquismo, y ya de paso, también a los que han manoseado (y aun manosean) los genitales de los niños que les ayudan a preparar las hostias consagradas y el vino de misa.

Detesto a los que opinan que con Franco vivíamos mejor porque había libertad pero no libertinaje. Y lo detesto a pesar de que —lo confieso sin sonrojo— viví confortablemente y fui un niño feliz durante la dictadura. Pero que nadie se lleve a engaño, pues no fue gracias al Régimen sino al esfuerzo de mis padres por sacar adelante a una familia de clase media acomodada a la que nunca nadie le regaló nada

Detesto que me controlen, me cohíban y que coarten mi libertad. Tomé consciencia de ello en la post adolescencia, cuando descubrí la verdad de todo lo que había escuchado en voz baja (y puede que con miedo) a mis mayores —sobre todo a mi abuelo materno, alcalde republicano, antifranquista y nunca comunista— acerca de la Guerra Civil y las depuraciones de la posguerra.

Ya para finalizar, declaro firmemente que no he tirado la toalla y mantengo el anhelo de creer en un sistema democrático lo menos imperfecto posible. Un sistema en el que podamos confiar en quienes designemos con nuestro voto para que gobiernen el país donde nací y donde vivo, esa España que tanto me ha costado pronunciar algunas veces porque creía que no era mía sino de los otros. Lamento que después de cuarenta años de democracia, aun no me sienta satisfecho con la sociedad donde transcurre —cada vez con más sosiego—  mi día a día. A veces sucumbo al fatalismo y dudo que mi afán sea sólo una utopía, pero os aseguro que cuando mi ánimo se debilita por culpa de la mediocridad y la ambición de nuestros líderes, no tardo en levantarme de nuevo y recuperar la esperanza.

¿Queréis saber qué es lo que detesto?