jueves. 18.04.2024

El Mar Menor es ese lugar que ya no existe en realidad. Permanece sin embargo en el recuerdo. En retazos que se asocian caprichosamente y que pueden sustanciarse, o no, en un relato o en un poema.

No existe tampoco el paisaje del Campo de Cartagena. Se ha hecho todo intimidante. No quedan paisajes amplios y ya no se puede salir de la carretera y pasear tranquilamente por su secano. La propiedad privada se percibe a los lados de los no lugares que son las autovías y las carreteras. Nunca antes se percibió el temor que puede producir caminar entre cultivos e invernaderos, esperando en cualquier momento que te den el alto y te exijan que vuelvas al coche o a la bicicleta y retomes tu camino. Durante años has contemplado la roturación de tierras a ambos lados de las autovías que cruzan el Campo de Cartagena, las plantaciones de cítricos o de verduras, los postes levantados en los lindes de la carretera con sistemas de videovigilancia.

Se dice que no es el momento de buscar culpables, aunque en todo caso los culpables son otros

La memoria es selectiva y trabaja con retazos caprichosos que dibujan miles de mundos pasados y miles de evoluciones que nos muestran realidades diversas. Cuando el dinero es la amalgama que cierra cesuras temporales, no importa el ayer, ni el hoy o el mañana. Es indiferente el brócoli o un almendro en flor, la economía sostenible o la depredativa. Se trata de arrasar con la tierra para luego seguir buscando negocio en otros páramos. El conservadurismo de los agricultores nada tiene que ver con el descrito por John Berger en “Una vez en Europa”, que les une a la tierra y a su protección como medio de subsistencia.

El Campo de Cartagena se ha convertido en un mundo que intimida. Pero ya no se trata que la explotación de la tierra no se atenga a ninguna normal e interés general. Es todo lo que arrastra y mata, es todo lo que envalentona y carga de razones. Las salvajadas del desarrollismo sin posibilidad de crítica, el poder del dinero sin opción democrática de enmienda. Y el voto que fluye con los nitratos envenenando el mar, nuestro mar.

El Mar Menor se puede reconstruir con los retazos del recuerdo. Lo hacemos todos los días cuando hablamos de lo que fue y de lo que es. Incluso se puede escribir sobre su agua transparente, los cangrejos, los caballitos de mar, la brisa rizando su superficie bajo la luz brillante de la primavera. Y es este mundo perdido lo que debemos reconstruir  y transmitir como memoria histórica a nuestros nietos. No sea que el olvido sea señor de nuestras vidas como lo ha sido en tantos otros momentos históricos. No sea que dentro de cincuenta años, los libros señalen como culpable de una posible albufera muerta a toda una sociedad, la murciana, que no supo luchar por lo que debería ser motivo de orgullo. Socializar la culpabilidad, en definitiva.

En las últimas semanas se está reescribiendo el relato del Mar Menor. Los culpables son los otros. No importa que sus pecados tengan relación o no con el Mar Menor y con la absoluta dejación de las responsabilidades políticas en materia de Medio Ambiente por parte de la clase gobernante regional, o que no haya habido control previo del delito medioambiental porque se ha considerado durante décadas que el mismo era un estorbo para el desarrollo económico.

Se dice que no es el momento de buscar culpables, aunque en todo caso los culpables son otros. Finalmente, los serán los que no tienen capacidad material e intelectual de serlo. Y los inocentes, los que acumulan la riqueza en una región terriblemente desigual socialmente y los que desde el poder les sirven. El mundo al revés y el mar, muerto.

Es tiempo de recuperar la memoria histórica del Mar Menor. De lo contrario, la escribirán por nosotros y ya no podremos armar las piezas del pasado del Mar Menor como en realidad fue: un mar hermoso y vivo. En su lugar, viviremos con la tortura de los peces flotando muertos, acumulándose en las orillas de una laguna de un color eterno.

La memoria histórica del Mar Menor