jueves. 28.03.2024

Las mentiras electorales deberían ser un delito punible

¿Cómo se podría obligar a los políticos a que cumplan sus promesas, y hacer que los programas electorales no sean papel mojado?  ​

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Uno de los reproches que con más frecuencia se les hace a los políticos es su propensión a prometer lo que no van a cumplir, y seguir mintiendo al justificar el quebrantamiento de sus promesas a una ciudadanía que, incomprensiblemente y en un elevado porcentaje, tiende dejarse engañar hasta el extremo de volver a votar a quienes previamente les mintieron, un fenómeno sociológico que les convierte en carne de diván por su propensión a autoflagelarse.

Cada vez que se habla de las mentiras en tiempo de elecciones, surge la cuestión de hacer obligatorio, por ley, el cumplimiento de las promesas que se hacen a través de los programas y la necesidad de que éstos tengan, a efectos legales, la misma consideración que un contrato suscrito entre un representante y su representado, algo que de entrada parece obvio pero que, analizado con detenimiento, pone en evidencia las diferencias entre un contrato mercantil y un programas electoral así como también las similitudes entre las promesas de los políticos y los pactos matrimoniales o los acuerdos entre amigos, por poner dos ejemplos de compromisos cuyo cumplimiento depende del tiempo que perduren las condiciones con que fueron suscritos (el amor en el matrimonio y la confianza en un pacto de amistad).

Al comenzar a escribir este artículo pensaba hacer un repaso anecdótico de los incumplimientos históricos de promesas electorales en nuestro país durante la actual democracia. Luego, lo he pensado mejor y he preferido remitir al lector a datos más recientes como son las mentiras con las que el PP ganó por mayoría absoluta las elecciones de 2011, cuando ofreció crear empleo y reducir impuestos en un contexto de crisis en el que era imposible hacerlo, una circunstancia que los populares conocían tan bien como sabedores eran de esa herencia recibidaque luego utilizaron para exonerarse del engaño con que habían embaucado a sus votantes. 

Sin embargo, y para no sería reincidir en unos datos de sobra conocidos por el lector, he optado por centrarme en el compromiso ético que los partidos contraen con sus votantes a través de sus promesas electorales y ponderar hasta que extremo ese compromiso ético puede llegar a ser una responsabilidad legal.

¿Es ético que los políticos jueguen con la ilusión de los votantes prometiéndoles soluciones a sus necesidades más acuciantes? 

¿Es decente crear falsas esperanzas en los sectores sociales más vulnerables (pensionistas, desempleados, perceptores de salarios mínimos o familias que han rebasado el umbral de la pobreza) cuando se aproximan las elecciones?

Con su socarrona inteligencia, en cierta ocasión, el viejo profesor Tierno Galván dijo que «las promesas electorales están para no cumplirse», y deberíamos hacer caso a alguien que conocía bien los engranajes de la política (Tierno era catedrático de derecho político), los criterios de elaboración de los programas electorales y el mecanismo de diseño de unas promesas destinadas a ser, para qué engañarnos, meras consignas proferidas a sabiendas de que se está mintiendo y despreciando las mínimas formas democráticas.  

Consideremos que tras las elecciones generales del 20 de diciembre, entraremos en una legislatura muy diferente a todas las habidas desde la Transición, debido a que el sistema partitocrácico atraviesa su propia crisis y nuevos partidos emergentes van a ocupar escaños (ya lo hacen a nivel municipal y autonómico) con representantes del poder civil que en nada se parecen a los políticos profesionales, savia nueva y joven que estará atenta para que no se perpetúe el modo como hasta ahora se ha ejercido la política y que ha propiciado la corrupción y el incumplimiento impune de unas promesas electorales (a veces hechas sólo con la intención de ganar elecciones) que deberían ser vinculantes para evitar situaciones como la burla del PP a quienes le depositaron su confianza en 2011.

Ahora más que nunca se impone la obligatoriedad del cumplimiento de todo lo que se prometa en unos programas electorales que deberían contemplarse como contratos para que quienes gobiernen —incluso con mayoría absoluta— se vean en la obligación de pactar y negociar la ejecución de sus ofrecimientos. 

¿Cómo se podría obligar a los políticos a que cumplan sus promesas, y hacer que los programas electorales  no sean papel mojado?  

En primer lugar, la ciudadanía debería estar educada en el voto crítico para que no surgiera la inercia de depositar la confianza en quien previamente nos engañó, algo que, por sesgo ideológico, o por descarte de otras opciones, no se da en la práctica y hace frecuente la reincidencia de votar a un partido que no cumplió sus promesas.

En segundo lugar debería revisarse la legislación para conferir a los programas electorales una entidad de contrato (contrato-programa) según el cual se pudiera exigir que los partidos sólo ofrecieran programas realizables so pena de que el peso de la ley recayera sobre ellos en caso de incumplimiento.

De este modo, las promesas electorales hechas a sabiendas de su incumplimiento pasarían a ser un delito susceptible de ser penalizado con la convocatoria inmediata de nuevas elecciones independientemente de que no se hubiera agotado la legislatura.

Las mentiras electorales deberían ser un delito punible