martes. 23.04.2024

Aunque no se conduzca, es difícil no haber tenido la experiencia de ir en coche. Resulta llamativo cómo cambia nuestra percepción de un mismo fenómeno yendo sobre ruedas o caminando. En cuanto peatones vemos a los vehículos rodados cual si fueran agresores potenciales. ¿Cuántos entre quienes van al volante ceden el paso en un cruce donde tienen prioridad los peatones o respetan el semáforo en ámbar que indica esa misma prioridad? A decir verdad tampoco suelen hacerlo con los otros coches, acelerando en las rotondas para ser los primeros, en lugar de prestar atención a las incorporaciones.

Tan pronto como vamos en coche cambia nuestra forma de ver a los peatones. En los cruces y al margen de su edad o condición se vuelven inoportunos. ¿Por qué van tan lentos? ¿Van a decidirse a cruzar de una vez? Poca prisa tendrán cuando van a pie. Se nos olvida que un momento antes considerábamos agresivos a quienes iban dentro del coche cuando nos proponíamos algo tan potencialmente peligroso como cruzar una calle por nuestro paso de peatones. Entonces nos indignamos al ver cómo aceleran para detenerse un instante después tras los vehículos precedentes.

Eso sí, dentro de un coche también podemos experimentar indignación y ver pisoteados nuestros derechos de circulación, cuando un camión de gran tonelaje aprovecha su tamaño para efectuar inopinadamente un adelantamiento para el que debe invadir nuestro carril y lo hace abruptamente sin señalarlo tan siquiera. En lugar de mostrarnos más cuidadosos, con cierta o suma frecuencia se recurre a la ley del más fuerte.

El urbanismo economicista tiende a trazar grandes avenidas para el tráfico rodado y la saturación del transporte público por las ciudades dormitorio colapsa las carreteras

Otro tanto sucede con los ciclistas. Reclaman el poder circular sin peligro entre los coches, pero no se muestran tan atentos cuando son ellos quienes deberían ceder el paso a los peatones al compartir cruces en sus caminos. También sucede con esos patinetes que van invadiendo las grandes urbes. Últimamente se reservan áreas peatonales, como si el peatón fuese una clase a extinguir que debe moverse por zonas acotadas. El urbanismo economicista tiende a trazar grandes avenidas para el tráfico rodado y la saturación del transporte público por las ciudades dormitorio colapsa las carreteras haciendo perder su tiempo a mucha gente.

Cada cual habla de la feria según le va en ella. Esta doble perspectiva como peatones o automovilistas nos hace reparar en lo rápido que podemos cambiar de óptica para ver un mismo asunto. Como asalariados reclamamos aquellas mejoras que deberían ser inalienables derechos de quien trabaja. Pero a la hora de contratar un servicio doméstico somos pésimos patrones. No se formalizan contratos y cualquier mínimo aumento nos parece una exageración desmedida.

No se trata de cambiar nuestra mirada con el paso del tiempo y las experiencias vitales acumuladas. En uno y el mismo día podemos adoptar criterios antagónicos con arreglo al sitio que se vaya ocupando sucesivamente. Debería hacernos reflexionar esta versatilidad, para intentar aplicarla en sentido contrario y no siempre a nuestro favor. Eso requeriría cambiar la mentalidad hegemónica del sálvese quien pueda por un comportamiento solidario con el que todos ganamos, habida cuenta de que ni siquiera nos cabe aspirar a ser siempre los más poderosos y sería muy mala señal que tal cosa fuera posible.

Lo rápido que podemos cambiar de óptica. Como asalariados reclamamos aquellas mejoras que deberían ser inalienables derechos. Pero a la hora de contratar un servicio doméstico somos pésimos patrones

Ceder el asiento en un transporte público a quien más lo precise, no importunar a los viajeros con una música ensordecedora y otras cosas por estilo facilitarían bastante nuestra convivencia. En esos pequeños gestos cotidianos reside la clave de un ambiente social menos hostil. El dinamismo social se refleja en esos detalles y al mismo tiempo estos tienen su eco en las reglas del juego sociopolítico. Considerar al menos afortunado una rémora y una lacra impone un modelo social menos habitable, donde solo hay lugar para quienes no tienen escrúpulos a la hora de conseguir cuanto se les antoje.

Mirar por encima del hombro a quien carece de nuestro poderío, ya sea éste de orden físico, cultural o económico, nos deshumaniza y nos priva de sentimientos tan reconfortantes como la simpatía o la magnanimidad. Nos enriquece mucho adoptar nuevas perspectivas al ponernos en la tesitura de quien lo pasa mal. Ponernos en su lugar, en lugar de quitárselo, nos hace superar cosas tan lesivas como la codicia o la envidia. En definitiva nunca debería olvidarse que ante todo somos peatones y las encrucijadas no son un campeonato de rivalidad con medios muy desiguales. Deberían ser oportunidades para construir un mundo mucho más amable.

La polarización y el maniqueísmo se quedarían sin raíces. Ganar dinero y endeudarse para consumir lo que no necesitamos perdería enteros en la cotización social. Tampoco sería de buen gusto la ostentación y el presumir de cuanto se tiene, porque se respetaría mucho más la moral del esfuerzo y el alcanzar cierto nivel cultural sin tener las mejores condiciones para ello. Se repudiaría el belicismo y las ganancias injustificadas de los comisionistas. No se idolatraría en definitiva cuánto significó socialmente la figura representada por el Mario Conde o el que anduviera de turno.

Peatones y automovilistas: dos percepciones distintas de las mismas encrucijadas