jueves. 28.03.2024

Sobre el control de los bulos y la salvación pública

El anuncio por parte del Gobierno de la creación de una comisión contra la desinformación ha vuelto a poner en el centro del debate los límites de la libertad de expresión y los del derecho a la información y también el papel de los periodistas como mediadores entre los sucesos y su conocimiento por la opinión pública (un papel siempre problemático).

Vayamos por partes. La libertad de expresión cubre las libertades de opinión, de información y de prensa y está protegida por el artículo 20 de la Constitución con unos límites claros: el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.

Este artículo permite por un lado, en su apartado A, expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción y por otro, en su apartado D y en referencia más directa a la profesión periodística, a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión.

La diferenciación es fundamental, porque en el ejercicio de la profesión periodística el límite queda claro en el articulado: la información que se produzca y la que se reciba debe ser veraz. De manera que a nivel periodístico la publicación de bulos ya es punible y perseguible.

El problema está en que a nivel particular, este artículo 20 –escrito en una época en que la existencia de redes sociales ni podía sospecharse− también permite, como hemos visto, difundir libremente pensamientos, ideas y opiniones, y esto, me temo, incluye también ideas y opiniones como que la tierra es plana, que existen los hombres lobos o que el coronavirus no existe. Y es necesario que esto sea así porque si no corremos el peligro de que ideas consideradas hoy peligrosas por la ideología dominante puedan ser perseguidas en casa a su escasa veracidad.

La ley, además, es clara respecto a que estas ideas pueden ser vertidas mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio, incluido Twitter, Youtube o lo que se considere necesario, sin más límite que el derecho a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.

Dicho de otra manera, veo difícil que una comisión gubernamental como la propuesta por el Gobierno pueda hacer otra cosa que advertir o señalar, desde una posición de dominio, que una información es un bulo. Naciendo como nace ya, dicha comisión, con el calificativo de sospechosa al menos para la mitad del país –y mientras no la controle esa mitad, que entonces las tornas cambiarían−, en la práctica el papel de esa comisión va a ser solo el de generar más ruidos y más discusiones, sin aportar, me temo, nada provechoso.

El papel de los medios

Que los bulos están volviendo el informar y el informarse más complejo es evidente. El otro día, en medio de la disputa electoral Biden-Trump, se produjeron dos hechos que me parecen significativos. El primero fue que las cadenas ABC, CBS y NBC interrumpieron la transmisión de un discurso de Trump en el que este afirmaba, sin pruebas, que se había cometido un fraude electoral. El segundo, fue la suspensión por parte de Youtube del canal de Steve Bannon tras decir que pondría la cabeza de Fauci en una pica.

Ambas decisiones, de haber sucedido en España, podrían tener amparo en el artículo 20 de la Constitución. La primera, por la obligación de los medios de emitir solo información veraz y haber considerado que el discurso de Trump no lo era. La segunda por ser una amenaza y considerarse que atenta contra el honor de Fauci.

Ahora bien, más allá del nivel legal surge la pregunta de hasta qué punto, sobre todo en el primer caso, los medios trataron como menores de edad a los ciudadanos al impedirles acceder a unas declaraciones solo porque ellos las consideraron poco veraces. Dicho de otra manera, la problemática, que siempre ha existido en el desempeño del periodismo, está en hasta qué punto los medios pueden impedir el acceso a las declaraciones de alguien tan relevante, por su posición,como Donald Trump sin estar practicando, de facto, una suerte de censura o de despotismo ilustrado para protección de unas masas que, según se deduce del comportamiento de estos medios, no sabrían distinguir por ellas mismas qué es veraz y qué no.

¿Habría sido mejor dejar esas declaraciones y contextualizarlas después explicando que no se basan en evidencias? ¿Pueden, como guardianes de la salvación pública, los medios de comunicación cortar esas declaraciones para evitar la difusión de lo que consideran bulos? Teniendo en cuenta que no es siempre posible establecer una verdad científica en el debate político (salvo que creamos en la posibilidad de una tecnocracia todopoderosa y desideologizada), ¿limita este tipo de decisiones la manifestación de la pluralidad política, tan necesaria para toda sociedad democrática? Y desde otro punto de vista, ¿no alimenta esto el victimismo de quienes realizan esas manifestaciones y las refuerza (cohesionándolas) sin además eliminarlas del debate público?

Y como resumen de todas esas preguntas: ¿no sería mejor que fuese la ciudadanía la que discriminase, de acuerdo con sus capacidades, qué es veraz y qué no y decidiera en consecuencia? Sé que esta postura es un poco anarquista, bastante ingenua y muy buenista, pero me parece también la única razonable.

El papel de la ciudadanía

Me ha sorprendido ver estos días cómo parte de la izquierda se posicionaba, sin debate ni duda, a favor de actuaciones como las de estas cadenas estadounidenses. Ha existido siempre en la izquierda, junto a posiciones menos radicales, una tendencia a sentirse la vanguardia del proletariado, parte del grupo de los no alienados, de los únicos que se escaparon de la caverna de Platón y han visto la verdadera realidad.

El peligro de esa posición es doble. Por un lado y desde el punto de vista ético, uno corre el peligro de acabar tratando a los demás como si fueran tontos. Por otro lado y desde el punto de vista político, puede sufrirse la tentación de caer, aquí también, en una suerte de despotismo ilustrado en el que se quiera liderar por su propio bien a una clase obrera, a un pueblo, que según estos postulados está un poco aborregado o muy alienado y no sabe qué es lo que le conviene.

Desde mi punto de vista, la lucha de la izquierda no debería ser por establecer qué es la verdad y qué no desde posiciones gubernamentales –lo que además, como decía, creo que tiene poco recorrido práctico−, sino en apostar por la educación y el empoderamiento de la ciudadanía para que ésta pueda decidir, libremente, si la información que está recibiendo es veraz, o no.

Si, con Althusser, la izquierda insiste en otorgar a los aparatos ideológicos del Estado –gobernados por la ideología dominante− un poder tal que excede incluso las posibilidades de toma de conciencia crítica del propio individuo (paradójicamente, salvo de aquellos que alertan de este peligro y que, de algún modo milagroso, sí han tomado conciencia), corre el peligro de acabar alejándose de una población que, como es lógico, no desea ser tratada como estúpida ni como menor de edad.

Por el contrario, crear e impulsar estrategias –también tecnológicas, como la imposibilidad de reenvío masivo de vídeos a través de Whatsapp, por ejemplo− que enseñen e incluso empujen a la ciudadanía a interrogarse críticamente por la información que reciben antes de difundirla masivamente solo porque concuerda con sus prejuicios, puede redundar en un mayor beneficio social a largo plazo, con menos enfrentamiento social y sin necesidad de tratar como incapaz a buena parte de la población.

Por último, el respeto –aunque a veces, con manipulaciones burdas, cueste mucho− al trabajo de los diferentes medios de comunicación y la denuncia cuando se sobrepasen los límites establecidos por la ley, me parecen, insisto, más necesarios y fundamentales para la democracia que una Comisión gubernamental de lucha contra los bulos, por más que la pida Europa o que, como en la Revolución Francesa, haya revolucionarios que la consideren necesaria para la salud o la salvación pública.

Sobre el control de los bulos y la salvación pública