jueves. 28.03.2024

No solo Franco, también el franquismo

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Han tenido que pasar 40 años, para que en este país se pueda comenzar a llamar a las cosas por su nombre y hasta la derecha sienta ya vergüenza, al menos públicamente, de defender que un dictador permanezca enterrado con honores en un monumento público

Comento con una amiga el sonrojo que produce ver cómo la exhumación de los restos de Franco ha servido de excusa para llenar los platós de televisión de entusiastas franquistas, en un intento de dar «las dos versiones de la historia»; lo que lejos de fomentar la neutralidad supone un nuevo insulto a las víctimas del dictador.

Me pregunto, dice ella, qué hubiera pasado si lo que se estuviera debatiendo fuese algo relacionado con ETA y para tener las dos versiones la gente de las tertulias hubiera invitado a un terrorista y al descendiente de un asesinado, poniendo en igualdad de condiciones el testimonio de la víctima y el de su verdugo, señalando, implícitamente, que la verdad está en algún punto equidistante entre ambas posiciones.

Pero la historia la escriben siempre los vencedores, respondo; por eso el relato de quienes ganaron la Guerra Civil se sigue considerando una parte de la verdad. A los perdedores, sólo les queda el consuelo de la memoria: la genealogía de Foucault.

Y es que la impunidad de la que goza el franquismo en España solo se explica porque en contra de lo que creía Unamuno, los franquistas no sólo vencieron: también convencieron.

Nos convencieron de que era mejor no juzgar los crímenes cometidos durante la dictadura; nos convencieron de que actos de reparación como eliminar de las plazas públicas las estatuas de Franco y otros criminales no era conveniente; nos convencieron de que investigar cómo se formaron algunas de las fortunas más grandes de España -el Ibex 36, que dice otro amigo mío- era puro revanchismo. Nos convencieron de que era mejor una democracia imperfecta y asentada en el olvido que hacer las paces sobre la tierra firme de la memoria. Nos convencieron de que todos fueron -somos- igual de culpables. De qué era mejor no llamar criminal a quien lo era, por si acaso se ofendía y le daba por comenzar otra guerra. Nos convencieron de que el silencio nos salvaría la vida.

Así que han tenido que pasar 40 años, que se dice pronto, para que en este país se pueda comenzar a llamar a las cosas por su nombre y hasta la derecha sienta ya vergüenza, al menos públicamente, de defender que un dictador permanezca enterrado con honores en un monumento público y que fue construido por mano de obra esclava. Han tenido que pasar cuarenta años para que los pueblos empiecen a reclamar aquello que el franquismo les expolió. Para que la justica, lenta e infiltrada de filofranquistas, comience, pese a todo, a moverse.

Así que hace bien el PSOE sacando a Franco del Valle. Pero ahora hace falta que, entre todos, acabemos con las huellas duraderas que dejó el franquismo. En el ejército y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, por ejemplo, donde se siguen lanzando loas al dictador y amenazas de muerte a los inmigrantes y a los gobernantes de izquierdas. En las populistas leyes Corcuera que celebra el propio Gobierno Sánchez y que permiten tratar a seres humanos como si fueran ganado. En las prebendas de la Iglesia católica. En una Historia -y en general, una educación- centrada en los logros y miserias de Castilla y que olvida nuestras otras y múltiples raíces. En la censura sistemática de cualquier manifestación lingüística, artística o periodística que se salga de los márgenes de un conservadurismo rancio definido como «normalidad». Y, sobre todo, en la conciencia de un país que después de cuatro décadas de represión parece haberse enamorado de su miedo y continúa negándose a avanzar en los campos de la libertad, la memoria y la dignidad. 

No solo Franco, también el franquismo