sábado. 20.04.2024

Histeria colectiva en los supermercados por el Covid-19

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Acabo de llegar del supermercado y me encuentro invadido por una sensación que no sé si es simple enfado, o bien una mezcolanza de desconcierto y derrota tras salir con el carrito con sólo tres artículos de lo que debería haber sido una compra normal de sábado.

Ya de entrada he sentido un agobio claustrofóbico al ver las colas kilométricas de carros y más carros que invadían la superficie comercial, casi todos atestados con lo necesario para sobrevivir a una guerra, y arrastrados por histéricos clientes que se miraban competitivamente al acarrear hacia la caja la mole de víveres y rollos de papel higiénico que habían conseguido antes del desabastecimiento.  

Escéptico, he paseado por los pasillos y apenas iniciado mi periplo me he encontrado expositores vacíos de carne, mostradores refrigerados huérfanos de pescado, estanterías en las que era imposible conseguir un miserable paquete de pasta, una lata de conserva o un saquito de harina. Circulaba con dificultad, tropezando con frecuencia, porque las colas de carros llegaban hasta casi la mitad del establecimiento, y casi coincidían de espaldas con los que avanzaban hacia las cajas  de la salida posterior del supermercado. Reconozco que lo que más me ha frustrado es que pretendía comprar ocho filetitos bien finos de pechuga pollo para hacer unos rollitos con guacamole y jamón gratinados al horno que me salen muy ricos.

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Puedo afirmar y afirmo que el coronavirus ha desatado una histeria colectiva en los supermercados, una absurda e inquietante excitación que pone en evidencia  los vestigios de ese neardental que aun persiste en el fuero interno de cada uno de nosotros.Por deformación profesional, he hecho una evaluación psicológica in situy he comprobado que cuando la individualidad se convierte en masa, arrasa sin piedad con todo aquello que le pongan por delante y acapara con fuerza lo que se cree con derecho a poseer, aunque se trate de algo tan poco glamuroso como un cuantos paquetes de  rollos de papel higiénico.

Es evidente que de nada sirven las llamadas a la calma por parte de los portavoces del Gobierno, cuando en la primera hora de apertura, los supermercados se convierten en una casa de locos compradores compulsivos que dejan vacíos los estantes de productos básicos “por lo que pueda pasar”.

Desde un punto de vista psicológico, y como profesional de la salud mental que soy, considero normal la ansiedad que está generando el efecto coronavirus, así como la impulsividad que propicia para acopiar provisiones. Sin embargo, y pese a lo normal de esta actuación, su efecto es empeorar la situación ya no sólo por el desabastecimiento que perjudica a quienes no encuentran víveres, sino también a aquellos que felizmente consiguen llenar su frigorífico y despensas. 

Ya en circunstancias no conflictivas, es habitual que muchas personas reaccionen frente a la ansiedad poniendo en marcha mecanismos de compras compulsivas e innecesarias. Pues bien, si una de estas personas acude a una tienda o gran superficie a saciar su ansia de compra y se encuentra con que  las estanterías están vacías, lo más probable es que su ansiedad aumente y le haga entrar en un bucle que desencadene un ataque de ansiedad. Del mismo modo, si varias de estas personas coinciden entre si y pugnan por conseguir víveres, es posible que se surjan confrontaciones y también que por contagio, desencadenen histerias colectivas.

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Consideremos que cuando se pierde el control sobre lo que ocurre en nuestro entorno, la inmediato es buscar ese control en el microcosmos que configura el propio hogar y la propia cotidianidad. ¿Cómo? Por ejemplo, obcecándose en llenar la despensa caiga quien caiga. Buena parte de culpa de esto la tiene un factor que hasta ahora aun no había mencionado: el miedo, y en este caso concreto, el miedo al coronavirus, el miedo a enfermar, a quedarse si alimentos, el miedo a la muerte... y claro, esta amalgama de temores activa los instintos más primarios de la psique que son aquellos que competen a la supervivencia (“si no como, me acabaré muriendo”).

En fin, para finalizar esta crónica regresemos de nuevo al supermercado donde hace solo unos minutos me he sentido partícipe de un incómodo fenómeno de masas. Cuando finalmente he conseguido llegar a la caja para pagar mi escuálida compra, al ver que una señora que me precedía sacaba de su carro 20 bandejas de carne (las he contado), he sentido un subidón iracundo que me ha impelido a preguntarle: «¿Que tiene usted, un bar o un restaurante?». La mujer se ha puesto roja, me ha dado la espalda y Mariajo, la cajera, me ha mirado con complicidad y ha sonreído.


Imágenes de Mercadona, facilitadas por el autor del artículo.

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