miércoles. 24.04.2024

Nazis en la frontera

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¿Podrá Prokopis Pavlópulos, actual presidente de Grecia, dormir bien sabiendo que tiene sobre su conciencia la muerte de un niño? Es cierto, era un niño musulmán y pobre, lo que a ojos de la Europa que madruga le convierte prácticamente en un terrorista. Pero aun así, ¿podrá dormir bien? ¿Descansará sabiendo que las fronteras de su país están en manos de milicias nazis que golpean y machacan a quienes huyen desde Turquía del hambre y de la guerra? ¿Podemos llamar ya criminal al Presidente o hay que esperar a que muera otro niño?

En nombre de la ley y de la seguridad, en nombre de la paz económica —ese bienestar de pizza y Telecinco en el que vivimos—, Europa ha creado en Turquía decenas de campos de concentración. Sí, campos de concentración. Como aquellos en los que hace menos de cien años se pudrían los judíos y que tanto hacen llorar a las almas sensibles que visitan Auschwitz mientras se preguntan cómo fue posible aquella atrocidad y por qué nadie levantó la voz.

Ahora, Turquía, enfrentada a Rusia por el poder en Siria, ha decidido que para forzar a la OTAN a ayudarla en su campaña contra Bashar al Asad renuncia a sus labores de policía sobre esos inmigrantes y abre las fronteras para que todo aquel que así lo quiera se pueda jugar la vida en el Mediterráneo. Mientras, la Europa civilizada, hija de la ciencia, nieta de la Ilustración —o sea, nosotros: los comedores de pizza— mira para otro lado. ¿A cuántos cadáveres tocamos ya por cabeza?

En nombre de la ley y de la seguridad, en nombre de la paz económica, Europa ha creado en Turquía decenas de campos de concentración

España, y por supuesto los demás países, hace mucho que han delegado su responsabilidad en materia humanitaria en las ONGs, a las que además ponen palos en las ruedas cada vez que pueden porque, qué bochorno, su trabajo provoca pequeños roces diplomáticos. ¿De cuántos cadáveres es ya responsable el Presidente Sánchez? ¿Y el Vicepresidente Iglesias, emperador vitalicio de Podemos?

Hablamos de hombres, mujeres y niños maltratados durante el camino, violados en muchas ocasiones, torturados, humillados, que viven hacinados en campos de concentración o huyendo de la policía. Que, cuando proceden del sur de África, han tenido que cruzar el desierto, en ocasiones varias veces, antes de alcanzar la costa. Gente que prefiere morir antes que renunciar a la posibilidad de un futuro. Porque nadie es plenamente libre, y por lo tanto plenamente humano, sin futuro.

O, como ha ocurrido con el clima y el feminismo, la sociedad presiona, grita, se manifiesta y pide que no se siga dejando morir a gente en el mar en su nombre o los países seguirán tratando a estos semejantes nuestros como ahora lo hace Grecia: dejando que los nazis se hagan los dueños de la frontera y que más y más niños y más y más adultos mueran en el mar al intentar encontrar aquí, malditos e incomprensibles herejes, un poco de paz, de alimento y de dignidad.

Y todo porque nosotros tenemos miedo: no sea que nos quiten el trabajo; no sea que entre un terrorista. Sin caer en la cuenta de que a lo mejor los terroristas nacieron ya en Europa. Y somos nosotros. Y es Prokopis Pavlópulos.

Nazis en la frontera