viernes. 29.03.2024

Maradona, ese juguete roto

Diego Armando Maradona

En nuestra cultura se tiende a fomentar cierta hipocresía social en torno a la muerte, según la cual, quien muere, no debe ser cuestionado ni estigmatizado, al menos no desde el momento en que se produce el óbito y hasta que transcurre un tiempo prudencial para que se mitigue el dolor por el impacto de su ausencia.

Se acostumbra a investir a la muerte de arcaicos tabúes que predisponen al pensamiento único de conferir honores a quien deja de existir. A veces única y exclusivamente por ello. Esto es debido a un conservadurismo social —y moral— que impele a hablar siempre bien de quien fallece, negando la evidencia de los atributos negativos que previamente se reconocían sin constituir una ofensa sino sólo constatando una evidencia.

Los defectos de Maradona han sido proclamados a los cuatro vientos desde el momento en que fue pública y notoria su decadencia, y el genio del balón se convirtió en un ejemplo a no seguir, al menos no en ciertas facetas cuestionables de su personalidad, sin que por ello se le dejara de considerar como uno de los mejores futbolistas de la historia. Sin embargo, la pompa y la circunstancia del encomio que se le ha dispensado a Maradona tras conocerse la noticia de su muerte, han puesto de manifiesto una vez más, lo necesitada de mitos y de leyendas que está la humanidad.

Que nadie me malinterprete. Doy por supuesto que hay que respetar a los muertos, como también a los vivos y a todo ser humano que lo merezca. Pero no quiero caer en el error de considerar a la muerte como una patente de corso capaz de borrar de un plumazo lo malo, y convertir por arte de birlibirloque a un ser imperfecto en paradigma de la sensatez. El mero hecho de morir no debería transformar a nadie en un ejemplo a seguir.

Diego Armando Maradona fue un mago del balón, y no negaré que, pese a no entender de fútbol, me ha impresionado contemplar las imágenes de sus jugadas más célebres que las cadenas de televisión han emitido como homenaje a su talento deportivo. Sin embargo, me resulta lamentable el circo que se ha montado con su muerte, los altercados públicos que han tenido lugar cuando la familia de Maradona se ha negado a prolongar más allá de diez horas las despedidas al cadáver del futbolista expuesto en la Casa Rosada, sede del Gobierno Argentino, una decisión que provocó la rebelión de la muchedumbre a través de graves incidentes en el centro de Buenos Aires, con balas de goma, gases lacrimógeno y heridos. El presidente argentino, Alberto Fernández, dijo: «Nos llevaste a lo más alto del mundo. Nos hiciste inmensamente felices. Fuiste el más grande de todos. Gracias por haber existido, Diego. Te echaremos de menos toda la vida». Incluso la Santa Sede, en la página digital Noticias del Vaticano se hizo eco de la noticia y ensalzó a Maradona considerándolo un «poeta del fútbol».

Me resulta desmesurado el descomunal homenaje que se le ha dispensado a un futbolista a quien sus seguidores consideraban un dios (al menos así le llamaban), cuando no fue más que un juguete roto a quien que las malas influencias hicieron descender desde el cielo hasta el abismo donde se forjó su decadencia.

Me gustaría que nadie atribuyera connotaciones negativas a mi reflexión, que sólo refleja la preocupación porque la sociedad esté tan necesitada de mitos a quien idolatrar, incluso cuando dejan de ser un modelo a seguir. Pese a todo, y con mi más sincero respeto, deseo que Maradona descanse en paz y que la tierra le sea leve.

Maradona, ese juguete roto